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INTELIGENCIA EMOCIONAL

PARTE IV : UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD

Capitulo 14

EL TEMPERAMENTO NO ES EL DESTINO

Daniel Goleman

 

14. EL TEMPERAMENTO NO ES EL DESTINO

Hasta ahora hemos estado hablando de la modificación de las pautas de respuesta emocional aprendidas a lo largo de la vida pero ¿qué ocurre con aquellas otras respuestas que dependen de nuestra dotación genética? ¿Cómo transformar las reacciones habituales de aquellas personas que, pongamos por caso, son sumamente inestables o desesperantemente tímidas?

 
   

Nos estamos refiriendo, claro está, a aquellos estratos de la emoción que podríamos calificar bajo el epígrafe del temperamento, el trasfondo de sentimientos que configura nuestra predisposición básica, el estado de ánimo que caracteriza nuestra vida emocional.

Hasta cierto punto, cada uno de nosotros posee un temperamento innato, se mueve dentro de un espectro concreto de emociones, una característica que forma parte del bagaje con que nos ha dotado la lotería genética y cuyo peso se hace sentir a lo largo de toda la vida. Todo padre sabe que, desde el momento de su nacimiento, un niño es tranquilo y plácido o, en cambio, irritable y difícil. La pregunta que ahora debemos hacernos es sí la experiencia vital puede llegar a transformar este equipaje emocional determinado biológicamente. ¿El sustrato biológico constituye un determinante irrevocable de nuestro destino emocional o, por el contrario, los niños tímidos pueden terminar convirtiéndose en adultos confiados?  

La respuesta más clara a esta cuestión nos la proporciona la investigación llevada a cabo por Jerome Kagan, un eminente psicólogo evolutivo de la Universidad de Harvard. Según Kagan existen al menos cuatro temperamentos básicos —tímido, abierto, optimista y melancólico—, correspondientes a cuatro pautas diferentes de actividad cerebral. De hecho, cada ser humano responde con una prontitud, duración e intensidad emocional distinta, y en este sentido es muy probable que existan innumerables diferencias en la dotación temperamental innata, basadas en diferentes tipos constitucionales de actividad neuronal.

La obra de Kagan centra en una de estas pautas el continuo temperamental que va de la apertura a la timidez. Son varias las madres que, a lo largo de los años, han estado llevando a sus niños al Laboratorio para el Desarrollo Infantil, situado en el cuarto piso del William James Hall, de Harvard, para que tomaran parte en la investigación realizada por Kagan sobre el desarrollo infantil. Ahí fue donde Kagan y sus colaboradores observaron experimentalmente por vez primera los signos de timidez que presentaba un grupo de niños de veintiún meses de edad. En aquella investigación Kagan descubrió que algunos niños eran espontáneos, movedizos y jugaban con los demás sin la menor vacilación, mientras que otros, por el contrario, eran inseguros, retraídos, remoloneaban, se aferraban a las faldas de sus madres y se limitaban a observar en silencio el juego de los demás. Unos cuatro años más tarde, cuando los niños estaban ya en la guardería, el equipo de Kagan repitió la observación y descubrió que, en todo aquel tiempo, ninguno de los niños expansivos se había convertido en tímido, pero que dos tercios de éstos, en cambio, seguían siéndolo.

Kagan descubrió que los niños más sensibles y asustadizos —del 15 al 20% de los que, según sus propias palabras, son «conductualmente inhibidos» innatos— se transformaron en adultos tímidos y temerosos. Estos niños son reacios a todo lo que les resulte poco familiar —tanto probar una nueva comida como aproximarse a animales o lugares desconocidos— y tienden a la autocrítica y al sentimiento de culpa. Son niños que se quedan ansiosamente paralizados en las situaciones sociales (ya sea en la clase, en el patio de recreo, en presencia de personas desconocidas o dondequiera, en suma, que se sientan observados), y, cuando alcanzan la madurez, tienden a permanecer aislados y tienen un miedo enfermizo a dar una charla o a acometer cualquier actividad en la que se sientan expuestos a la mirada ajena.

Tom, uno de los niños que participaron en el estudio de Kagan, constituye un verdadero paradigma del tímido. En cada una de las mediciones que se realizaron a lo largo de la infancia —a los dos, a los cinco y a los siete años de edad—, Tom destacó como uno de los niños más tímidos. En la entrevista que tuvo lugar a los trece años de edad, Tom permanecía tenso y rígido, se mordía los labios, retorcía las manos y se mantenía impasible —sólo llegó a esbozar una sonrisa cuando la entrevista versó sobre su amiguita—, sus respuestas eran lacónicas y sus maneras, sumisas. Según dijo, durante todo aquel tiempo había sido muy tímido y sudaba cada vez que tenía que aproximarse a alguno de sus compañeros. También se había sentido perturbado por multitud de miedos (miedo a que su casa se quemase, miedo a lanzarse a la piscina, miedo a estar solo en la oscuridad, etcétera) y se vio asaltado por muchas pesadillas en las que era atacado por monstruos. Es cierto que en los últimos dos años tenía menos vergüenza que antes, pero todavía sufría alguna ansiedad cuando estaba con otros niños, y sus preocupaciones se centraban ahora en el rendimiento escolar, aunque era uno de los alumnos más aventajados. Tom era hijo de un científico y planeaba estudiar ciencias porque la aparente soledad de su desempeño se ajustaba perfectamente a su predisposición introvertida.

