No
obstante, aunque siguen haciéndose notables esfuerzos para mejorar
el rendimiento académico de los estudiantes, no parece hacerse gran
cosa para solventar esta nueva y alarmante deficiencia. En palabras
de un profesor de Brooklyn: «parece como si nos interesara mucho más
su rendimiento escolar en lectura y escritura que si seguirán con
vida la próxima semana».
Sin
embargo, los incidentes violentos como el protagonizado por Jan y
Tyrone son, por desgracia, cada vez más frecuentes en las escuelas
de nuestro país. No se trata, pues, de un incidente aislado, puesto
que las estadísticas muestran un aumento de la delincuencia infantil
y juvenil en los Estados Unidos que bien se puede considerar como la
punta de lanza de una tendencia mundial. En 1990 tuvo lugar el
índice más elevado de arrestos juveniles relacionados con delitos
violentos de las dos últimas décadas.
En
este sentido, el número de arrestos juveniles por violación se
duplicó y la proporción de adolescentes acusados de homicidio por
arma de fuego se multiplicó por cuatro. En esas dos mismas décadas,
la tasa de suicidios entre adolescentes se triplicó y lo mismo
ocurrió con el número de niños menores de catorce años que fueron
violentamente asesinados. Por otra parte, cada vez son más —y más
jóvenes— las adolescentes que se quedan embarazadas. En los cinco
años anteriores a 1993, el número de partos entre las muchachas de
edad comprendida entre los diez y los catorce años aumentó de manera
constante —un fenómeno que ha sido bautizado con el nombre de «las
niñas que tienen niñas»—, al igual que la proporción de embarazos no
deseados y las presiones de los compañeros para tener las primeras
relaciones sexuales. Asimismo, en las tres últimas décadas también
se ha triplicado la proporción de enfermedades venéreas entre
adolescentes. Y, si estos datos resultan desalentadores, ¿qué
diríamos entonces de las cifras que arrojan las estadísticas
referidas a los jóvenes afroamericanos que viven en las ciudades,
unas cifras que son dos, tres o incluso más veces superiores a las
reseñadas? Por ejemplo, en 1990 el consumo de cocaína entre los
jóvenes blancos se incrementó un 300% con respecto a las dos décadas
anteriores, algo que, en el caso de los afroamericanos, se
multiplicó por 13. Las enfermedades mentales constituyen la causa
más común de incapacitación entre los adolescentes. Los síntomas de
la depresión —mayor o menor— afectan a más de la tercera parte de la
juventud y, en el caso de las muchachas, esta incidencia se duplica
en la pubertad. Por otra parte, la frecuencia de los trastornos de
la conducta alimentaria en las adolescentes también se ha disparado.
Hay que decir también, por último, que, a menos que cambie la
tendencia actual, las esperanzas de poder casarse y tener una vida
estable y provechosa son cada vez menores. Como vimos en el capítulo
9, el porcentaje de divorcios propio de las décadas de los setenta y
los ochenta era del 50%, pero la tendencia actual es que dos de cada
tres parejas terminan divorciándose.
EL MALESTAR
EMOCIONAL
Estos
datos alarmantes son el equivalente a aquel canario que los mineros
llevaban consigo a los túneles y cuya muerte les advertía de la
falta de oxígeno. Pero, más allá de las frías estadísticas, debemos
abordar la difícil situación que atraviesan nuestros niños desde un
nivel más sutil, teniendo en cuenta los problemas cotidianos antes
de que lleguen a estallar abiertamente. Tal vez los datos más
reveladores en este sentido nos los proporcione una investigación
realizada a nivel nacional entre niños y adolescentes
norteamericanos comprendidos entre los siete y los dieciséis años de
edad, que comparó la situación emocional de éstos a mediados de la
década de los setenta y a finales de la década de los ochenta, y
demostró la existencia de un claro descenso en el grado de
competencia emocional. Este estudio, que se basa en las valoraciones
realizadas por los padres y los profesores, muestra un deterioro de
la situación a este respecto. Y no se trata de que exista un solo
problema sino que todos los indicadores apuntan en la misma
inquietante dirección. Estos son, en términos generales, los ámbitos
en los que ha habido un franco empeoramiento:
•Marginación
o problemas sociales: tendencia al aislamiento, a la reserva y
al mal humor; falta de energía; insatisfacción y dependencia.
•Ansiedad
y depresión: soledad; excesivos miedos y preocupaciones;
perfeccionismo; falta de afecto; nerviosismo, tristeza y depresión.
•Problemas
de atención o de razonamiento: incapacidad para prestar atención
y permanecer quieto; ensoñaciones diurnas; impulsividad; exceso de
nerviosismo que impide la concentración; bajo rendimiento académico;
pensamientos obsesivos.
•Delincuencia
o agresividad: relaciones con personas problemáticas; uso de la
mentira y el engaño; exceso de justificación; desconfianza; exigir
la atención de los demás; desprecio por la propiedad ajena;
desobediencia en casa y en la escuela; mostrarse testarudo y
caprichoso; hablar demasiado; fastidiar a los demas y tener mal
genio.
