La
respuesta más clara a esta cuestión nos la proporciona la
investigación llevada a cabo por Jerome Kagan, un eminente psicólogo
evolutivo de la Universidad de Harvard. Según Kagan existen al menos
cuatro temperamentos básicos —tímido, abierto,
optimista y melancólico—, correspondientes a cuatro
pautas diferentes de actividad cerebral. De hecho, cada ser humano
responde con una prontitud, duración e intensidad emocional
distinta, y en este sentido es muy probable que existan innumerables
diferencias en la dotación temperamental innata, basadas en
diferentes tipos constitucionales de actividad neuronal.
La
obra de Kagan centra en una de estas pautas el continuo
temperamental que va de la apertura a la timidez. Son varias las
madres que, a lo largo de los años, han estado llevando a sus niños
al Laboratorio para el Desarrollo Infantil, situado en el cuarto
piso del William James Hall, de Harvard, para que tomaran parte en
la investigación realizada por Kagan sobre el desarrollo infantil.
Ahí fue donde Kagan y sus colaboradores observaron experimentalmente
por vez primera los signos de timidez que presentaba un grupo de
niños de veintiún meses de edad. En aquella investigación Kagan
descubrió que algunos niños eran espontáneos, movedizos y jugaban
con los demás sin la menor vacilación, mientras que otros, por el
contrario, eran inseguros, retraídos, remoloneaban, se aferraban a
las faldas de sus madres y se limitaban a observar en silencio el
juego de los demás. Unos cuatro años más tarde, cuando los niños
estaban ya en la guardería, el equipo de Kagan repitió la
observación y descubrió que, en todo aquel tiempo, ninguno de los
niños expansivos se había convertido en tímido, pero que dos tercios
de éstos, en cambio, seguían siéndolo.
Kagan
descubrió que los niños más sensibles y asustadizos —del 15 al 20%
de los que, según sus propias palabras, son «conductualmente
inhibidos» innatos— se transformaron en adultos tímidos y temerosos.
Estos niños son reacios a todo lo que les resulte poco familiar
—tanto probar una nueva comida como aproximarse a animales o lugares
desconocidos— y tienden a la autocrítica y al sentimiento de culpa.
Son niños que se quedan ansiosamente paralizados en las situaciones
sociales (ya sea en la clase, en el patio de recreo, en presencia de
personas desconocidas o dondequiera, en suma, que se sientan
observados), y, cuando alcanzan la madurez, tienden a permanecer
aislados y tienen un miedo enfermizo a dar una charla o a acometer
cualquier actividad en la que se sientan expuestos a la mirada
ajena.
Tom,
uno de los niños que participaron en el estudio de Kagan, constituye
un verdadero paradigma del tímido. En cada una de las mediciones que
se realizaron a lo largo de la infancia —a los dos, a los cinco y a
los siete años de edad—, Tom destacó como uno de los niños más
tímidos. En la entrevista que tuvo lugar a los trece años de edad,
Tom permanecía tenso y rígido, se mordía los labios, retorcía las
manos y se mantenía impasible —sólo llegó a esbozar una sonrisa
cuando la entrevista versó sobre su amiguita—, sus respuestas eran
lacónicas y sus maneras, sumisas. Según dijo, durante todo aquel
tiempo había sido muy tímido y sudaba cada vez que tenía que
aproximarse a alguno de sus compañeros. También se había sentido
perturbado por multitud de miedos (miedo a que su casa se quemase,
miedo a lanzarse a la piscina, miedo a estar solo en la oscuridad,
etcétera) y se vio asaltado por muchas pesadillas en las que era
atacado por monstruos. Es cierto que en los últimos dos años tenía
menos vergüenza que antes, pero todavía sufría alguna ansiedad
cuando estaba con otros niños, y sus preocupaciones se centraban
ahora en el rendimiento escolar, aunque era uno de los alumnos más
aventajados. Tom era hijo de un científico y planeaba estudiar
ciencias porque la aparente soledad de su desempeño se ajustaba
perfectamente a su predisposición introvertida.
Ralph,
por el contrario, era uno de los niños más abiertos y expansivos,
del estudio. Era un niño muy locuaz que siempre estaba relajado; a
los trece años permanecía cómodamente sentado, sin mostrar el menor
signo de nerviosismo y hablaba con el entrevistador en un tono
confiado y cordial, como si fuera uno más de sus compañeros (a pesar
de que la diferencia de edad entre ellos fuera de unos veinticinco
años). Durante la infancia, sólo había sentido dos miedos pasajeros,
uno de ellos a los perros (después de que un gran perro saltara
sobre él a la edad de tres años) y el otro a volar (cuando, a los
siete años de edad, oyó hablar de un accidente de aviación).
Sociable y popular, Ralph nunca se había considerado un niño
vergonzoso.