Ralph, por el contrario, era uno de los niños más abiertos y expansivos, del estudio. Era un niño muy locuaz que siempre estaba relajado; a los trece años permanecía cómodamente sentado, sin mostrar el menor signo de nerviosismo y hablaba con el entrevistador en un tono confiado y cordial, como si fuera uno más de sus compañeros (a pesar de que la diferencia de edad entre ellos fuera de unos veinticinco años). Durante la infancia, sólo había sentido dos miedos pasajeros, uno de ellos a los perros (después de que un gran perro saltara sobre él a la edad de tres años) y el otro a volar (cuando, a los siete años de edad, oyó hablar de un accidente de aviación). Sociable y popular, Ralph nunca se había considerado un niño vergonzoso.

Los niños tímidos parecen venir a la vida con un sistema nervioso que les hace sumamente reactivos a las más leves tensiones y, desde el mismo momento del nacimiento, sus corazones laten más rápidamente que los de los demás en respuesta a situaciones extrañas o insólitas. La frecuencia cardiaca de los niños que, a los veintiún meses, se mostraban más reacios a jugar, era más acelerada que la de los demás. Y es precisamente esa ansiedad y esa hiperexcitabilidad lo que parece subyacer a su timidez, puesto que se enfrentan a cualquier persona o situación desconocida como si se tratara de una amenaza potencial. Y tal vez sea también por ello por lo que las mujeres de mediana edad que recuerdan haber sido especialmente vergonzosas en su infancia tienden a vivir con más miedos, preocupaciones y culpabilidad y a padecer más problemas relacionados con el estrés (dolores de cabeza, colón irritable y otros problemas digestivos) que aquéllas otras que durante la infancia eran más abiertas y expresivas:

LA NEUROQUIMICA DE LA TIMIDEZ

En opinión de Kagan, la diferencia existente entre el cauteloso Tom y el expansivo Ralph se origina en la excitabilidad de un circuito nervioso centrado en la amígdala. Según Kagan, la gente proclive, como Tom, a la timidez, tiene una predisposición neuroquimica innata a la hiperexcitabilidad de ese circuito y éste es el motivo por el cual evitan las situaciones desconocidas, huyen de la incertidumbre y sufren de ansiedad. Por el contrario, quienes, como Ralph, tienen un sistema nervioso calibrado a un umbral superior de activación de la amígdala, son menos temerosos, más expansivos y más dispuestos a explorar lugares desconocidos y conocer a nuevas personas.

Uno de los indicadores más tempranos de este patrón nervioso heredado es lo difícil e irritable que es el niño o lo tenso que se pone cada vez que debe enfrentarse a algo o alguien desconocido. El hecho es que uno de cada cinco niños recién nacidos cae en la categoría de los tímidos y que dos de cada cinco lo hacen en la categoría de los abiertos.

Gran parte de los datos presentados por Kagan proceden de observaciones realizadas con gatos, que son animales extraordinariamente tímidos. Uno de cada siete gatos caseros presenta una pauta de timidez parecida a la de los niños vergonzosos; son gatos que, en lugar de exhibir la legendaria curiosidad felina, huyen de las novedades, son reacios a explorar nuevos territorios y son tan retraídos que sólo atacan a los roedores pequeños (mientras que sus congéneres más animosos no dudan en perseguir a roedores mayores). Las investigaciones realizadas directamente en el cerebro de los gatos tímidos muestran una amígdala más excitable de lo normal, especialmente cuando, por ejemplo, oyen el maullido amenazador de otro gato.

En el caso de los gatos, la timidez aparece alrededor del primer mes de vida, que es el momento en el que la amígdala se encuentra suficientemente madura para asumir el control de los circuitos nerviosos cerebrales encargados de las respuestas de aproximación o huida. Un mes en el cerebro de un gatito es equiparable a ocho meses en el cerebro humano, el periodo en el que, según Kagan, aparece el miedo a lo «desconocido» en los bebés (es precisamente durante este período, si la madre abandona la habitación y deja al niño en presencia de un extraño, el niño rompe a llorar). Tal vez —postula Kagan— los niños tímidos hereden un porcentaje crónicamente elevado de noradrenalina o de algún otro neurotransmisor cerebral que estimule la amígdala y así rebaje el umbral de excitabilidad que facilite la activación de la amígdala.