Ninguno de estos problemas, considerado aisladamente, es lo bastante
poderoso como para llamar nuestra atención, pero tomados en conjunto
constituyen el claro indicador de la existencia de cambios muy
profundos, de un nuevo tipo de veneno que emponzoña a nuestra
infancia y que afecta negativamente a su nivel de competencia
emocional. Este desasosiego emocional parece ser el precio que han
de pagar los jóvenes por la vida moderna. Por otra parte, aunque los
norteamericanos suelen considerar que sus problemas son
especialmente graves, las investigaciones realizadas en otros países
replican o incluso superan estos resultados. Por ejemplo, en la
década de los ochenta los maestros y los padres de Holanda, China y
Alemania encontraron en sus chicos los mismos problemas que
presentaban los niños americanos en 1976 y, en el caso de Australia,
Francia o Thailandia, la situación era todavía peor. Por último, es
muy posible que esta situación haya empeorado todavía más porque, en
la actualidad, la espiral descendente de la competencia emocional
parece haberse acelerado más en los Estados Unidos que en el resto
de las naciones desarrolladas Y Ningún niño, ya sea rico o pobre,
está libre de riesgo, porque esta problemática es universal y afecta
a todos los grupos étnicos, raciales y sociales. Así pues, aunque
los niños pobres manifiesten el peor índice de competencia
emocional, su grado de deterioro en las últimas décadas no ha sido
mayor que la de los niños de clase media o incluso que la de los
niños ricos, ya que todos muestran, en definitiva, el mismo grado de
deterioro. El número de niños que han recibido ayuda psicológica
también se ha triplicado (aunque ésta tal vez sea una buena señal
que señale la existencia de más recursos en este sentido) pero, al
mismo tiempo, también se ha duplicado el número de niños que, a
pesar de presentar serios problemas emocionales, no han recibido
ningún tipo de ayuda (un 9% en 1976 frente a un 18% en 1989, un
signo, en este caso, negativo).
Une
Bronfenbrenner, conocida psicóloga evolutiva de la Universidad de
Cornell que ha llevado a cabo un estudio comparativo a escala
mundial sobre el bienestar infantil, afirma: «las presiones
externas son tan grandes que, a falta de un buen sistema de apoyo,
hasta las familias más unidas están empezando a fragmentarse. La
incertidumbre, la fragilidad y la inestabilidad de la vida cotidiana
familiar afectan a todos los segmentos de nuestra sociedad,
incluyendo a las personas acomodadas y con un elevado nivel
cultural. Lo que está en juego es nada menos que la próxima
generación —especialmente los varones—, que durante su desarrollo
son especialmente vulnerables ante las fuerzas disgregadoras y los
devastadores efectos del divorcio, la pobreza y el desempleo. El
estatus de las familias y los niños estadounidenses es más
inquietante que nunca [...] Estamos privando a millones de niños de
sus capacidades y de sus aptitudes morales».
Pero
no se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano sino de una
situación global, puesto que el mercado mundial busca abaratar los
costes laborales y termina haciendo mella sobre la familia. La
nuestra es una época en la que las familias se ven acosadas, en la
que ambos padres deben trabajar muchas horas y se ven obligados a
dejar a los niños abandonados a su propia suerte o, como mucho, al
cuidado del televisor; una época en la que muchos niños crecen en
condiciones de extrema pobreza; una época en la que cada vez hay más
familias con un solo responsable; una época, en suma, en la que la
atención cotidiana que reciben los más jóvenes raya en la
negligencia. Todo esto supone, aun en el caso de que los padres
alberguen las mejores intenciones, el menoscabo de los pequeños,
innumerables y sustanciosos intercambios familiares que van
cimentando el desarrollo de las facultades emocionales.
¿Qué
podemos hacer, pues, si la familia ya no cumple adecuadamente con su
función de preparar a los hijos para la vida?
Un
análisis más detenido de los mecanismos que subyacen cada uno de
estos problemas concretos nos ayudará a comprender la importancia de
las habilidades sociales y emocionales, y arrojará luz sobre las
medidas preventivas o correctivas más eficaces para encauzar a los
niños en una dirección más adecuada.
EL CONTROL
DE LA AGRESIVIDAD
El
chico duro de mi escuela primaria se llamaba Jimmy, un niño que
estaba en cuarto curso cuando yo todavía me hallaba en primero.
Jimmy era capaz de robarte el dinero para el almuerzo, coger tu
bicicleta o darte un golpe para llamar tu atención; era, en suma, el
clásico gamberro que no necesitaba la menor provocación para
enzarzarse en una pelea. Todos albergábamos una mezcla de odio y
temor hacia Jimmy, tratábamos de mantenernos a distancia de él y,
cuando se desplazaba por el patio del recreo, era como si una
especie de guardaespaldas invisible mantuviera al resto de los niños
alejados de su camino.
Es
evidente que los niños como Jimmy tienen muchos problemas pero lo
que no todo el mundo sabe es que una conducta tan agresiva
constituye un claro predictor de un futuro igual de problemático. De
hecho, cuando cumplió los dieciséis años Jimmy estaba en la cárcel
condenado por atraco.
Hay
muchos estudios que corroboran la persistencia de la agresividad
infantil en chicos como Jimmy. Como ya hemos visto en otro lugar,
los padres de los niños agresivos suelen alternar la indiferencia
con los castigos duros y arbitrarios, una pauta que,
comprensiblemente, fomenta la paranoia y la agresividad.
Pero
no todos los niños agresivos son fanfarrones; algunos sólo son
marginados sociales que reaccionan desproporcionadamente ante las
bromas o ante lo que ellos interpretan como una ofensa o una
injusticia. Todos, sin embargo, comparten el mismo error de
percepción que les lleva a ver burlas donde no las hay, a imaginar
que sus compañeros son más hostiles de lo que en realidad son, a
tergiversar los actos más inocentes como si fueran verdaderas
amenazas y a responder, con demasiada frecuencia, de manera
agresiva, un comportamiento que no hace sino mantener a sus
compañeros más alejados todavía. Los niños irascibles y solitarios
son sumamente sensibles a las injusticias y, en consecuencia, suelen
considerarse víctimas inocentes que nunca olvidan las múltiples
ocasiones en que han sido reprendidos —injustamente, en su opinión—
por sus maestros. Son niños, por último, que, cuando montan en
cólera, creen que sólo disponen de una posible forma de reaccionar,
repartir golpes a diestro y siniestro.