Los
niños tímidos parecen venir a la vida con un sistema nervioso
que les hace sumamente reactivos a las más leves tensiones y, desde
el mismo momento del nacimiento, sus corazones laten más rápidamente
que los de los demás en respuesta a situaciones extrañas o
insólitas. La frecuencia cardiaca de los niños que, a los veintiún
meses, se mostraban más reacios a jugar, era más acelerada que la de
los demás. Y es precisamente esa ansiedad y esa hiperexcitabilidad
lo que parece subyacer a su timidez, puesto que se enfrentan a
cualquier persona o situación desconocida como si se tratara de una
amenaza potencial. Y tal vez sea también por ello por lo que las
mujeres de mediana edad que recuerdan haber sido especialmente
vergonzosas en su infancia tienden a vivir con más miedos,
preocupaciones y culpabilidad y a padecer más problemas relacionados
con el estrés (dolores de cabeza, colón irritable y otros problemas
digestivos) que aquéllas otras que durante la infancia eran más
abiertas y expresivas:
LA
NEUROQUIMICA DE LA TIMIDEZ
En
opinión de Kagan, la diferencia existente entre el cauteloso Tom y
el expansivo Ralph se origina en la excitabilidad de un circuito
nervioso centrado en la amígdala. Según Kagan, la gente
proclive, como Tom, a la timidez, tiene una predisposición
neuroquimica innata a la hiperexcitabilidad de ese circuito y éste
es el motivo por el cual evitan las situaciones desconocidas, huyen
de la incertidumbre y sufren de ansiedad. Por el contrario, quienes,
como Ralph, tienen un sistema nervioso calibrado a un umbral
superior de activación de la amígdala, son menos temerosos, más
expansivos y más dispuestos a explorar lugares desconocidos y
conocer a nuevas personas.
Uno de
los indicadores más tempranos de este patrón nervioso heredado es lo
difícil e irritable que es el niño o lo tenso que se pone cada vez
que debe enfrentarse a algo o alguien desconocido. El hecho es que
uno de cada cinco niños recién nacidos cae en la categoría de los
tímidos y que dos de cada cinco lo hacen en la categoría de los
abiertos.
Gran
parte de los datos presentados por Kagan proceden de observaciones
realizadas con gatos, que son animales extraordinariamente tímidos.
Uno de cada siete gatos caseros presenta una pauta de timidez
parecida a la de los niños vergonzosos; son gatos que, en lugar de
exhibir la legendaria curiosidad felina, huyen de las novedades, son
reacios a explorar nuevos territorios y son tan retraídos que sólo
atacan a los roedores pequeños (mientras que sus congéneres más
animosos no dudan en perseguir a roedores mayores). Las
investigaciones realizadas directamente en el cerebro de los gatos
tímidos muestran una amígdala más excitable de lo normal,
especialmente cuando, por ejemplo, oyen el maullido amenazador de
otro gato.
En el
caso de los gatos, la timidez aparece alrededor del primer mes de
vida, que es el momento en el que la amígdala se encuentra
suficientemente madura para asumir el control de los circuitos
nerviosos cerebrales encargados de las respuestas de aproximación o
huida. Un mes en el cerebro de un gatito es equiparable a ocho meses
en el cerebro humano, el periodo en el que, según Kagan, aparece el
miedo a lo «desconocido» en los bebés (es precisamente durante este
período, si la madre abandona la habitación y deja al niño en
presencia de un extraño, el niño rompe a llorar). Tal vez —postula
Kagan— los niños tímidos hereden un porcentaje crónicamente elevado
de noradrenalina o de algún otro neurotransmisor cerebral que
estimule la amígdala y así rebaje el umbral de excitabilidad que
facilite la activación de la amígdala.
Uno de
los síntomas de esta exacerbación de la sensibilidad es que ante
situaciones de estrés (como, por ejemplo, olores desagradables) los
chicos y chicas que vivieron una infancia tímida muestran una
frecuencia cardiaca mucho más elevada que la de sus compañeros, un
síntoma que sugiere que la noradrenalina está activando su amígdala
y todo su sistema nervioso simpático. Kagan descubrió que los niños
tímidos presentan una reactividad mayor en todas las manifestaciones
del sistema nervioso simpático, desde la presión sanguínea hasta la
dilatación de las pupilas y los niveles de marcadores de
noradrenalina en su orina.
El
silencio es también otro termómetro de la timidez. Dondequiera que
el equipo de Kagan observara niños tímidos y niños abiertos en un
entorno natural —ya fuera en el jardín de infancia, con niños
desconocidos o charlando con el entrevistador—, los niños tímidos
hablaban menos. Un niño tímido de esta edad no suele responder
cuando le hablan, y pasa mucho más tiempo mirando cómo juegan los
demás. En opinión de Kagan, el silencio vergonzoso frente a una
situación insólita o frente a lo que percibe como una amenaza
constituye un signo de la actividad de los circuitos nerviosos que
conectan la zona frontal, la amígdala y las estructuras límbicas
próximas que controlan la capacidad de vocalizar (los mismos
circuitos que nos hacen «colapsamos» en situaciones de estrés).