Uno de los síntomas de esta exacerbación de la sensibilidad es que ante situaciones de estrés (como, por ejemplo, olores desagradables) los chicos y chicas que vivieron una infancia tímida muestran una frecuencia cardiaca mucho más elevada que la de sus compañeros, un síntoma que sugiere que la noradrenalina está activando su amígdala y todo su sistema nervioso simpático. Kagan descubrió que los niños tímidos presentan una reactividad mayor en todas las manifestaciones del sistema nervioso simpático, desde la presión sanguínea hasta la dilatación de las pupilas y los niveles de marcadores de noradrenalina en su orina.

El silencio es también otro termómetro de la timidez. Dondequiera que el equipo de Kagan observara niños tímidos y niños abiertos en un entorno natural —ya fuera en el jardín de infancia, con niños desconocidos o charlando con el entrevistador—, los niños tímidos hablaban menos. Un niño tímido de esta edad no suele responder cuando le hablan, y pasa mucho más tiempo mirando cómo juegan los demás. En opinión de Kagan, el silencio vergonzoso frente a una situación insólita o frente a lo que percibe como una amenaza constituye un signo de la actividad de los circuitos nerviosos que conectan la zona frontal, la amígdala y las estructuras límbicas próximas que controlan la capacidad de vocalizar (los mismos circuitos que nos hacen «colapsamos» en situaciones de estrés).

Estos niños hipersensibles corren un gran riesgo de desarrollar trastornos de ansiedad —como, por ejemplo, ataques de pánico— en una época tan temprana como el sexto o séptimo curso. En un estudio llevado a cabo sobre 754 chicos y chicas de estas edades se descubrió que 44 de ellos ya habían sufrido al menos un ataque de pánico o habían experimentado síntomas similares con anterioridad. Normalmente, estos episodios de ansiedad fueron desencadenados por las situaciones conflictivas propias de la temprana adolescencia -como una primera cita o un examen importante, por ejemplo-, situaciones que la mayoría de los niños aprende a manejar sin llegar a desarrollar problemas más serios. Pero los adolescentes temperamentalmente tímidos y normalmente temerosos de las situaciones desconocidas presentaban los síntomas típicos del pánico (palpitaciones cardíacas, insuficiencia respiratoria o una sensación de angustia) junto al sentimiento de que algo terrible estaba a punto de ocurrirles (como, por ejemplo, volverse locos o morir). Los investigadores creen que, aunque los episodios no eran lo bastante significativos como para merecer el diagnóstico psiquiátrico de «crisis de pánico», estos adolescentes corren un grave riesgo de desarrollar este tipo de problemas; de hecho, muchos de los adultos que sufren de ataques de pánico afirman que éstos comenzaron en su pubertad. El punto de partida de los ataques de ansiedad está estrechamente ligado a la pubertad. Las chicas que manifiestan pocos signos de pubertad no suelen presentar tales ataques pero un 8% aproximadamente de las que atraviesan la pubertad afirman haber experimentado ataques de pánico que suelen terminar conduciéndolas a una contracción crónica ante la vida.

NADA ME PREOCUPA: EL TEMPERAMENTO ALEGRE

En los años veinte, mi joven tía June abandonó su hogar de Kansas City y se aventuró a viajar sola a Shanghai, un viaje realmente peligroso en aquellos tiempos para una mujer. En ese centro internacional del comercio y de la intriga, mi tía conoció a un funcionario británico de la policía colonial que terminaría convirtiéndose en su marido. Cuando, a comienzos de la II Guerra Mundial, los japoneses ocuparon Shanghai, mis tíos fueron internados en el campo de concentración sobre el que versa la película El imperio del sol. Después de sobrevivir a los terribles años pasados en el campo de prisioneros, mis tíos lo habían perdido prácticamente todo y fueron repatriados a la Columbia Británica.

Todavía recuerdo el primer encuentro que tuve con mi tía June, una mujer anciana y vital cuya vida había seguido un curso extraordinario. En sus últimos años sufrió un ataque de apoplejía que la mantenía parcialmente paralizada pero, tras un lento y arduo proceso de rehabilitación, pudo volver a caminar renqueando. Recuerdo que uno de aquellos días me hallaba paseando con ella —ya en sus setenta años— cuando se rezagó y al cabo de unos instantes oí su débil grito pidiendo ayuda. Mi tía se había caído y no podía ponerse en pie. Yo me precipité a ayudarla y cuando lo hice, en lugar de lamentarse, se rió de sus apuros y su único comentario fue un despreocupado «bueno, al menos puedo caminar de nuevo».

Hay personas, como mi tía, cuyas emociones parecen gravitar de forma natural en torno al polo positivo; son personas naturalmente optimistas y despreocupadas. Hay otras, en cambio, que son malhumoradas y melancólicas. Esta dimensión del temperamento —entusiasta en un extremo y melancólico en el otro— parece estar ligada a la actividad relativa de las áreas prefrontales derecha e izquierda, los polos superiores del cerebro emocional.

