Desde
el punto de vista de la biología evolucionista, la autoinmolación
parental está al servicio del «éxito reproductivo» que supone
transmitir los genes a las generaciones futuras, pero considerado
desde la perspectiva de unos padres que deben tomar una decisión
desesperada en una situación limite, no existe más motivación que el
amor.
Este
ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el
poder y el objetivo de las emociones, constituye un testimonio claro
del papel desempeñado por el amor altruista —y por cualquier otra
emoción que sintamos— en la vida de los seres humanos. De hecho,
nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más
profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra
especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de
las emociones en los asuntos humanos. El poder de las emociones es
extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al
hijo amado, por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de
su propio instinto de supervivencia individual. Desde el punto de
vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente
irracional pero, visto desde el corazón, constituye la única
elección posible.
Cuando
los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la
evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no
dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en
los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las
que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el
riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un
objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la
creación de una familia, etcétera— como para ser resueltas
exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un
modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una
dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los
innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia
humana. En este sentido, nuestro bagaje emocional tiene un
extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve
confirmada por el hecho de que las emociones han terminado
integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y
automáticas de nuestro corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye el poder de
las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a la luz de
las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel
desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo
término homo sapiens —la especie pensante— resulta un tanto
equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras
decisiones y nuestras acciones dependen tanto —y a veces más— de
nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos
sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales
(de todo lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para
bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados
por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente
desbordada.
CUANDO LA
PASION DESBORDA A LA RAZON
Fue
una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de catorce años,
quería gastar una broma a sus padres y se ocultó dentro de un
armario para asustarles cuando éstos, después de visitar a unos
amigos, volvieran a casa pasada la medianoche.
Pero
Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a pasar la noche
en casa de una amiga. Por ello cuando, al regresar a su hogar,
oyeron ruidos. Crabtree no dudó en coger su pistola, dirigirse al
dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a
bocajarro en el cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del
interior del armario. Doce horas más tarde, Matilda Crabtree
fallecía. El miedo que nos lleva a proteger del peligro a nuestra
familia constituye uno de los legados emocionales con que nos ha
dotado la evolución. El miedo fue precisamente el que empujó a Bobby
Crabtree a coger su pistola y buscar al intruso que creía que
merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que le
llevó a disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el
blanco, antes incluso de que pudiera reconocer la voz de su propia
hija. Según afirman los biólogos evolucionistas, este tipo de
reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro
sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un
periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante
todavía, porque cumplió con la principal tarea de la evolución,
perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie. Sin
embargo, a la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los
Crabtree, todo esto no deja de ser una triste ironía.
Pero,
si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del
proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos presenta la
civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al
lento paso de la evolución. Las primeras leyes y códigos éticos -el
código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo
Testamento o los edictos del emperador Ashoka— deben
considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida
emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de
la cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas
externas destinadas a contener la desbordante marea de los excesos
emocionales que brotan del interior del individuo.
No
obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la
sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la pasión,
un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la
arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de
los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no
lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones
demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas
que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un
millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos
diez mil —a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión
demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta
cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en
las pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional.
Para
bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante
cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un
juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino
que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y
ello implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias que,
en algunas ocasiones —como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable
incidente acaecido en el hogar de los Crabtree—, pueden resultar
ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos
obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno
con recursos emocionales adaptados a las necesidades del
pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema fundamental sobre el que
versa nuestro libro.
Impulsos
para la acción
Un día
de comienzos de primavera, yo me hallaba atravesando un puerto de
montaña de una carretera de Colorado cuando, de pronto, mi vehículo
se vio atrapado en una ventisca. La cegadora blancura del remolino
de nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no podía ver
absolutamente nada. Disminuí entonces la velocidad mientras la
ansiedad se apoderaba de mi cuerpo y podía escuchar con claridad los
latidos de mi corazón.
Pero
la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo y entonces detuve mi
coche a un lado de la calzada dispuesto a esperar a que amainase la
tormenta. Media hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad volvió
y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros más
abajo, sin embargo, me vi obligado a detenerme de nuevo porque dos
vehículos que habían colisionado bloqueaban la carretera mientras el
equipo de una ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber
seguido adelante en medio de la tormenta, es muy probable que yo
también hubiera chocado con ellos.