Estos
niños hipersensibles corren un gran riesgo de desarrollar
trastornos de ansiedad —como, por ejemplo, ataques de pánico—
en una época tan temprana como el sexto o séptimo curso. En un
estudio llevado a cabo sobre 754 chicos y chicas de estas edades se
descubrió que 44 de ellos ya habían sufrido al menos un ataque de
pánico o habían experimentado síntomas similares con anterioridad.
Normalmente, estos episodios de ansiedad fueron desencadenados por
las situaciones conflictivas propias de la temprana adolescencia
-como una primera cita o un examen importante, por ejemplo-,
situaciones que la mayoría de los niños aprende a manejar sin llegar
a desarrollar problemas más serios. Pero los adolescentes
temperamentalmente tímidos y normalmente temerosos de las
situaciones desconocidas presentaban los síntomas típicos del pánico
(palpitaciones cardíacas, insuficiencia respiratoria o una sensación
de angustia) junto al sentimiento de que algo terrible estaba a
punto de ocurrirles (como, por ejemplo, volverse locos o morir). Los
investigadores creen que, aunque los episodios no eran lo bastante
significativos como para merecer el diagnóstico psiquiátrico de
«crisis de pánico», estos adolescentes corren un grave riesgo de
desarrollar este tipo de problemas; de hecho, muchos de los adultos
que sufren de ataques de pánico afirman que éstos comenzaron en su
pubertad. El punto de partida de los ataques de ansiedad está
estrechamente ligado a la pubertad. Las chicas que manifiestan pocos
signos de pubertad no suelen presentar tales ataques pero un 8%
aproximadamente de las que atraviesan la pubertad afirman haber
experimentado ataques de pánico que suelen terminar conduciéndolas a
una contracción crónica ante la vida.
NADA ME
PREOCUPA: EL TEMPERAMENTO ALEGRE
En los
años veinte, mi joven tía June abandonó su hogar de Kansas City y se
aventuró a viajar sola a Shanghai, un viaje realmente peligroso en
aquellos tiempos para una mujer. En ese centro internacional del
comercio y de la intriga, mi tía conoció a un funcionario británico
de la policía colonial que terminaría convirtiéndose en su marido.
Cuando, a comienzos de la II Guerra Mundial, los japoneses ocuparon
Shanghai, mis tíos fueron internados en el campo de concentración
sobre el que versa la película El imperio del sol. Después de
sobrevivir a los terribles años pasados en el campo de prisioneros,
mis tíos lo habían perdido prácticamente todo y fueron repatriados a
la Columbia Británica.
Todavía recuerdo el primer encuentro que tuve con mi tía June, una
mujer anciana y vital cuya vida había seguido un curso
extraordinario. En sus últimos años sufrió un ataque de apoplejía
que la mantenía parcialmente paralizada pero, tras un lento y arduo
proceso de rehabilitación, pudo volver a caminar renqueando.
Recuerdo que uno de aquellos días me hallaba paseando con ella —ya
en sus setenta años— cuando se rezagó y al cabo de unos instantes oí
su débil grito pidiendo ayuda. Mi tía se había caído y no podía
ponerse en pie. Yo me precipité a ayudarla y cuando lo hice, en
lugar de lamentarse, se rió de sus apuros y su único comentario fue
un despreocupado «bueno, al menos puedo caminar de nuevo».
Hay
personas, como mi tía, cuyas emociones parecen gravitar de forma
natural en torno al polo positivo; son personas naturalmente
optimistas y despreocupadas. Hay otras, en cambio, que son
malhumoradas y melancólicas. Esta dimensión del temperamento
—entusiasta en un extremo y melancólico en el otro— parece estar
ligada a la actividad relativa de las áreas prefrontales derecha e
izquierda, los polos superiores del cerebro emocional.
Esta
es, al menos, la conclusión fundamental de la investigación
realizada por Richard Davidson, un psicólogo de la Universidad de
Wisconsin que descubrió que las personas que tienen una actividad
predominantemente más intensa en el lóbulo frontal izquierdo
son temperamentalmente alegres, disfrutan del contacto con
las personas y las situaciones que la vida les depara y se recuperan
prontamente de los contratiempos (como ocurría en el caso de mi tía
June).
En
cambio, aquellos otros cuya actividad preponderante radica en el
lóbulo prefrontal derecho son proclives a la negatividad
y a los estados de ánimo agrios, y se desconciertan con más
facilidad ante los contratiempos. Parece, pues, como si fueran
incapaces de desconectarse de sus preocupaciones y de sus
depresiones.
En uno
de los experimentos típicos realizados por Davidson, se comparó a
una serie de voluntarios que presentaban una actividad prefrontal
preponderantemente izquierda con otros quince sujetos que mostraban
una mayor actividad en el lado derecho.