Esta es, al menos, la conclusión fundamental de la investigación realizada por Richard Davidson, un psicólogo de la Universidad de Wisconsin que descubrió que las personas que tienen una actividad predominantemente más intensa en el lóbulo frontal izquierdo son temperamentalmente alegres, disfrutan del contacto con las personas y las situaciones que la vida les depara y se recuperan prontamente de los contratiempos (como ocurría en el caso de mi tía June).

En cambio, aquellos otros cuya actividad preponderante radica en el lóbulo prefrontal derecho son proclives a la negatividad y a los estados de ánimo agrios, y se desconciertan con más facilidad ante los contratiempos. Parece, pues, como si fueran incapaces de desconectarse de sus preocupaciones y de sus depresiones.

En uno de los experimentos típicos realizados por Davidson, se comparó a una serie de voluntarios que presentaban una actividad prefrontal preponderantemente izquierda con otros quince sujetos que mostraban una mayor actividad en el lado derecho.

Aquéllos con una marcada actividad frontal derecha presentaban una pauta característica de negatividad en un test de personalidad, se asemejaban al personaje caricaturizado por las películas de Woody Alíen, el tipo neurasténico que ve catástrofes hasta en las cosas más nimias, el sujeto propenso a asustarse y a enfadarse, suspicaz ante un mundo preñado de abrumadoras dificultades y de peligros ocultos. Por su parte, aquéllos en quienes predominaba la actividad prefrontal izquierda veían el mundo de un modo muy diferente a como lo hacían los melancólicos. Eran sociables y alegres, tenían una gran confianza en sí mismos y se sentían provechosamente comprometidos con la vida. Sus puntuaciones en los tests psicológicos sugerían un menor peligro de caer en la depresión o sufrir otra clase de trastornos emocionales. Davidson también descubrió que, a diferencia de lo que ocurre con quienes nunca han estado deprimidos, las personas que tienen un historial de depresión clínica presentan un menor nivel de actividad cerebral en el lóbulo frontal izquierdo y, por el contrario, una mayor activación en el lado derecho, un patrón que también se presentaba en aquellos pacientes a quienes se diagnosticaba una depresión por vez primera. A partir de esos datos —que, por cierto, todavía requieren de una adecuada verificación experimental— Davidson formuló la hipótesis de que las personas que han superado una depresión aprenden a intensificar el nivel de actividad de su lóbulo prefrontal izquierdo.

Aunque esta investigación se haya realizado sobre el 30% aproximado de personas que se sitúan en ambos extremos de esta dimensión, casi todo el mundo —dice Davidson— puede ser clasificado, en función de sus pautas de ondas cerebrales, como tendiendo hacia uno u otro de ambos tipos, puesto que el contraste temperamental existente entre el tipo arisco y el tipo alegre se manifiesta de muchos modos diferentes. Por ejemplo, en un determinado experimento, un grupo de voluntarios contemplaba varios cortometrajes. Algunos de ellos eran divertidos —como el baño de un gorila o los juegos de un cachorrillo, por ejemplo— mientras que otros, por el contrario -como una película en la que se instruía a las enfermeras sobre los desagradables pormenores característicos de la Cirugía—, eran sumamente ingratos. Los sujetos que habían sido adscritos al tipo hemisferio derecho consideraron que las películas divertidas no lo eran tanto, pero mostraron un disgusto y un desasosiego manifiesto en reacción a la sangre y al bisturí. El grupo alegre, por su parte, apenas si reaccionó ante la película médica, pero si que lo hizo ante las películas divertidas.

Así pues, parece como si el temperamento nos predispusiera para reaccionar ante la vida con un registro emocional positivo o negativo. Al igual que ocurría con la dimensión timidez-apertura, la tendencia hacia el temperamento melancólico u optimista aparece también durante el primer año de vida, hecho que apoya fuertemente la hipótesis de que el temperamento es un dato genéticamente determinado. Como sucede con la mayor parte del cerebro, durante los primeros meses de vida, los lóbulos frontales todavía están madurando y su actividad no puede valorarse de un modo fiable hasta los diez meses de edad aproximadamente. Pero, en niños de esa edad, Davidson encontró que el nivel de activación relativa de los lóbulos prefrontales predecía, con una correlación de casi el 100%, si los niños llorarían cuando su madre abandonara la habitación De las muchas decenas de niños valorados de este modo, todos los que lloraron mostraron una preponderancia de la actividad cerebral del lóbulo derecho, mientras que en aquéllos que no lo hicieron ocurría exactamente lo contrario.

Hay que añadir, por último, que, aun en el caso de que esta dimensión temperamental se establezca desde el momento del nacimiento —o en algún momento muy próximo a él—, quienes manifiesten una pauta arisca no están necesariamente condenados a pasar la vida encerrados en su habitación haciendo calceta. De hecho, las lecciones emocionales que recibimos en la infancia pueden tener un impacto muy profundo sobre el temperamento, ya sea amplificando o enmudeciendo una determinada predisposición genética. La gran plasticidad del cerebro infantil determina que las experiencias que acontezcan en estos momentos tempranos tengan un impacto duradero a la hora de modelar los caminos neuronales por los que discurrirá el resto de nuestra vida. Tal vez la mejor ilustración del tipo de experiencias que pueden modificar positivamente el temperamento sea la que nos proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan con niños tímidos.