Tal
vez aquel día el miedo me salvara la vida. Como un conejo paralizado
de terror ante las huellas de un zorro —o como un protomamifero
ocultándose de la mirada de un dinosaurio— me vi arrastrado por un
estado interior que me obligó a detenerme, prestar atención y tomar
conciencia de la proximidad del peligro.
Todas
las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar,
programas de reacción automática con los que nos ha dotado la
evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene
del verbo latino movere (que significa «moverse») más el
prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y
sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una
tendencia a la acción. Basta con observar a los niños o a los
animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la
acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos
encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las
emociones —los impulsos básicos que nos incitan a actuar— parecen
hallarse divorciadas de las reacciones.
La
distinta impronta biológica propia de cada emoción evidencia que
cada una de ellas desempeña un papel único en nuestro repertorio
emocional (véase el apéndice A para mayores detalles sobre las
emociones «básicas»). La aparición de nuevos métodos para
profundizar en el estudio del cuerpo y del cerebro confirma cada vez
con mayor detalle la forma en que cada emoción predispone al cuerpo
a un tipo diferente de respuesta.
El
enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil
empuñar un arma o golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo
cardiaco y la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la
cantidad de energía necesaria para acometer acciones vigorosas.
En el
caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que
explica la palidez y la sensación de «quedarse frío») y fluye a la
musculatura esquelética larga —como las piernas, por ejemplo-
favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece
paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez, si
el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las
conexiones nerviosas de los centros emocionales del cerebro
desencadenan también una respuesta hormonal que pone al cuerpo en
estado de alerta general, sumiéndolo en la inquietud y
predisponiéndolo para la acción, mientras la atención se fija en la
amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada.
Uno de
los principales cambios biológicos producidos por la felicidad
consiste en el aumento en la actividad de un centro cerebral que se
encarga de inhibir los sentimientos negativos y de aquietar los
estados que generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el
caudal de energía disponible. En este caso no hay un cambio
fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad
que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación
biológica provocada por las emociones perturbadoras. Esta condición
proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo y una disponibilidad
para afrontar cualquier tarea que se esté llevando a cabo y fomentar
también, de este modo, la consecución de una amplia variedad de
objetivos.
El
amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual
activan el sistema nervioso parasimpático (el opuesto fisiológico de
la respuesta de «lucha-o-huida» propia del miedo y de la ira).
La
pauta de reacción parasimpática —ligada a la «respuesta de
relajación»— engloba un amplio conjunto de reacciones que implican a
todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción
que favorece la convivencia.
El
arqueo de las cejas que aparece en los momentos de sorpresa aumenta
el campo visual y permite que penetre más luz en la retina, lo cual
nos proporciona más información sobre el acontecimiento inesperado,
facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y
permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de acción más
adecuado.
El
gesto que expresa desagrado parece ser universal y transmite el
mensaje de que algo resulta literal o metafóricamente repulsivo para
el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto —ladeando
el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz— sugiere, como
observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas nasales
para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico.
La
principal función de la tristeza consiste en ayudarnos a asimilar
una pérdida irreparable (como la muerte de un ser querido o un gran
desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del
entusiasmo por las actividades vitales —especialmente las
diversiones y los placeres— y, cuanto más se profundiza y se acerca
a la depresión, más se enlentece el metabolismo corporal. Este
encierro introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una
pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y
planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta
disminución de la energía debe haber mantenido tristes y
apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de
su hábitat, donde más seguros se encontraban.
Estas
predisposiciones biológicas a la acción son modeladas posteriormente
por nuestras experiencias vitales y por el medio cultural en que nos
ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido. por ejemplo, provoca
universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos
esa aflicción -el tipo de emociones que expresamos o que guardamos
en la intimidad— es moldeada por nuestra cultura, como también lo
es, por ejemplo, el tipo concreto de personas que entran en la
categoría de «seres queridos» y que, por tanto, deben ser
llorados.