Aquéllos con una marcada actividad frontal derecha presentaban una
pauta característica de negatividad en un test de personalidad, se
asemejaban al personaje caricaturizado por las películas de Woody
Alíen, el tipo neurasténico que ve catástrofes hasta en las cosas
más nimias, el sujeto propenso a asustarse y a enfadarse, suspicaz
ante un mundo preñado de abrumadoras dificultades y de peligros
ocultos. Por su parte, aquéllos en quienes predominaba la actividad
prefrontal izquierda veían el mundo de un modo muy diferente a como
lo hacían los melancólicos. Eran sociables y alegres, tenían una
gran confianza en sí mismos y se sentían provechosamente
comprometidos con la vida. Sus puntuaciones en los tests
psicológicos sugerían un menor peligro de caer en la depresión o
sufrir otra clase de trastornos emocionales. Davidson también
descubrió que, a diferencia de lo que ocurre con quienes nunca han
estado deprimidos, las personas que tienen un historial de depresión
clínica presentan un menor nivel de actividad cerebral en el lóbulo
frontal izquierdo y, por el contrario, una mayor activación en el
lado derecho, un patrón que también se presentaba en aquellos
pacientes a quienes se diagnosticaba una depresión por vez primera.
A partir de esos datos —que, por cierto, todavía requieren de una
adecuada verificación experimental— Davidson formuló la hipótesis de
que las personas que han superado una depresión aprenden a
intensificar el nivel de actividad de su lóbulo prefrontal
izquierdo.
Aunque
esta investigación se haya realizado sobre el 30% aproximado de
personas que se sitúan en ambos extremos de esta dimensión, casi
todo el mundo —dice Davidson— puede ser clasificado, en función de
sus pautas de ondas cerebrales, como tendiendo hacia uno u otro de
ambos tipos, puesto que el contraste temperamental existente entre
el tipo arisco y el tipo alegre se manifiesta de muchos modos
diferentes. Por ejemplo, en un determinado experimento, un grupo de
voluntarios contemplaba varios cortometrajes. Algunos de ellos eran
divertidos —como el baño de un gorila o los juegos de un
cachorrillo, por ejemplo— mientras que otros, por el contrario -como
una película en la que se instruía a las enfermeras sobre los
desagradables pormenores característicos de la Cirugía—, eran
sumamente ingratos. Los sujetos que habían sido adscritos al tipo
hemisferio derecho consideraron que las películas divertidas no lo
eran tanto, pero mostraron un disgusto y un desasosiego manifiesto
en reacción a la sangre y al bisturí. El grupo alegre, por su parte,
apenas si reaccionó ante la película médica, pero si que lo hizo
ante las películas divertidas.
Así
pues, parece como si el temperamento nos predispusiera para
reaccionar ante la vida con un registro emocional positivo o
negativo. Al igual que ocurría con la dimensión timidez-apertura, la
tendencia hacia el temperamento melancólico u optimista aparece
también durante el primer año de vida, hecho que apoya fuertemente
la hipótesis de que el temperamento es un dato genéticamente
determinado. Como sucede con la mayor parte del cerebro, durante los
primeros meses de vida, los lóbulos frontales todavía están
madurando y su actividad no puede valorarse de un modo fiable hasta
los diez meses de edad aproximadamente. Pero, en niños de esa edad,
Davidson encontró que el nivel de activación relativa de los lóbulos
prefrontales predecía, con una correlación de casi el 100%, si los
niños llorarían cuando su madre abandonara la habitación De las
muchas decenas de niños valorados de este modo, todos los que
lloraron mostraron una preponderancia de la actividad cerebral del
lóbulo derecho, mientras que en aquéllos que no lo hicieron ocurría
exactamente lo contrario.
Hay
que añadir, por último, que, aun en el caso de que esta dimensión
temperamental se establezca desde el momento del nacimiento —o en
algún momento muy próximo a él—, quienes manifiesten una pauta
arisca no están necesariamente condenados a pasar la vida encerrados
en su habitación haciendo calceta. De hecho, las lecciones
emocionales que recibimos en la infancia pueden tener un impacto muy
profundo sobre el temperamento, ya sea amplificando o enmudeciendo
una determinada predisposición genética. La gran plasticidad del
cerebro infantil determina que las experiencias que acontezcan en
estos momentos tempranos tengan un impacto duradero a la hora de
modelar los caminos neuronales por los que discurrirá el resto de
nuestra vida. Tal vez la mejor ilustración del tipo de experiencias
que pueden modificar positivamente el temperamento sea la que nos
proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan con niños
tímidos.