DOMESTICAR A LA HIPEREXCITABLE AMÍGDALA

Las alentadoras novedades que nos proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan es que no todos los miedos de la infancia siguen desarrollándose durante toda la vida, es decir, que el temperamento no es el destino y que las experiencias adecuadas pueden reeducar la hiperexcitabilidad de la amígdala. Lo que determina la diferencia son las lecciones emocionales y las respuestas que los niños aprenden durante su proceso de crecimiento. Lo que cuenta al comienzo para el niño tímido es cómo le tratan sus padres, y es así como aprenden a superar su timidez natural. Los padres que planifican experiencias gradualmente alentadoras para sus hijos les brindan la posibilidad de superar para siempre sus temores.

Uno de cada tres niños que llega al mundo con todos los síntomas de una amígdala hiperexcitable termina perdiendo la timidez cuando entra en la guardería. De la observación de estos niños, previamente temerosos, queda claro que los padres —y especialmente las madres— desempeñan un papel importantísimo en el hecho de que un niño innatamente tímido se fortalezca con el correr de los años o siga huyendo de lo desconocido y se llene de inquietud ante cualquier dificultad. La investigación realizada por el equipo de Kagan descubrió que algunas madres creen que deben proteger a sus hijos tímidos de toda perturbación; otras, en cambio, consideran que es más importante apoyarles para que ellos mismos aprendan a afrontar estos momentos y acostumbrarles así a los pequeños contratiempos de la vida. La sobreprotección, pues, parece alentar el temor privando a los más jóvenes de la oportunidad de aprender a superar sus miedos, mientras que, en cambio, la filosofía de «aprender a adaptarse» parece contribuir a que los niños más temerosos desarrollen su valor.

Las observaciones realizadas en el hogar demostraron que, a los seis meses de edad, las madres protectoras que trataban de consolar a sus hijos, les cogían y les mantenían en sus brazos cuando estaban agitados o lloraban, y lo hacían más que aquéllas otras que trataban de ayudar a que sus hijos aprendieran a dominar por si mismos estos momentos de desasosiego. La proporción entre las veces en que eran cogidos por sus madres cuando estaban tranquilos y cuando estaban inquietos demostró que las madres protectoras sostenían a sus hijos en brazos mucho más durante los momentos de inquietud que durante los de calma.

Al año de edad, la investigación demostró la existencia de otra marcada diferencia. Las madres protectoras se mostraban más indulgentes y ambiguas a la hora de poner límites a sus hijos cuando éstos estaban haciendo algo que podía resultar peligroso como, por ejemplo, meterse en la boca un objeto que pudieran tragarse. Las otras madres, por el contrario, eran empáticas, insistían en la obediencia, imponían límites claros y daban órdenes directas que bloqueaban las acciones del niño.

¿Pero cómo la firmeza de una madre puede conducir a una disminución de la timidez? En opinión de Kagan, cuando un niño se arrastra decididamente hacia algo que le parece atractivo y su madre le interrumpe con un contundente «¡apártate de eso!» se produce un aprendizaje en el que el niño se ve obligado a hacer frente a una leve sensación de incertidumbre. La repetición de esta situación centenares de veces durante el primer año de vida proporciona al niño una serie de ensayos en pequeña escala que le ayudan a aprender a afrontar lo inesperado. Esta es, precisamente, la clase de encuentro que debe aprender a controlar el niño tímido, y la forma más adecuada de hacerlo es en pequeñas dosis. Si los padres se muestran amorosos pero no cogen en brazos al niño y le consuelan ante cada pequeño contratiempo, éste terminará aprendiendo por si mismo a controlar estas situaciones. A los dos años de edad, cuando volvían a llevar los niños temerosos al laboratorio de Kagan, se mostraron mucho menos propensos a llorar ante el gesto serio de un extraño o cuando un experimentador les ponía un esfigmomanómetro en el brazo para medir su tensión sanguínea.

La conclusión de Kagan fue la siguiente: «parece que las madres que protegen a sus hijos muy reactivos contra la frustración y la ansiedad, esperando ayudar así a la superación de este problema, aumentan la incertidumbre del niño y terminan provocando el efecto contrario» En otras palabras, parece que la estrategia protectora priva a los niños de la oportunidad de aprender a calmarse a si mismos frente a lo desconocido y así poder superar un poco más sus miedos. A nivel neurológico, esto significa que los circuitos prefrontales pierden la oportunidad de aprender respuestas alternativas ante el miedo reflejo y, en su lugar, la repetición simplemente fortalece la tendencia a la timidez.