El
largo período evolutivo durante el cual fueron moldeándose estas
respuestas fue, sin duda, el más crudo que ha experimentado la
especie humana desde la aurora de la historia. Fue un tiempo en el
que muy pocos niños lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en
el que menos adultos todavía llegaban a cumplir los treinta años, un
tiempo en el que los depredadores podían atacar en cualquier
momento, un tiempo, en suma, en el que la supervivencia o la muerte
por inanición dependían del umbral impuesto por la alternancia entre
sequías e inundaciones. Con la invención de la agricultura, no
obstante, las probabilidades de supervivencia aumentaron
radicalmente aun en las sociedades humanas más rudimentarias. En los
últimos diez mil años, estos avances se han consolidado y difundido
por todo el mundo al mismo tiempo que las brutales presiones que
pesaban sobre la especie humana han disminuido considerablemente.
Estas
mismas presiones son las que terminaron convirtiendo a nuestras
respuestas emocionales en un eficaz instrumento de supervivencia
pero, en la medida en que han ido desapareciendo, nuestro repertorio
emocional ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un pasado remoto, un
ataque de rabia podía suponer la diferencia entre la vida y la
muerte, la facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece años
puede acceder a una amplia gama de armas de fuego ha terminado
convirtiendo a la rabia en una reacción frecuentemente desastrosa.
Nuestras dos
mentes
Una
amiga estuvo hablándome de su divorcio, un doloroso proceso de
separación. Su marido se había enamorado de una compañera de trabajo
y un buen día le anunció que quería irse a vivir con ella. A aquel
momento siguieron meses de amargos altercados con respecto al hogar
conyugal, el dinero y la custodia de los hijos. Ahora, pocos meses
más tarde, me hablaba de su autonomía y de su felicidad. «Ya no
pienso en él —decía, con los ojos humedecidos por las lágrimas— eso
es algo que ha dejado de preocuparme.» El instante en que sus ojos
se humedecieron podía perfectamente haber pasado inadvertido para
mí, pero la comprensión empática (un acto de la mente emocional) de
sus ojos húmedos me permitió, más allá de las palabras (un acto de
la mente racional), percatarme claramente de su evidente tristeza
como si estuviera leyendo un libro abierto.
En un
sentido muy real, todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que
piensa y otra mente que siente, y estas dos formas fundamentales de
conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental. Una de
ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que
solemos ser conscientes, más despierta, más pensativa, más capaz de
ponderar y de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más
impulsivo y más poderoso —aunque a veces ilógico—, es la mente
emocional (véase el apéndice B para una descripción más detallada de
los rasgos característicos de la mente emocional).
La
dicotomía entre lo emocional y lo racional se asemeja a la
distinción popular existente entre el «corazón» y la «cabeza». Saber
que algo es cierto «en nuestro corazón» pertenece a un orden
de convicción distinto —de algún modo, un tipo de certeza más
profundo— que pensarlo con la mente racional. Existe una
proporcionalidad constante entre el control emocional y el control
racional sobre la mente ya que, cuanto más intenso es el
sentimiento, más dominante llega a ser la mente emocional.., y más
ineficaz, en consecuencia, la mente racional. Ésta es una
configuración que parece derivarse de la ventaja evolutiva que
supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e
intuiciones que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a
aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones
en las que detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía
tener consecuencias francamente desastrosas.
La
mayor parte del tiempo, estas dos mentes —la mente emocional y la
mente racional— operan en estrecha colaboración, entrelazando sus
distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a
través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente
emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la emoción
alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la
mente racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de
las emociones. En todo caso, sin embargo, la mente emocional y la
mente racional constituyen, como veremos, dos facultades
relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de
circuitos cerebrales distintos aunque interrelacionados. En
muchísimas ocasiones, pues, estas dos mentes están exquisitamente
coordinadas porque los sentimientos son esenciales para el
pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa.
Pero,
cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se rompe y la mente
emocional desborda y secuestra a la mente racional.
Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió irónicamente del
siguiente modo esta tensión perenne entre la razón y la emoción:
«Júpiter confiere mucha más pasión que razón, en una proporción
aproximada de veinticuatro a uno. El ha erigido dos irritables
tiranos para oponerse al poder solitario de la razón: la ira y la
lujuria. La vida ordinaria del hombre evidencia claramente la
impotencia de la razón para oponerse a las fuerzas combinadas de
estos dos tiranos. Ante ella, la razón hace lo único que puede,
repetir fórmulas virtuosas, mientras que las otras dos se
desgañitan, de un modo cada vez más ruidoso y agresivo, exhortando a
la razón a seguirlas hasta que finalmente ésta, agotada, se rinde y
se entrega.»