DOMESTICAR A
LA HIPEREXCITABLE AMÍGDALA
Las
alentadoras novedades que nos proporciona la investigación llevada a
cabo por Kagan es que no todos los miedos de la infancia siguen
desarrollándose durante toda la vida, es decir, que el temperamento
no es el destino y que las experiencias adecuadas pueden reeducar la
hiperexcitabilidad de la amígdala. Lo que determina la diferencia
son las lecciones emocionales y las respuestas que los niños
aprenden durante su proceso de crecimiento. Lo que cuenta al
comienzo para el niño tímido es cómo le tratan sus padres, y es así
como aprenden a superar su timidez natural. Los padres que
planifican experiencias gradualmente alentadoras para sus hijos les
brindan la posibilidad de superar para siempre sus temores.
Uno de
cada tres niños que llega al mundo con todos los síntomas de una
amígdala hiperexcitable termina perdiendo la timidez cuando entra en
la guardería. De la observación de estos niños, previamente
temerosos, queda claro que los padres —y especialmente las madres—
desempeñan un papel importantísimo en el hecho de que un niño
innatamente tímido se fortalezca con el correr de los años o siga
huyendo de lo desconocido y se llene de inquietud ante cualquier
dificultad. La investigación realizada por el equipo de Kagan
descubrió que algunas madres creen que deben proteger a sus hijos
tímidos de toda perturbación; otras, en cambio, consideran que es
más importante apoyarles para que ellos mismos aprendan a afrontar
estos momentos y acostumbrarles así a los pequeños contratiempos de
la vida. La sobreprotección, pues, parece alentar el temor
privando a los más jóvenes de la oportunidad de aprender a superar
sus miedos, mientras que, en cambio, la filosofía de «aprender a
adaptarse» parece contribuir a que los niños más temerosos
desarrollen su valor.
Las
observaciones realizadas en el hogar demostraron que, a los seis
meses de edad, las madres protectoras que trataban de consolar a sus
hijos, les cogían y les mantenían en sus brazos cuando estaban
agitados o lloraban, y lo hacían más que aquéllas otras que trataban
de ayudar a que sus hijos aprendieran a dominar por si mismos estos
momentos de desasosiego. La proporción entre las veces en que eran
cogidos por sus madres cuando estaban tranquilos y cuando estaban
inquietos demostró que las madres protectoras sostenían a sus hijos
en brazos mucho más durante los momentos de inquietud que durante
los de calma.
Al año
de edad, la investigación demostró la existencia de otra marcada
diferencia. Las madres protectoras se mostraban más indulgentes y
ambiguas a la hora de poner límites a sus hijos cuando éstos estaban
haciendo algo que podía resultar peligroso como, por ejemplo,
meterse en la boca un objeto que pudieran tragarse. Las otras
madres, por el contrario, eran empáticas, insistían en la
obediencia, imponían límites claros y daban órdenes directas que
bloqueaban las acciones del niño.
¿Pero
cómo la firmeza de una madre puede conducir a una disminución
de la timidez? En opinión de Kagan, cuando un niño se arrastra
decididamente hacia algo que le parece atractivo y su madre le
interrumpe con un contundente «¡apártate de eso!» se produce un
aprendizaje en el que el niño se ve obligado a hacer frente a una
leve sensación de incertidumbre. La repetición de esta situación
centenares de veces durante el primer año de vida proporciona al
niño una serie de ensayos en pequeña escala que le ayudan a aprender
a afrontar lo inesperado. Esta es, precisamente, la clase de
encuentro que debe aprender a controlar el niño tímido, y la forma
más adecuada de hacerlo es en pequeñas dosis. Si los padres se
muestran amorosos pero no cogen en brazos al niño y le consuelan
ante cada pequeño contratiempo, éste terminará aprendiendo por si
mismo a controlar estas situaciones. A los dos años de edad, cuando
volvían a llevar los niños temerosos al laboratorio de Kagan, se
mostraron mucho menos propensos a llorar ante el gesto serio de un
extraño o cuando un experimentador les ponía un esfigmomanómetro en
el brazo para medir su tensión sanguínea.
La
conclusión de Kagan fue la siguiente: «parece que las madres
que protegen a sus hijos muy reactivos contra la frustración y la
ansiedad, esperando ayudar así a la superación de este problema,
aumentan la incertidumbre del niño y terminan provocando el efecto
contrario» En otras palabras, parece que la estrategia
protectora priva a los niños de la oportunidad de aprender a
calmarse a si mismos frente a lo desconocido y así poder superar un
poco más sus miedos. A nivel neurológico, esto significa que los
circuitos prefrontales pierden la oportunidad de aprender respuestas
alternativas ante el miedo reflejo y, en su lugar, la repetición
simplemente fortalece la tendencia a la timidez.
Por el
contrario, según me dijo Kagan: «Aquéllos niños que habían
logrado vencer su timidez en la guardería tenían padres que ejercían
una leve presión para que fueran más sociables. Aunque este rasgo
temperamental parezca más difícil de cambiar que otros
—probablemente a causa de sus fundamentos fisiológicos— no existe
ninguna cualidad humana que sea inmutable».