Una
investigación en la que un niño agresivo y otro más pacífico tenían
que contemplar juntos una serie de vídeos nos permite apreciar la
incidencia de este sesgo perceptivo. En uno de los vídeos, a un nino
se le caen los libros cuando otro tropieza con él, lo cual provoca
las risas de un grupo cercano. El niño entonces, visiblemente
enfadado, sale corriendo y trata de atrapar a alguno de los niños
que se han burlado de él. La entrevista posterior reveló que, en
aquel caso, los niños agresivos consideraban plenamente justificada
una respuesta agresiva. Aun más elocuente si cabe es el hecho de
que, en su valoración del grado de agresividad de los niños que
aparecían discutiendo en el vídeo, los agresivos siempre
consideraban que el golpeado era el más violento y justificaban
plenamente el enfado del agresor. Esta peculiar valoración da cuenta
del profundo sesgo perceptivo que aqueja a los niños
desproporcionadamente agresivos, ya que suelen actuar basándose en
creencias de supuesta hostilidad o amenaza, y prestan muy poca
atención a lo que realmente está ocurriendo. El hecho es que, una
vez asumida la existencia de una amenaza, se lanzan inmediatamente a
la acción.
Por
ejemplo, en el caso de que un chico agresivo esté jugando a las
damas con otro y éste último mueva una pieza a destiempo, el primero
interpretará el movimiento como una «trampa» deliberada sin
detenerse a considerar si ha sido un simple error carente de toda
mala intención. De este modo, el juicio del niño agresivo siempre
presupone la culpabilidad y no la inocencia y, en consecuencia, su
reacción automática subsiguiente suele ser violenta. Y esa
percepción refleja de hostilidad se entremezcla con una respuesta
igualmente automática porque, en lugar de decirle simplemente al
otro niño que se ha equivocado, le acusara, le gritará o le pegará.
Y, cuantas más respuestas de este tipo emita el niño, más automática
será su agresividad y más estrecho el repertorio de posibles
respuestas alternativas (como mostrarse mas amable o hacer una broma
al respecto) de que dispondrá.
Estos
niños son emocionalmente vulnerables y presentan un bajo umbral de
tolerancia que les lleva a encontrar cada vez más motivos para
sentirse ofendidos. Y el hecho es que, una vez se pone en marcha
este mecanismo, pierden la capacidad de razonar, interpretan como
hostiles los actos más inocentes y se refugian en su hábito
inveterado de comenzar a propinar golpes. Este sesgo perceptivo
hacia la hostilidad ya resulta evidente en los primeros años de la
escuela. Aunque la mayor parte de las niñas y niños —especialmente
estos últimos— sólo se muestran indisciplinados durante el período
de la guardería y el primer curso de la escuela primaria, los niños
más agresivos no logran aprender el mínimo autocontrol hasta después
del segundo curso.
Mientras otros aprenden a negociar y pactar para dirimir las
disputas que aparecen en el patio de recreo, los chicos
indisciplinados siguen confiando en la fuerza bruta, una conducta
que, sin embargo, tiene un elevado coste social, ya que, a las dos o
tres horas de producirse el primer altercado, suelen caerles
antipáticos a sus compañeros.
Las
investigaciones que han seguido a este tipo de niños desde la
enseñanza preescolar hasta la pubertad demuestran que más de la
mitad de los alumnos que durante el primer curso se mostraban
destructivos, incapaces de mantener una relación cordial con los
demás, desobedientes con sus padres y tercos con sus maestros,
comenzaron a delinquir a partir de los diez años de edad. Por
supuesto, con ello no estamos diciendo que todos los niños agresivos
estén condenados a caer en la delincuencia y la violencia, pero lo
cierto es que son quienes más probabilidades tienen de llegar a
cometer delitos violentos.
Como
acabamos de señalar, la propensión al delito se manifiesta
sorprendentemente pronto en la vida de estos niños. Un estudio
realizado entre niños de unos cinco años de edad de una guardería de
Montreal demostró que, quienes manifestaban un grado más elevado de
agresividad e indisciplina, antes de haber cumplido los catorce años
de edad revelaron un índice de delincuencia mucho más acusado,
mostrando también una tendencia tres veces superior a la de los
demás a golpear sin motivo alguno, a robar en una tienda, a utilizar
algún tipo de armas, a romper o robar piezas de un automóvil y a
emborracharse. Así pues, los niños difíciles y agresivos emprenden
el camino que conduce a la violencia y a la delincuencia durante el
primero y el segundo curso. No es infrecuente, por otra parte, que
su escaso autocontrol les lleve también, desde los primeros años de
escolarizacion, a ser malos estudiantes, estudiantes que suelen ser
considerados por los demás —y que se ven a sí mismos— como «tontos»,
un juicio que se ve confirmado cuando se ven obligados a asistir a
clases de repaso (y que, por cierto, no hacen todos los niños que
manifiestan igual grado de «hiperactividad» o de dificultades de
aprendizaje). Los niños que antes de ingresar en la escuela han
sufrido en su hogar un estilo educativo «coercitivo», suelen ser más
castigados por sus maestros, quienes se ven obligados a invertir
mucho tiempo en su disciplina. La constante oposición a las normas
de conducta del aula que estos niños manifiestan espontáneamente
supone una pérdida preciosa de tiempo que podría aprovecharse mejor.
Por lo general, el fracaso académico se hace evidente cuando los
niños llegan tercer curso. Así pues, si bien estos niños presentan
un CI más bajo que el de sus compañeros, la principal razón que
impulsa su camino hacia la delincuencia hay que buscarla en su
temperamento. De hecho, en los niños de diez años, la impulsividad
resulta un predictor de la tendencia posterior hacia la delincuencia
tres veces más adecuado que el CI Al llegar al cuarto y quinto
curso, estos chicos —que por el momento sólo son considerados
revoltosos o «difíciles»— son rechazados por sus compañeros, tienen
serias dificultades para hacer amigos, tienen problemas de fracaso
escolar y, sintiéndose faltos de toda amistad, gravitan en torno a
otros marginados sociales. De este modo, entre el cuarto y noveno
curso se aglutinan alrededor de algún grupo marginal y llevan una
vida que desafía las normas, mostrando una tendencia cinco veces
superior a la media a hacer novillos, beber alcohol y tomar drogas,
una situación que alcanza su punto culminante durante el séptimo y
octavo curso, un período en el que suelen ser seguidos, a su vez,
por otros niños «rezagados», que se sienten atraídos por ellos.