Por el contrario, según me dijo Kagan: «Aquéllos niños que habían logrado vencer su timidez en la guardería tenían padres que ejercían una leve presión para que fueran más sociables. Aunque este rasgo temperamental parezca más difícil de cambiar que otros —probablemente a causa de sus fundamentos fisiológicos— no existe ninguna cualidad humana que sea inmutable».

A lo largo de la infancia algunos niños tímidos se van abriendo en la medida en que la experiencia va moldeando su sistema nervioso. La presencia de un alto nivel de competencia social (la cooperación, el buen trato con los demás niños, la empatía, la predisposición a dar y compartir, la consideración y la capacidad de desarrollar amistades íntimas) constituye uno de los predictores de que un niño tímido terminará superando esta inhibición natural. Estos eran los rasgos característicos de un grupo de niños que, a la edad de cuatro años, habían sido identificados como tímidos y que cambiaron a eso de los diez años de edad. Por el contrario, aquellos otros niños tímidos cuyo temperamento no sufrió ningún cambio perceptible a los diez años de edad, eran menos diestros emocionalmente (lloraban, se alejaban cuando debían enfrentarse a alguna situación problemática, se mostraban emocional mente torpes, eran miedosos, ariscos, solían irritarse ante la menor frustración, tenían dificultades para demorar la gratificación, eran muy suspicaces a las criticas y eran desconfiados). Estas lagunas emocionales constituyen serios obstáculos en su relación con los demás niños, a quienes ponen en situación de tener que acercarse a ellos.

No es difícil advertir el motivo por el cual los niños emocionalmente más competentes tienden a superar espontáneamente su timidez (aunque sean temperamentalmente vergonzosos) puesto que su destreza social les abre un abanico más amplio de experiencias positivas con los demás. Son niños que, una vez que rompen el hielo que supone, por ejemplo, dirigirse a un nuevo compañero son socialmente brillantes. La repetición de esta situación a lo largo de los años tiende naturalmente a convertirles en personas mucho más seguras de sí mismas.

Estos avances hacia la apertura resultan muy alentadores porque sugieren que, en cierto modo, hasta las mismas pautas emocionales innatas pueden cambiar. Un niño que nace temeroso puede aprender a tranquilizarse o incluso a abrirse a lo desconocido. La timidez —o cualquier otro rasgo temperamental— forma parte de nuestro bagaje biológico, pero eso no significa que nos hallemos inexorablemente condicionados por los rasgos emocionales heredados. Así pues, aun dentro de las limitaciones genéticas disponemos de la posibilidad de cambiar. Como observan los estudiosos de la genética de la conducta, nuestro comportamiento no sólo está determinado genéticamente sino que el ambiente —especialmente la experiencia y el aprendizaje— configura la forma en que una predisposición temperamental se manifiesta a lo largo de la vida. La capacidad emocional, pues, no constituye un dato inmutable puesto que, con el aprendizaje adecuado, puede modificarse. Las razones que explican este hecho hay que buscarlas en el modo en que madura el cerebro humano.

LA INFANCIA: UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD

En el momento del nacimiento, el cerebro del ser humano no está completamente formado sino que sigue desarrollándose y es en la temprana infancia cuando este proceso de crecimiento es más intenso. El niño nace con muchas más neuronas de las que poseerá en su madurez y, a lo largo de un proceso conocido con el nombre de «podado», el cerebro va perdiendo las conexiones neuronales menos frecuentadas y fortaleciendo aquellos circuitos sinápticos más utilizados. De este modo, el «podado», al eliminar las sinapsis menos utilizadas, mejora la relación señal/ruido del cerebro extirpando la causa misma del «ruido». Este proceso es constante y rápido, ya que las conexiones sinápticas pueden establecerse en cuestión de días o incluso de horas. La experiencia, especialmente durante la infancia, va esculpiendo nuestro cerebro.

La demostración clásica del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro la proporcionaron los premios Nobel Thorsten Wiesel y David Hubel, neurocientíficos, que demostraron la existencia de un período critico, durante los primeros meses de vida de los gatos y de los monos, en el desarrollo de las sinapsis que portan las señales procedentes del ojo hasta el córtex visual, en donde son interpretadas. Si durante este período se mantiene, por ejemplo, un ojo cerrado, el número de sinapsis que conectan ese ojo con el córtex visual disminuye, mientras que las del ojo abierto se multiplican. Cuando, tras este periodo crítico, se destapa este ojo, el animal permanece funcionalmente ciego de este ojo, una ceguera que no se debe a ningún defecto anatómico sino que está relacionada con el pequeño número de sinapsis que conectan el ojo con el córtex visual.

En el caso de los seres humanos, el correspondiente período crítico para el desarrollo de la visión se prolonga durante los seis primeros años de vida. Durante este tiempo, la visión normal estimula la formación de conexiones neuronales cada vez más complejas entre el ojo y el córtex visual. El hecho de mantener cerrado un ojo durante este período unas pocas semanas puede terminar produciendo un déficit mensurable en la capacidad visual de este ojo. Los niños que, por las razones que fuere, han permanecido con un ojo cerrado durante varios meses durante este período, muestran una clara pérdida en la percepción visual de los detalles.