A lo
largo de la infancia algunos niños tímidos se van abriendo en la
medida en que la experiencia va moldeando su sistema nervioso. La
presencia de un alto nivel de competencia social (la cooperación, el
buen trato con los demás niños, la empatía, la predisposición a dar
y compartir, la consideración y la capacidad de desarrollar
amistades íntimas) constituye uno de los predictores de que un niño
tímido terminará superando esta inhibición natural. Estos eran los
rasgos característicos de un grupo de niños que, a la edad de cuatro
años, habían sido identificados como tímidos y que cambiaron a eso
de los diez años de edad. Por el contrario, aquellos otros niños
tímidos cuyo temperamento no sufrió ningún cambio perceptible a los
diez años de edad, eran menos diestros emocionalmente (lloraban, se
alejaban cuando debían enfrentarse a alguna situación problemática,
se mostraban emocional mente torpes, eran miedosos, ariscos, solían
irritarse ante la menor frustración, tenían dificultades para
demorar la gratificación, eran muy suspicaces a las criticas y eran
desconfiados). Estas lagunas emocionales constituyen serios
obstáculos en su relación con los demás niños, a quienes ponen en
situación de tener que acercarse a ellos.
No es
difícil advertir el motivo por el cual los niños emocionalmente más
competentes tienden a superar espontáneamente su timidez (aunque
sean temperamentalmente vergonzosos) puesto que su destreza social
les abre un abanico más amplio de experiencias positivas con los
demás. Son niños que, una vez que rompen el hielo que supone, por
ejemplo, dirigirse a un nuevo compañero son socialmente brillantes.
La repetición de esta situación a lo largo de los años tiende
naturalmente a convertirles en personas mucho más seguras de sí
mismas.
Estos
avances hacia la apertura resultan muy alentadores porque sugieren
que, en cierto modo, hasta las mismas pautas emocionales innatas
pueden cambiar. Un niño que nace temeroso puede aprender a
tranquilizarse o incluso a abrirse a lo desconocido. La timidez —o
cualquier otro rasgo temperamental— forma parte de nuestro bagaje
biológico, pero eso no significa que nos hallemos inexorablemente
condicionados por los rasgos emocionales heredados. Así pues, aun
dentro de las limitaciones genéticas disponemos de la posibilidad de
cambiar. Como observan los estudiosos de la genética de la conducta,
nuestro comportamiento no sólo está determinado genéticamente sino
que el ambiente —especialmente la experiencia y el aprendizaje—
configura la forma en que una predisposición temperamental se
manifiesta a lo largo de la vida. La capacidad emocional, pues, no
constituye un dato inmutable puesto que, con el aprendizaje
adecuado, puede modificarse. Las razones que explican este hecho hay
que buscarlas en el modo en que madura el cerebro humano.
LA INFANCIA:
UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD
En el
momento del nacimiento, el cerebro del ser humano no está
completamente formado sino que sigue desarrollándose y es en la
temprana infancia cuando este proceso de crecimiento es más intenso.
El niño nace con muchas más neuronas de las que poseerá en su
madurez y, a lo largo de un proceso conocido con el nombre de «podado»,
el cerebro va perdiendo las conexiones neuronales menos frecuentadas
y fortaleciendo aquellos circuitos sinápticos más utilizados. De
este modo, el «podado», al eliminar las sinapsis menos utilizadas,
mejora la relación señal/ruido del cerebro extirpando la
causa misma del «ruido». Este proceso es constante y rápido, ya que
las conexiones sinápticas pueden establecerse en cuestión de días o
incluso de horas. La experiencia, especialmente durante la infancia,
va esculpiendo nuestro cerebro.
La
demostración clásica del impacto de la experiencia sobre el
desarrollo del cerebro la proporcionaron los premios Nobel Thorsten
Wiesel y David Hubel, neurocientíficos, que demostraron la
existencia de un período critico, durante los primeros meses de vida
de los gatos y de los monos, en el desarrollo de las sinapsis que
portan las señales procedentes del ojo hasta el córtex visual, en
donde son interpretadas. Si durante este período se mantiene, por
ejemplo, un ojo cerrado, el número de sinapsis que conectan ese ojo
con el córtex visual disminuye, mientras que las del ojo abierto se
multiplican. Cuando, tras este periodo crítico, se destapa este ojo,
el animal permanece funcionalmente ciego de este ojo, una ceguera
que no se debe a ningún defecto anatómico sino que está relacionada
con el pequeño número de sinapsis que conectan el ojo con el córtex
visual.