Estos rezagados suelen ser niños más pequeños, cuyas familias no se
preocupan bastante de ellos y que vagabundean a su antojo por las
calles durante el periodo de la educación primaria. En la época en
que tendrían que pasar al instituto, la tendencia a la violencia que
albergan los integrantes de estos grupos marginales suele llevarles
a abandonar los estudios y a verse implicados en delitos menores,
como hurtos en tiendas, robos y posesión de drogas. (En este punto
es necesario señalar la existencia de una marcada diferencia entre
los caminos seguidos por las niñas y los de los niños. Un
seguimiento llevado a cabo entre las niñas «revoltosas» de cuarto
curso —pequeñas que tenían constantes problemas con sus profesores,
no respetaban las normas o eran impopulares entre sus compañeros—
puso de manifiesto que el 40% de ellas ya había dado a luz un hijo
antes de concluir el instituto, una media, por cierto, tres veces
superior a la del resto de compañeras de su misma escuela. Dicho en
otras palabras, las adolescentes antisociales no se vuelven
violentas sino que se quedan embarazadas.)
No hay
un único camino que conduzca a la delincuencia y a la violencia. En
este sentido hay que tener en cuenta otros factores de riesgo, como
el hecho de vivir en un barrio con un alto grado de delincuencia -en
el que los niños se hallen expuestos a la invitación constante al
delito y a la violencia—, crecer en una familia con un elevado grado
de estrés o malvivir en condiciones de extrema pobreza. Ninguno de
estos factores, por sí solo, es el causante inevitable de una vida
entregada a la delincuencia. Así pues, a la vista de que todos estos
factores externos tienen una importancia relativa similar, debemos
concluir que las fuerzas psicológicas internas que mueven al niño
indisciplinado desempeñan un papel determinante a la hora de
aumentar las probabilidades de que emprenda el camino que conduce a
la delincuencia. Como afirma Gerald Patterson, un psicólogo que ha
seguido de cerca las trayectorias de cientos de niños hasta llegar a
la juventud, «los actos antisociales de un niño de cinco años son el
prototipo de los actos que cometerá un delincuente juvenil».
UNA ESCUELA
PARA NIÑOS INDISCIPLINADOS
Las
tendencias mentales que presentan los niños agresivos perduran hasta
que terminan teniendo problemas de uno u otro tipo. Una
investigación realizada sobre jóvenes convictos de delitos violentos
y estudiantes de instituto especialmente agresivos demostró que
ambos grupos comparten las mismas tendencias mentales. Son personas
que, cuando tienen problemas con alguien, tienden automáticamente a
considerarlo como un adversario y extraen conclusiones precipitadas
sobre su hostilidad sin recabar más información ni buscar formas más
pacíficas de dirimir sus diferencias. Tampoco suelen detenerse a
considerar las posibles consecuencias negativas de un desenlace
violento (generalmente una pelea). Para ellos, la violencia está
plenamente justificada por creencias tales como «está bien pegarle a
alguien que te cuaja», «si evitas las peleas todo el mundo pensará
que eres un cobarde» o «no es tan grave darle un puñetazo a
alguien». Pero una ayuda a tiempo podría transformar estas actitudes
e interrumpir el camino del niño hacia la delincuencia. Existen
varios programas experimentales que han conseguido que los niños
agresivos aprendan a dominar sus tendencias antisociales antes de
que terminen desembocando en problemas más serios. Uno de estos
programas, diseñado en la Universidad de Duke, trabajó con un grupo
de niños agresivos de la escuela primaria, proclives al enojo. Las
sesiones de entrenamiento duraron cuarenta minutos y se dieron dos
veces por semana durante un período de seis a doce semanas. Ese
programa les enseñaba, por ejemplo, que eran parte de las señales
que ellos interpretaban como hostiles eran, en realidad, neutrales e
incluso amistosas.
También
debían aprender a adoptar la perspectiva de los otros niños para
tratar de comprender lo que pensaban de ellos en los momentos en que
perdían el control. El programa también incluía un adiestramiento
directo en el dominio del enfado mediante una especie de psicodrama
en el que debían representar escenas que reproducían situaciones que
podían hacerles perder los estribos. Una de las habilidades clave
que se les enseñaba para dominar el enfado consistía en prestar
atención a sus propias sensaciones, haciéndoles tomar conciencia,
por ejemplo, del rubor o de la tensión muscular —que acompañan al
enfado— y considerarlas como una señal de alarma que les indica
cuándo deben detenerse a considerar el siguiente paso que dar en
lugar de comenzar a repartir golpes a diestro y siniestro.
En
opinión de John Lochman, psicólogo de la Universidad de Duke que
formaba parte del equipo que diseñó este programa: « Los niños
hablan de las situaciones en que se han visto implicados
recientemente, como, por ejemplo, haber sido empujados en el pasillo
de entrada a la escuela, y exponen las posibles alternativas de que
disponen para afrontar la situación en caso de que consideren que ha
sido a propósito. Por ejemplo, un chico me dijo que se limitaba a
mirar fijamente al muchacho que le había empujado, le decía que no
volviera a repetirlo y seguía su camino. Aquello le situaba en una
posición de cierto dominio en la que, al tiempo que mantenía elevada
su autoestima, no tenía necesidad de iniciar ninguna pelea».