Una vívida demostración del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro procede de estudios realizados sobre ratas «ricas» y ratas «pobres».” Las ratas «ricas» vivían en pequeños grupos en jaulas llenas de entretenimientos para ratas (como, por ejemplo, escaleras y norias), mientras que las ratas «pobres» estaban en jaulas similares pero carentes de toda diversión. Al cabo de varios meses, el neocórtex de las ratas ricas desarrolló redes neuronales mucho más complejas, mientras que el número de conexiones sinápticas establecidas por las ratas pobres era comparativamente mucho menor. La diferencia era tan notable que los cerebros de las ratas ricas llegaron a ser mucho más pesados y no debería sorprendernos que se mostraran mucho más diestras que las ratas pobres en encontrar la salida de los laberintos con los que se trataba de determinar su inteligencia. Similares experimentos realizados con monos mostraron las mismas diferencias entre una experiencia «rica» y «pobre» y cabe esperar el mismo resultado en el caso de los seres humanos.

La psicoterapia, es decir, el reaprendizaje emocional sistemático, constituye un ejemplo palpable de la forma en que la experiencia puede cambiar las pautas emocionales y remodelar nuestro cerebro. La demostración más clara de este hecho nos lo proporciona una investigación realizada con personas que estaban siendo tratadas de desórdenes obsesivo-compulsivos. Una de las compulsiones más comunes es la de lavarse las manos, un acto que puede llegar a repetirse tantas veces al día que la piel de la persona termina agrietándose. Los estudios realizados con escáneres TEP [tomografía de emisión de positronesj han demostrado que la actividad de los lóbulos prefrontales de los obsesivo—compulsivos es muy superior a la normal. La mitad de los pacientes del estudio recibieron el mismo tratamiento farmacológico normal, fluoxetina (más conocido por su nombre comercial, Prozac) y la otra mitad recibieron terapia de conducta. Durante el proceso terapéutico, los sujetos fueron sistemáticamente expuestos al objeto de su obsesión o compulsión sin que pudieran llevar a cabo su ritual (así, por ejemplo, a los pacientes que se lavaban las manos compulsivamente se les colocaba en un lugar sucio sin que tuvieran la posibilidad de lavarse).

Al mismo tiempo se les enseñaba a cuestionar los miedos y las amenazas que les apremiaban (por ejemplo, que el hecho de no lavarse les llevaría a contraer una enfermedad y a morir). Tras varios meses de estas sesiones, las compulsiones fueron desapareciendo gradualmente al igual que lo hicieron en el caso de aquellos otros pacientes a quienes se les había administrado medicación.

Pero el hallazgo más notable fue un escáner TEP que mostraba que la actividad de una región clave del cerebro emocional de los pacientes sometidos a terapia de modificación de conducta —el núcleo caudado— descendió de un modo tan significativo como ocurrió en el caso de aquellos otros tratados eficazmente con fluoxetina. ¡Su experiencia había llegado a modificar su funcionamiento cerebral —y les había liberado de los síntomas— tan eficazmente como la medicación!

MOMENTOS CLAVE

El cerebro del ser humano necesita mucho más tiempo que el de cualquier otra especie para llegar a madurar completamente.

Cada región del cerebro se desarrolla a una velocidad diferente a lo largo de la infancia, y el comienzo de la pubertad jalona uno de los períodos más críticos del proceso de «podado» cerebral. Algunas de las regiones cerebrales que maduran más lentamente son esenciales para la vida emocional. Mientras que las áreas sensoriales maduran durante la temprana infancia y el sistema limbico lo hace en la pubertad, los lóbulos frontales —sede del autocontrol emocional, de la comprensión emocional y de la respuesta emocional adecuada— siguen desarrollándose posteriormente durante la tardía adolescencia hasta algún momento entre los dieciséis y los dieciocho años de edad.

Los hábitos de control emocional que se repiten una y otra vez a lo largo de toda la infancia y la pubertad van modelando las conexiones sinápticas. De este modo, la infancia constituye una oportunidad crucial para modelar las tendencias emocionales que el sujeto mostrará durante el resto de su vida, y los hábitos adquiridos en esta época terminan grabándose tan profundamente en el entramado sináptico básico de la arquitectura neuronal, que después son muy difíciles de modificar. Dada la importancia de los lóbulos prefrontales en el control de la emoción, la misma oportunidad que permite el modelado sináptico de esta región cerebral implica que las experiencias del niño también pueden terminar modelando conexiones duraderas en los circuitos reguladores del cerebro emocional. Como ya hemos visto, la sensibilidad de los padres a las necesidades de sus hijos, las ocasiones y la guía con que cuentan éstos para aprender a controlar sus propios impulsos y el ejercicio de la empatía constituyen elementos fundamentales del desarrollo emocional. Por el mismo motivo, el descuido, el abuso, la falta de sintonía, la brutalidad y la indiferencia pueden dejar su negativa impronta profundamente grabada en los circuitos nerviosos de la emoción.