EL
DESARROLLO DEL CEREBRO
Para
comprender mejor el gran poder de las emociones sobre la mente
pensante —y la causa del frecuente conflicto existente entre los
sentimientos y la razón— consideraremos ahora la forma en que ha
evolucionado el cerebro. El cerebro del ser humano, ese kilo y pico
de células y jugos neurales, tiene un tamaño unas tres veces
superior al de nuestros primos evolutivos, los primates no humanos.
A lo largo de millones de años de evolución, el cerebro ha ido
creciendo desde abajo hacia arriba, por así decirlo, y los centros
superiores constituyen derivaciones de los centros inferiores más
antiguos (un desarrollo evolutivo que se repite, por cierto, en el
cerebro de cada embrión humano).
La
región más primitiva del cerebro, una región que compartimos con
todas aquellas especies que sólo disponen de un rudimentario sistema
nervioso, es el tallo encefálico, que se halla en la parte superior
de la médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las funciones
vitales básicas, como la respiración, el metabolismo de los otros
órganos corporales y las reacciones y movimientos automáticos. Mal
podríamos decir que este cerebro primitivo piense o aprenda porque
se trata simplemente de un conjunto de reguladores programados para
mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurar la supervivencia
del individuo. Éste es el cerebro propio de la Edad de los Reptiles,
una época en la que el siseo de una serpiente era la señal que
advertía la inminencia de un ataque.
De
este cerebro primitivo —el tallo encefálico— emergieron los centros
emocionales que, millones de años más tarde, dieron lugar al cerebro
pensante —o «neocórtex»— ese gran bulbo de tejidos replegados sobre
sí que configuran el estrato superior del sistema nervioso. El hecho
de que el cerebro emocional sea muy anterior al racional y que éste
sea una derivación de aquél, revela con claridad las auténticas
relaciones existentes entre el pensamiento y el sentimiento.
La
raíz más primitiva de nuestra vida emocional radica en el sentido
del olfato o, más precisamente, en el lóbulo olfatorio, ese
conglomerado celular que se ocupa de registrar y analizar los
olores. En aquellos tiempos remotos el olfato fue un órgano
sensorial clave para la supervivencia, porque cada entidad viva, ya
sea alimento, veneno, pareja sexual, predador o presa, posee una
identificación molecular característica que puede ser transportada
por el viento.
A
partir del lóbulo olfatorio comenzaron a desarrollarse los centros
más antiguos de la vida emocional, que luego fueron evolucionando
hasta terminar recubriendo por completo la parte superior del tallo
encefálico. En esos estadios rudimentarios, el centro olfatorio
estaba compuesto de unos pocos estratos neuronales especializados en
analizar los olores. Un estrato celular se encargaba de registrar el
olor y de clasificarlo en unas pocas categorías relevantes
(comestible, tóxico, sexualmente disponible, enemigo o alimento) y
un segundo estrato enviaba respuestas reflejas a través del sistema
nervioso ordenando al cuerpo las acciones que debía llevar a cabo
(comer, vomitar, aproximarse, escapar o cazar).
Con la
aparición de los primeros mamíferos emergieron también nuevos
estratos fundamentales en el cerebro emocional. Estos estratos
rodearon al tallo encefálico a modo de una rosquilla en cuyo hueco
se aloja el tallo encefálico. A esta parte del cerebro que envuelve
y rodea al tallo encefálico se le denominó sistema «límbico», un
término derivado del latín limbus, que significa «anillo».
Este nuevo territorio neural agregó las emociones propiamente dichas
al repertorio de respuestas del cerebro.”
Cuando
estamos atrapados por el deseo o la rabia, cuando el amor nos
enloquece o el miedo nos hace retroceder, nos hallamos, en realidad,
bajo la influencia del sistema límbico.
La
evolución del sistema límbico puso a punto dos poderosas
herramientas: el aprendizaje y la memoria, dos avances realmente
revolucionarios que permitieron ir más allá de las reacciones
automáticas predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas
a las cambiantes exigencias del medio, favoreciendo así una toma de
decisiones mucho más inteligente para la supervivencia. Por ejemplo,
si un determinado alimento conducía a la enfermedad, la próxima vez
seria posible evitarlo. Decisiones como la de saber qué ingerir y
qué expulsar de la boca seguían todavía determinadas por el olor y
las conexiones existentes entre el bulbo olfatorio y el sistema
límbico, pero ahora se enfrentaban a la tarea de diferenciar y
reconocer los olores, comparar el olor presente con los olores
pasados y discriminar lo bueno de lo malo, una tarea llevada a cabo
por el «rinencéfalo» —que literalmente significa «el cerebro nasal»—
una parte del circuito limbico que constituye la base rudimentaria
del neocórtex, el cerebro pensante.