Aquí
debemos subrayar un hecho importante, ya que la mayoría de los
muchachos agresivos se sienten muy incómodos con la facilidad con
que pierden los estribos, lo cual hace también que se muestren muy
dispuestos a aprender a dominar esta situación. Es evidente que, en
los momentos críticos, las respuestas calculadas, como seguir
caminando o contar hasta diez hasta que se desvanezca el impulso a
pelearse, no surgen de manera automática. Por esto, la
representación de escenas imaginarias, como, por ejemplo, subir a un
autobús en el que otros chicos se burlan de ellos, les ofrece la
posibilidad de practicar respuestas alternativas amistosas que les
permitan mantener su dignidad y evitar las reacciones tales como
golpear, gritar o salir corriendo.
Tres
años después de que los muchachos se hubieran sometido al
entrenamiento, Lochman efectuó un estudio comparativo entre ellos y
otros que presentaban un grado de agresividad similar pero que no se
habían beneficiado de las sesiones de control del enfado y descubrió
que, durante la adolescencia, los chicos que se habían sometido al
programa se mostraban mucho más disciplinados en clase, albergaban
sentimientos más positivos sobre sí mismos y estaban mucho menos
predispuestos a beber alcohol y a tomar drogas. En resumen, pues,
cuanto mayor habia sido el tiempo de adiestramiento en el programa,
menor era el grado de agresividad que manifestaban en la
adolescencia.
LA
PREVENCIÓN DE LA DEPRESIÓN
Dana,
de dieciséis años, parecía desenvolverse sin problemas pero, de
pronto, dejó de poder relacionarse con las otras muchachas y, lo que
era mucho peor, no sabía cómo conservar a y sus novios, aunque se
acostara con ellos. Taciturna y constantemente fatigada, Dana perdió
interés por la comida y por las diversiones. Decía que se sentía
desesperanzada e impotente para hacer algo que le permitiera escapar
de ese estado de ánimo y que incluso había llegado a pensar en el
suicidio.
Esta
caída en la depresión había sido causada por una reiente ruptura.
Según decía, no sabía salir con un chico sin mantener relaciones
sexuales con él —aunque no le gustara— y tampoco sabía cómo poner
fin a una relación por más insatisfactoria que ésta fuera. Por otra
parte, aunque se acostara con los chicos, lo único que deseaba era
llegar a conocerlos mejor.
Dana
acababa de cambiar de instituto y se sentía muy insegura acerca de
su capacidad para entablar nuevas amistades. No obstante, se
abstenía de iniciar una conversación y sólo respondía cuando alguien
le dirigía la palabra. Se sentía incapaz de manifestar sus
verdaderos sentimientos y ni siquiera sabía qué decir después del
habitual «Hola, ¿qué tal?»
Dana
emprendió entonces una terapia en un programa experimental para
adolescentes deprimidos promovido por la Universidad de Columbia. El
objetivo de este programa consistía en ayudar a los jóvenes a
enfocar más adecuadamente sus relaciones, conservar las amistades,
confiar en los demás, establecer límites sobre la proximidad sexual,
desarrollar la capacidad de tener amigos íntimos y expresar los
propios sentimientos; una clase de capacitación, en suma, de las
habilidades emocionales fundamentales que, en el caso de Dana,
resultó tan sumamente eficaz que su depresión terminó
desapareciendo.
Los
problemas de relación —tanto con los padres como con los compañeros—
constituyen el detonante más frecuente de la depresión entre los
adolescentes. Los niños y los adolescentes deprimidos se muestran
remisos o incapaces de hablar de su depresión, no suelen ser muy
diestros para etiquetar adecuadamente sus sentimientos y tienden a
ser irritables, impacientes, caprichosos y malhumorados,
especialmente con sus padres, lo cual constituye una dificultad
añadida a la hora de que éstos les brinden la guía y el soporte
emocional que el niño deprimido tanto necesita, iniciando así un
círculo vicioso que suele originar toda clase de disputas.
Una
observación minuciosa de las causas de la depresión juvenil
señala la presencia de serias deficiencias en dos competencias
emocionales fundamentales: la capacidad de relacionarse y la forma
de interpretar los reveses y contratiempos de la vida.
Aunque
la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético,
su causa principal parece radicar en los hábitos mentales pesimistas
—aunque reversibles— que predisponen a los niños a reaccionar ante
los pequeños contratiempos de la vida —las malas notas, las
discusiones con los padres o el rechazo social— sumiéndose en la
depresión. Y existen indicios que nos sugieren que la predisposición
a la depresión —cualquiera sea su causa— está extendiéndose a gran
velocidad entre los jóvenes.
EL PRECIO DE
LA MODERNIDAD: EL AUMENTO DE LA DEPRESIÓN
Del
mismo modo que el siglo XX ha estado caracterizado por ser la
Era de la Ansiedad, los años que jalonan el final de este
milenio parecen anunciar el advenimiento de una Era de la
Melancolía. Todos los datos parecen hablarnos de una epidemia de
depresión a escala mundial, una epidemia que corre pareja a la
expansión del estilo de vida del mundo moderno. Desde los comienzos
de este siglo, cada nueva generación se ha visto más expuesta que la
precedente a sufrir depresión, y no nos referimos sólo a la
melancolía sino a la insensibilidad, el abatimiento, la
autocompasión y la desesperación. Y no sólo esto, sino que los
episodios depresivos se inician a una edad cada vez más temprana. De
este modo, la depresión infantil —desconocida o,
cuanto menos, no reconocida en el pasado— está emergiendo como un
decorado cada vez más frecuente en el escenario del mundo actual.
Aunque
las probabilidades de padecer una depresión se incrementan con la
edad, en la actualidad el aumento más alarmante se produce entre los
individuos más jóvenes. La probabilidad de que una persona nacida
después de 1955 sufra una depresión mayor a lo largo de la vida es
—en un buen número de países— tres veces, al menos, superior a la de
sus abuelos. El porcentaje de personas aquejadas de depresión en
algún momento de su vida entre los norteamericanos nacidos antes de
1905, era sólo de un 1% pero, después de 1955, la proporción de
personas deprimidas antes de haber cumplido los veinticuatro años ha
aumentado hasta el 6%. Por su parte, la probabilidad de que los
nacidos entre 1945 y 1954 experimenten una depresión antes de llegar
a los treinta y cuatro años es diez veces superior a las de las
personas nacidas entre 1905 y 1914. De este modo, a medida que ha
ido transcurriendo el siglo, la irrupción del primer episodio de
depresion tiende a ocurrir a una edad cada vez más temprana.