Una de las lecciones emocionales más fundamentales, aprendida en la más temprana infancia y perfeccionada a lo largo del resto de la niñez, tiene que ver con la forma de consolarse cuando uno está afligido. En el caso de los niños muy pequeños, el consuelo procede de sus cuidadores: una madre escucha el llanto de su hijo, le coge, le sostiene en sus brazos y le mece hasta que se tranquiliza. En opinión de algunos teóricos, esta conexión biológica enseña al niño la forma de hacer esto consigo mismo. Entre los diez y los dieciocho meses existe un período crítico durante el cual se establecen unas conexiones entre la región orbitofrontal del córtex prefrontal y el cerebro límbico que constituyen una especie de interruptor de la ansiedad. Los investigadores sostienen que los niños que han experimentado suficientes episodios de consuelo durante este periodo disponen de una conexión limbico-orbitofrontal más sólida que les ayuda a controlar la ansiedad y a tranquilizarse a sí mismos durante el resto de su vida.

A decir verdad, el arte de tranquilizarse a su mismo se aprende a lo largo de los años y recurriendo a medios distintos a medida que la maduración del cerebro le proporciona herramientas emocionales cada vez más sofisticadas. Recordemos que los lóbulos frontales, tan importantes para la regulación de los impulsos limbicos, maduran durante la adolescencia. Otro circuito clave que sigue modelándose a lo largo de toda la infancia se centra en el nervio vago, entre cuyas muchas funciones se cuenta la regulación de la actividad cardiaca y el control de las señales que llegan a la amígdala procedentes de las glándulas suprarrenales, estimulándola a secretar catecolaminas, activadoras de la respuesta de lucha-o-huida. Un equipo de la Universidad de Washington que evaluó la influencia de los diferentes estilos de crianza descubrió que el trato con unos padres emocionalmente adecuados mejora el funcionamiento del nervio vago.

En opinión de John Gottman, quien realizó esta investigación: «los padres modifican el tono vagal de sus hijos —una medida del nivel de activación del nervio vago— mediante el adiestramiento emocional que les proporcionan (hablar sobre los sentimientos y sobre cómo comprenderlos, no ser excesivamente críticos ni reprobadores, tratar de encontrar soluciones a los problemas emocionales y enseñarles a recurrir a alternativas distintas a la pelea y el encierro en sí mismos cuando están enojados o tristes)».

Cuando esta actividad se realiza adecuadamente, los niños están en mejores condiciones para controlar la actividad vagal que mantiene a la amígdala dispuesta a activar al cuerpo con hormonas de lucha o huida, mejorando así su conducta.

Así pues, cada una de las habilidades clave de la inteligencia emocional cuenta con un periodo crítico de desarrollo que perdura durante toda la infancia y que proporciona una oportunidad preciosa para inculcar en el niño hábitos emocionales constructivos o, en caso contrario, dificultar la corrección posterior de las posibles carencias. El proceso de modelado y «podado» de los circuitos neuronales que tiene lugar durante la infancia podría explicar los efectos decisivos y duraderos de los traumas emocionales infantiles, la necesidad de un largo proceso psicoterapéutico para llegar a incidir sobre estas pautas y también, como ya hemos visto, la persistencia latente de esos patrones a pesar de las nuevas comprensiones y respuestas aprendidas durante la terapia.

A decir verdad, la plasticidad del cerebro perdura durante toda la vida, aunque no ciertamente del mismo modo que en la infancia. Todo aprendizaje implica un cambio cerebral, un fortalecimiento de las conexiones sinápticas. Los cambios cerebrales observados en los pacientes con desórdenes obsesivo-compulsivos demuestran que el esfuerzo sostenido en cualquier momento de la vida puede llegar a transformar —incluso a nivel neuronal— los hábitos emocionales. Para mejor o para peor, lo que ocurre con el cerebro en los casos de trastorno de estrés postraumático (o también, por cierto, en el caso de la terapia) es similar al efecto de todo tipo de experiencias emocionales repetidas o intensas.

En este sentido, las lecciones emocionales más importantes son las que los padres dan a sus hijos. Existe una gran diferencia entre los hábitos emocionales inculcados por padres que están profundamente conectados con las necesidades emocionales de sus hijos y que proporcionan una educación empática, y aquellos otros proporcionados por padres que, por el contrario, se hallan tan absortos en si mismos que ignoran la ansiedad de sus hijos o que simplemente se limitan a gritar y a golpearles caprichosamente. En cierto sentido, la psicoterapia constituye un intento de enmendar lo que se torció o quedó completamente soslayado durante los primeros años de la vida. Pero ¿qué es lo que nos impide proporcionar al niño el cuidado y la orientación necesarios para cultivar esas habilidades emocionales fundamentales?.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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