En el
caso de los seres humanos, el correspondiente período crítico para
el desarrollo de la visión se prolonga durante los seis primeros
años de vida. Durante este tiempo, la visión normal estimula la
formación de conexiones neuronales cada vez más complejas entre el
ojo y el córtex visual. El hecho de mantener cerrado un ojo durante
este período unas pocas semanas puede terminar produciendo un
déficit mensurable en la capacidad visual de este ojo. Los niños
que, por las razones que fuere, han permanecido con un ojo cerrado
durante varios meses durante este período, muestran una clara
pérdida en la percepción visual de los detalles.
Una
vívida demostración del impacto de la experiencia sobre el
desarrollo del cerebro procede de estudios realizados sobre ratas
«ricas» y ratas «pobres».” Las ratas «ricas» vivían en pequeños
grupos en jaulas llenas de entretenimientos para ratas (como, por
ejemplo, escaleras y norias), mientras que las ratas «pobres»
estaban en jaulas similares pero carentes de toda diversión. Al cabo
de varios meses, el neocórtex de las ratas ricas desarrolló redes
neuronales mucho más complejas, mientras que el número de conexiones
sinápticas establecidas por las ratas pobres era comparativamente
mucho menor. La diferencia era tan notable que los cerebros de las
ratas ricas llegaron a ser mucho más pesados y no debería
sorprendernos que se mostraran mucho más diestras que las ratas
pobres en encontrar la salida de los laberintos con los que se
trataba de determinar su inteligencia. Similares experimentos
realizados con monos mostraron las mismas diferencias entre una
experiencia «rica» y «pobre» y cabe esperar el mismo resultado en el
caso de los seres humanos.
La
psicoterapia, es decir, el reaprendizaje emocional sistemático,
constituye un ejemplo palpable de la forma en que la experiencia
puede cambiar las pautas emocionales y remodelar nuestro cerebro. La
demostración más clara de este hecho nos lo proporciona una
investigación realizada con personas que estaban siendo tratadas de
desórdenes obsesivo-compulsivos. Una de las compulsiones más comunes
es la de lavarse las manos, un acto que puede llegar a repetirse
tantas veces al día que la piel de la persona termina agrietándose.
Los estudios realizados con escáneres TEP [tomografía de emisión de
positronesj han demostrado que la actividad de los lóbulos
prefrontales de los obsesivo—compulsivos es muy superior a la
normal. La mitad de los pacientes del estudio recibieron el mismo
tratamiento farmacológico normal, fluoxetina (más conocido por su
nombre comercial, Prozac) y la otra mitad recibieron terapia
de conducta. Durante el proceso terapéutico, los sujetos fueron
sistemáticamente expuestos al objeto de su obsesión o compulsión sin
que pudieran llevar a cabo su ritual (así, por ejemplo, a los
pacientes que se lavaban las manos compulsivamente se les colocaba
en un lugar sucio sin que tuvieran la posibilidad de lavarse).
Al
mismo tiempo se les enseñaba a cuestionar los miedos y las amenazas
que les apremiaban (por ejemplo, que el hecho de no lavarse les
llevaría a contraer una enfermedad y a morir). Tras varios meses de
estas sesiones, las compulsiones fueron desapareciendo gradualmente
al igual que lo hicieron en el caso de aquellos otros pacientes a
quienes se les había administrado medicación.
Pero
el hallazgo más notable fue un escáner TEP que mostraba que la
actividad de una región clave del cerebro emocional de los pacientes
sometidos a terapia de modificación de conducta —el núcleo caudado—
descendió de un modo tan significativo como ocurrió en el caso de
aquellos otros tratados eficazmente con fluoxetina. ¡Su experiencia
había llegado a modificar su funcionamiento cerebral —y les había
liberado de los síntomas— tan eficazmente como la medicación!
MOMENTOS
CLAVE
El
cerebro del ser humano necesita mucho más tiempo que el de cualquier
otra especie para llegar a madurar completamente.
Cada
región del cerebro se desarrolla a una velocidad diferente a lo
largo de la infancia, y el comienzo de la pubertad jalona uno de los
períodos más críticos del proceso de «podado» cerebral.
Algunas de las regiones cerebrales que maduran más lentamente son
esenciales para la vida emocional. Mientras que las áreas
sensoriales maduran durante la temprana infancia y el sistema
limbico lo hace en la pubertad, los lóbulos frontales —sede
del autocontrol emocional, de la comprensión emocional y de la
respuesta emocional adecuada— siguen desarrollándose posteriormente
durante la tardía adolescencia hasta algún momento entre los
dieciséis y los dieciocho años de edad.