Un
estudio de alcance mundial efectuado sobre más de treinta y nueve
mil personas mostró la misma tendencia en países como Puerto Rico,
Canadá, Italia, Alemania, Francia, Taiwan, Líbano y Nueva Zelanda.
En el caso de Beirut, por ejemplo, el aumento de la proporción de
depresiones corría pareja a la marcha de los acontecimientos
políticos, de tal manera que la tendencia se disparaba en
determinados momentos de la guerra civil.En el caso de Alemania, el
promedio de depresión era de un 4,4% para las personas nacidas antes
de 1914, mientras que el porcentaje de depresiones de los nacidos en
la década anterior a 1944 era, a la edad de treinta y cuatro años,
de un 14%. De este modo, las generaciones que han crecido durante
períodos de turbulencia política presentan proporciones mayores de
depresión, aunque la tendencia general ascendente, dicho sea de
paso, parece ser independiente de las circunstancias políticas.
El
descenso de la edad en que suele aparecer el primer brote de
depresión también parece mostrar una tendencia uniforme a nivel
mundial. Veamos ahora las razones que adujeron algunos especialistas
para tratar de explicar esta situación.
Según
el doctor Frederick Goodwin, director del Instituto Nacional de
Salud Mental: «durante este tiempo, el núcleo familiar ha
experimentado una tremenda erosión, el número de divorcios se ha
duplicado, los padres dedican menos tiempo a sus hijos y se ha
producido un aumento de inestabilidad laboral. En la actualidad
resulta prácticamente imposible crecer manteniendo estrechos lazos
con todos los miembros de la familia extensa. En mi opinión, la
pérdida de una fuente sólida de identificación es la principal causa
del aumento de la depresión».
,
director del departamento de psie Medicina de la Universidad de
Pittsla hipótesis: «con la expansión de la inolugar después de la II
Guerra Mundial que han podido seguir creciendo en un proporción que
ha propiciado el crecimiento de la adres hacia las necesidades del
desarrollo de e esto no pueda considerarse como una causa directa de
la depresión, lo cierto es que predispone a cierta vulnerabilidad.
El estrés emocional precoz puede afectar al desarrollo neurológico y
abocar, incluso décadas después, a la depresión cuando uno se halle
sometido a nuevas condiciones de tensión».
En
opinión de Martin Seligman, psicólogo de la Universidad de
Pennsylvania: «durante los últimos treinta o cuarenta años hemos
asistido a un ascenso del individualismo y a un declive paralelo
de las creencias religiosas y del sostén proporcionado por la
comunidad y por la familia, todo lo cual supone la pérdida de
una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos
de la vida. En la medida en que uno considere el fracaso como una
situación permanente y lo magnifique hasta llegar a imbuir todas las
facetas de la propia vida, se hallará predispuesto a dejar que un
revés momentáneo se convierta en una fuente duradera de impotencia y
desesperación. Pero, si uno cuenta con una perspectiva más amplia
—como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte— y, por
ejemplo, pierde su trabajo, el fracaso quedará circunscrito a una
situación provisional.».
Pero,
sea cual fuere su causa, la depresión infantil y juvenil constituye
un problema verdaderamente acuciante. Las estimaciones realizadas en
los Estados Unidos varían considerablemente en lo que respecta al
porcentaje de niños y adolescentes aquejados de depresión en un año
concreto, en contraste con la vulnerabilidad mostrada a lo largo de
toda la vida. Ciertos estudios epidemiológicos que utilizan
criterios muy estrictos -como los empleados para establecer el
diagnóstico médico de los síntomas de la depresión— han descubierto
que la incidencia anual de la depresión mayor en las niñas y niños
de edades comprendidas entre los diez y los trece años, es del orden
de un 8 o un 9%, aunque existen otros estudios que hacen descender
este porcentaje a la mitad (e incluso otros que la reducen a un 2%).
En lo que se refiere a la adolescencia, algunos datos sugieren que
este promedio casi podría duplicarse, ya que más del 16% de las
chicas de entre catorce y dieciséis años han sufrido un brote
depresivo mientras que el promedio, en el caso de los chicos, sigue
siendo el mismo.
LA DEPRESION
INFANTIL
Pero
el descubrimiento de que los brotes benignos de depresion infantil
auguran episodios más severos durante la vida posterior no sólo
demuestra la necesidad de tratar la depresión infantil sino también
de prevenirla. Este hallazgo contradice la antigua opinión de que la
depresión infantil carece de importancia a largo plazo porque los
niños «se desprenden naturalmente de ella» a lo largo de su proceso
de crecimiento. Es evidente que todos los niños se entristecen
alguna que otra vez y que, al igual que ocurre en la madurez, la
niñez y la adolescencia son épocas de decepciones ocasionales y
pérdidas más o menos importantes que van acompañadas del
correspondiente pesar. Pero la necesidad de prevención de la que
estamos hablando no se refiere tanto a esas ocasiones como a
aquellos otros estados de melancolía mucho más graves en los que la
espiral del abatimiento hunde lentamente a los niños en la
pesadumbre, la desesperación, la irritabilidad y el repliegue en sí
mismos.
Según
los datos recogidos por Maria Kovacs, psicóloga del Western
Psychiatric Institute and Clinie de Pittsburgh, tres cuartas partes
de los niños que se vieron obligados a recibir tratamiento a causa
de una depresión grave, después sufrieron recaídas. La investigación
realizada por Kovacs se inició cuando los niños diagnosticados de
depresión contaban ocho años de edad y prosiguió con un seguimiento
periódico que, en algunos casos, se prolongó hasta los veinticuatro.