Hace
unos cien millones de años, el cerebro de los mamíferos experimentó
una transformación radical que supuso otro extraordinario paso
adelante en el desarrollo del intelecto, y sobre el delgado córtex
de dos estratos se asentaron los nuevos estratos de células
cerebrales que terminaron configurando el neocórtex (la región que
planifica, comprende lo que se siente y coordina los movimientos).
El
neocórtex del Homo sapiens, mucho mayor que el de cualquier otra
especie, ha traído consigo todo lo que es característicamente
humano. El neocórtex es el asiento del pensamiento y de los centros
que integran y procesan los datos registrados por los sentidos. Y
también agregó al sentimiento nuestra reflexión sobre él y nos
permitió tener sentimientos sobre las ideas, el arte, los símbolos y
las imágenes.
A lo
largo de la evolución, el neocórtex permitió un ajuste fino que sin
duda habría de suponer una enorme ventaja en la capacidad del
individuo para superar las adversidades, haciendo más probable la
transmisión a la descendencia de los genes que contenían la misma
configuración neuronal. La supervivencia de nuestra especie debe
mucho al talento del neocórtex para la estrategia, la planificación
a largo plazo y otras estrategias mentales, y de él proceden también
sus frutos más maduros: el arte, la civilización y la cultura.
Este
nuevo estrato cerebral permitió comenzar a matizar la vida
emocional. Tomemos, por ejemplo, el amor. Las estructuras límbicas
generan sentimientos de placer y de deseo sexual (las emociones que
alimentan la pasión sexual) pero la aparición del neocórtex y de sus
conexiones con el sistema limbico permitió el establecimiento del
vinculo entre la madre y el hijo, fundamento de la unidad familiar y
del compromiso a largo plazo de criar a los hijos que posibilita el
desarrollo del ser humano. En las especies carentes de neocórtex
—como los reptiles, por ejemplo— el afecto materno no existe y los
recién nacidos deben ocultarse para evitar ser devorados por la
madre. En el ser humano, en cambio, los vínculos protectores entre
padres e hijos permiten disponer de un proceso de maduración que
perdura toda la infancia, un proceso durante el cual el cerebro
sigue desarrollándose.
A
medida que ascendemos en la escala filogenética que conduce de los
reptiles al mono rhesus y, desde ahí, hasta el ser humano, aumenta
la masa neta del neocórtex, un incremento que supone también una
progresión geométrica en el número de interconexiones neuronales. Y
además hay que tener en cuenta que, cuanto mayor es el número de
tales conexiones, mayor es también la variedad de respuestas
posibles. El neocórtex permite, pues, un aumento de la sutileza y la
complejidad de la vida emocional como, por ejemplo, tener
sentimientos sobre nuestros sentimientos. El número de
interconexiones existentes entre el sistema límbico y el neocórtex
es superior en el caso de los primates al del resto de las especies,
e infinitamente superior todavía en el caso de los seres humanos; un
dato que explica el motivo por el cual somos capaces de desplegar un
abanico mucho más amplio de reacciones —y de matices— ante nuestras
emociones. Mientras que el conejo o el mono rhesus sólo dispone de
un conjunto muy restringido de respuestas posibles ante el miedo, el
neocórtex del ser humano, por su parte, permite un abanico de
respuestas mucho más maleable, en el que cabe incluso llamar al 091.
Cuanto más complejo es el sistema social, más fundamental resulta
esta flexibilidad; y no hay mundo social más complejo que el del ser
humano.’ Pero el hecho es que estos centros superiores no gobiernan
la totalidad de la vida emocional porque, en los asuntos decisivos
del corazón —y, más especialmente, en las situaciones emocionalmente
críticas—, bien podríamos decir que delegan su cometido en el
sistema limbico. Las ramificaciones nerviosas que extendieron el
alcance de la zona limbica son tantas, que el cerebro emocional
sigue desempeñando un papel fundamental en la arquitectura de
nuestro sistema nervioso.