Los
hábitos de control emocional que se repiten una y otra vez a lo
largo de toda la infancia y la pubertad van modelando las conexiones
sinápticas. De este modo, la infancia constituye una oportunidad
crucial para modelar las tendencias emocionales que el sujeto
mostrará durante el resto de su vida, y los hábitos adquiridos en
esta época terminan grabándose tan profundamente en el entramado
sináptico básico de la arquitectura neuronal, que después son muy
difíciles de modificar. Dada la importancia de los lóbulos
prefrontales en el control de la emoción, la misma oportunidad que
permite el modelado sináptico de esta región cerebral implica que
las experiencias del niño también pueden terminar modelando
conexiones duraderas en los circuitos reguladores del cerebro
emocional. Como ya hemos visto, la sensibilidad de los padres a las
necesidades de sus hijos, las ocasiones y la guía con que cuentan
éstos para aprender a controlar sus propios impulsos y el ejercicio
de la empatía constituyen elementos fundamentales del desarrollo
emocional. Por el mismo motivo, el descuido, el abuso, la falta de
sintonía, la brutalidad y la indiferencia pueden dejar su negativa
impronta profundamente grabada en los circuitos nerviosos de la
emoción.
Una de
las lecciones emocionales más fundamentales, aprendida en la más
temprana infancia y perfeccionada a lo largo del resto de la niñez,
tiene que ver con la forma de consolarse cuando uno está afligido.
En el caso de los niños muy pequeños, el consuelo procede de sus
cuidadores: una madre escucha el llanto de su hijo, le coge, le
sostiene en sus brazos y le mece hasta que se tranquiliza. En
opinión de algunos teóricos, esta conexión biológica enseña al niño
la forma de hacer esto consigo mismo. Entre los diez y los
dieciocho meses existe un período crítico durante el cual
se establecen unas conexiones entre la región orbitofrontal del
córtex prefrontal y el cerebro límbico que constituyen una especie
de interruptor de la ansiedad. Los investigadores sostienen que los
niños que han experimentado suficientes episodios de consuelo
durante este periodo disponen de una conexión limbico-orbitofrontal
más sólida que les ayuda a controlar la ansiedad y a tranquilizarse
a sí mismos durante el resto de su vida.
A
decir verdad, el arte de tranquilizarse a su mismo se aprende a lo
largo de los años y recurriendo a medios distintos a medida que la
maduración del cerebro le proporciona herramientas emocionales cada
vez más sofisticadas. Recordemos que los lóbulos frontales, tan
importantes para la regulación de los impulsos limbicos, maduran
durante la adolescencia. Otro circuito clave que sigue modelándose a
lo largo de toda la infancia se centra en el nervio vago,
entre cuyas muchas funciones se cuenta la regulación de la actividad
cardiaca y el control de las señales que llegan a la amígdala
procedentes de las glándulas suprarrenales, estimulándola a secretar
catecolaminas, activadoras de la respuesta de lucha-o-huida.
Un equipo de la Universidad de Washington que evaluó la influencia
de los diferentes estilos de crianza descubrió que el trato con unos
padres emocionalmente adecuados mejora el funcionamiento del nervio
vago.
En
opinión de John Gottman, quien realizó esta investigación: «los
padres modifican el tono vagal de sus hijos —una medida del nivel de
activación del nervio vago— mediante el adiestramiento emocional que
les proporcionan (hablar sobre los sentimientos y sobre cómo
comprenderlos, no ser excesivamente críticos ni reprobadores, tratar
de encontrar soluciones a los problemas emocionales y enseñarles a
recurrir a alternativas distintas a la pelea y el encierro en sí
mismos cuando están enojados o tristes)».
Cuando
esta actividad se realiza adecuadamente, los niños están en mejores
condiciones para controlar la actividad vagal que mantiene a la
amígdala dispuesta a activar al cuerpo con hormonas de lucha o
huida, mejorando así su conducta.
Así
pues, cada una de las habilidades clave de la inteligencia emocional
cuenta con un periodo crítico de desarrollo que perdura durante toda
la infancia y que proporciona una oportunidad preciosa para inculcar
en el niño hábitos emocionales constructivos o, en caso contrario,
dificultar la corrección posterior de las posibles carencias. El
proceso de modelado y «podado» de los circuitos neuronales que tiene
lugar durante la infancia podría explicar los efectos decisivos y
duraderos de los traumas emocionales infantiles, la necesidad de un
largo proceso psicoterapéutico para llegar a incidir sobre estas
pautas y también, como ya hemos visto, la persistencia latente de
esos patrones a pesar de las nuevas comprensiones y respuestas
aprendidas durante la terapia.
A
decir verdad, la plasticidad del cerebro perdura durante toda la
vida, aunque no ciertamente del mismo modo que en la infancia. Todo
aprendizaje implica un cambio cerebral, un fortalecimiento de las
conexiones sinápticas. Los cambios cerebrales observados en los
pacientes con desórdenes obsesivo-compulsivos demuestran que el
esfuerzo sostenido en cualquier momento de la vida puede llegar a
transformar —incluso a nivel neuronal— los hábitos emocionales. Para
mejor o para peor, lo que ocurre con el cerebro en los casos de
trastorno de estrés postraumático (o también, por cierto, en el caso
de la terapia) es similar al efecto de todo tipo de experiencias
emocionales repetidas o intensas.