La
duración promedio de los episodios depresivos infantiles fue de unos
once meses, aunque uno de cada seis persistía hasta los dieciocho.
Por su parte, la depresión moderada que, en algunos niños, aparecía
a los cinco años de edad, era menos incapacitante pero tendía a ser
más duradera (una media de cuatro años).
Kovacs
también descubrió que los niños que sufrían una depresión menor eran
proclives a que ésta se agravara y desembocara en una depresión
mayor (la denominada doble depresión). Y quienes desarrollaban una
doble depresión mostraban, por su parte, una mayor tendencia a
sufrir episodios recurrentes en años posteriores. Al llegar a la
adolescencia y al comienzo de la edad adulta, los niños que habían
pasado por algún episodio depresivo sufrían, por término medio,
depresiones o trastornos maníaco—depresivos uno de cada tres años.
Pero
el precio que tienen que pagar estos niños va más allá del
sufrimiento causado por la depresión. En opinión de Kovac: «los
muchachos aprenden el ejercicio de las habilidades sociales en las
relaciones que establecen con sus compañeros. Si uno, por ejemplo,
desea algo de lo que carece, ve cómo otros niños resuelven esta
situación y luego trata de conseguirlo por sí mismo. Pero los niños
deprimidos suelen terminar engrosando las filas de los marginados,
de los niños con los que nadie quiere jugar». La suspicacia y la
tristeza que sienten estos niños les hace rehuir los contactos
sociales o mirar hacia otro lado cuando alguien trata de establecer
contacto con ellos, un signo que suele interpretarse como rechazo.
El resultado final es que los niños deprimidos terminan siendo
ignorados o rechazados. Este tipo de carencia en su bagaje
interpersonal les impide sacar partido del aprendizaje natural que
se produce en medio de la bulliciosa actividad del patio de recreo y
así suelen acabar arrastrando un lastre emocional y social del que
deberán desprenderse cuando salgan de la depresión. En suma, el
hecho es que los niños deprimidos son más ineptos socialmente,
tienen menos amigos, son menos elegidos como compañeros de juego,
suelen caer menos simpáticos y, en consecuencia, tienen más
problemas de relación.
Otro
precio que deben pagar estos niños por su depresión es el pobre
rendimiento escolar. La depresión dificulta la memoria y la
concentración, impidiéndoles prestar atención y asimilar lo que se
les enseña. Un niño que no siente ilusión por nada encontrará
prácticamente imposible acopiar la energía suficiente para que las
lecciones del profesor le estimulen de algún modo (por no mencionar
la incapacidad de experimentar el estado de «flujo», del que
hablábamos en el capítulo 6). Según el estudio de Kovac, pues, los
niños cuyos episodios depresivos son más prolongados obtienen peores
calificaciones y suelen ir atrasados en sus estudios. En realidad,
parece existir una relación directa entre el período de tiempo que
un niño permanece deprimido y su rendimiento escolar, con una caída
en picado durante el transcurso del episodio depresivo. Por su
parte, este pobre rendimiento académico no hace sino complicar la
depresión porque, como afirma Kovac: «no es difícil comprender lo
que ocurre cuando uno comienza a sentirse deprimido y le suspenden,
teniendo que quedarse en casa a estudiar y sin poder salir a jugar
con los demás».
LAS PAUTAS
DEL PENSAMIENTO DEPRESOGENO
Al
igual que ocurre con los adultos, las interpretaciones pesimistas de
los contratiempos de la vida parecen alimentar la desesperanza y la
impotencia que yacen en el núcleo de la depresión infantil. Hace
mucho tiempo que se sabe que las personas que ya están deprimidas
albergan este tipo de pensamientos, lo que resulta sorprendente es
que los niños propensos a la melancolía tienden a albergar esta
visión pesimista antes de caer en la depresión, una circunstancia
que abre la posibilidad de inocularles algún tipo de vacuna contra
la depresión antes de que ésta se apodere de ellos.
Los
estudios sobre las creencias que sustentan los niños acerca de las
posibilidades que tienen de controlar lo que les sucede o de su
capacidad para transformar positivamente sus vidas nos brindan una
prueba evidente en este sentido. Esto es algo que podemos constatar
en las valoraciones que hacen los niños sobre sí mismos en frases
tales como «no tengo dificultades para resolver los problemas cuando
éstos se presentan» o «si me esfuerzo soy capaz de sacar buenas
notas». Los niños que son incapaces de pensar de esta manera sienten
que no pueden hacer nada para cambiar las cosas, lo cual genera una
sensación de impotencia que es más acusada en el caso de los niños
más deprimidos. En un determinado estudio se sometió a observación a
varios alumnos de quinto y sexto curso pocos días después de recibir
sus hojas de calificaciones que, como todos recordaremos, suelen ser
una de las principales fuentes de alegría o de desesperación durante
la infancia. Los investigadores descubrieron una marcada diferencia
en la forma en que cada niño se reafirma cuando recibe una
calificación peor de la esperada. En este sentido, los niños que
consideran que sus malas notas son el resultado de algún tipo de
deficiencia personal («soy estúpido») se sienten más deprimidos que
aquéllos otros que encuentran una explicación que deja abierta la
posibilidad de hacer algo para transformar las cosas («si me
esfuerzo más podré sacar mejores notas en matemáticas»). Los
investigadores estudiaron también a un grupo de alumnos de tercero,
cuarto y quinto curso que eran objeto del rechazo de sus compañeros
y efectuaron un seguimiento de aquéllos que seguían siendo
marginados al año siguiente, descubriendo que un factor decisivo en
la génesis de la depresión era el modo en que estos niños se
explicaban a sí mismos el rechazo del que eran objeto. Quienes
consideraban que el rechazo se debía a alguna especie de defecto
personal eran más proclives a la depresión, mientras que los niños
más optimistas, los que sentían que podían hacer algo para mejorar
la situación, no se sentían especialmente deprimidos a pesar del
rechazo constante de que eran objeto. Otro estudio demostró que los
niños que tenían una actitud pesimista cuando estaban a punto de
efectuar la difícil transición al séptimo curso, eran más proclives
a la depresión cuando debían enfrentarse al nuevo nivel de
exigencias de la escuela o del hogar. Pero la prueba más palpable de
que la actitud pesimista predispone a la depresión nos la
proporciona un seguimiento de cinco años de duración iniciado cuando
los niños estaban en tercer curso. El predictor más decisivo de la
depresión entre los niños más pequeños resultó ser una actitud
pesimista ante la vida en conjunción con un acontecimiento
traumático importante, como, por ejemplo el divorcio de los
padres o el fallecimiento de un familiar (situaciones, en suma, que
no sólo conmueven y angustian al niño, sino que también suelen
privarle del apoyo y el consuelo de sus padres). No obstante, a lo
largo de la escuela primaria tiene lugar un cambio significativo en
su forma de interpretar las causas de los acontecimientos positivos
y negativos que les toca vivir, achacándolos, cada vez más, a sus
propios rasgos personales («saco buenas notas porque soy listo» o
«no tengo muchos amigos porque no soy divertido»). Este cambio
parece tener lugar entre el tercer y quinto curso y. cuando ocurre,
quienes sustentan una actitud pesimista —y atribuyen la causa de los
infortunios a un defecto intrínseco— comienzan a ser presa de
estados de ánimo depresivos. Y lo que es más importante todavía, la
misma depresión contribuye a reforzar las pautas de pensamiento
pesimistas, de modo que, aun cuando la depresión desaparezca, el
niño queda marcado con una especie de cicatriz emocional, un
conjunto de creencias alimentadas por la depresión y consolidadas
por su pensamiento (que no es buen estudiante o que es antipático)
que le impiden escapar de su sombrío estado de ánimo. Estas ideas
fijas hacen que el niño sea más vulnerable a caer nuevamente en la
depresión.
LA FORMA DE
ACABAR CON LA DEPRESION
Pero
existen fundadas esperanzas de que es posible enseñar a los niños
formas más eficaces de afrontar los problemas y disminuir así el
riesgo de la depresión infantil. En un estudio llevado a cabo en un
instituto de Oregón, uno de cada cuatro estudiantes mostraba lo que
los psicólogos denominan una «depresión moderada», una
depresión que, aunque no reviste la suficiente gravedad como para
afirmar que excede el grado de insatisfacción natural, bien podría
constituir la antesala de una depresión auténtica.
Setenta y cinco estudiantes aquejados de esta depresión moderada
aprendieron, en una clase especial fuera del horario habitual
lectivo, a modificar las pautas de pensamiento generalmente
A
diferencia de lo que ocurre con los adultos, la medicación no parece
ofrecer una alternativa para el tratamiento de la depresión infantil
que pueda sustituir a la terapia o a la educación preventiva. La
investigación ha demostrado que, en el caso de los niños, los
antidepresivos tricíclicos —que tanto éxito han tenido en el
tratamiento de los adultos— no son mejores que la administración de
un placeho, efecto de las nuevas medicaciones antidepresivas, como
por ejemplo el Prozac, todavía no ha sido estudiado en los niños.
Por su
parte, la desipramina, uno de los tricíclicos más utilizados (y más
seguros) para el tratamiento de los adultos, está siendo actualmente
ohjeto de estudio por parte del FDA Feod and Drues Administration,
como una posible causa de mortatidad infantil, asociadas a ese
estado, a hacer amigos, a relacionarse mejor con sus padres y a
comprometerse en aquellas actividades sociales que les resultaban
más atractivas. El 55% de los participantes en el programa, de ocho
semanas de duración, logró recuperarse de su depresión, algo que
sólo consiguió el 25% de los estudiantes deprimidos que no se habían
beneficiado del programa. Un año más tarde, el 25% de los
componentes del grupo de control había caído en una depresión mayor
frente al 14% de los alumnos que habían participado en el programa
de prevención. Así pues, aunque el programa sólo durase ocho
sesiones, redujo a la mitad el riesgo de contraer una depresión. El
mismo tipo de conclusiones esperanzadoras nos ofrece un programa
especial de frecuencia semanal dirigido a niños de edades
comprendidas entre los diez y los trece años que tenían frecuentes
disputas con sus padres y que también presentaban síntomas de
depresión. Durante estas sesiones extraescolares los niños aprendían
ciertas habilidades emocionales básicas, como hacer frente a los
problemas, pensar antes de actuar y, tal vez lo mas importante,
revisar y modificar las creencias pesimistas ligadas a la depresión
(como, por ejemplo, tomar la firme resolución de esforzarse más en
el estudio después de haber obtenido malos resultados en un examen,
en vez de pensar «no soy lo suficientemente listo»).
En
opinión del psicólogo Martin Seligman, uno de los creadores de este
programa de doce semanas de duración: «en estas clases los niños
aprenden que es posible hacer frente a estados de ánimo como la
ansiedad, el abatimiento o el enfado, y que la transformación de
nuestros pensamientos nos permite, en cierto modo, transformar
también nuestros sentimientos». Según Seligman, el hecho de
hacer frente a los pensamientos depresivos disipa las tinieblas del
estado de ánimo negativo y «sólo depende del esfuerzo sostenido
momento a momento el que esto termine convirtiéndose en un hábito».
Estas
sesiones especiales también redujeron a la mitad la frecuencia de
las depresiones después de dos años de haber concluido el programa.
Al cabo de un año, sólo el 8% de los participantes arrojaron unos
resultados en un test sobre depresión que los situaba en un nivel
entre moderado y grave, (frente al 29% de los niños pertenecientes
al grupo de control), mientras que, dos años después, el 20% de los
muchachos que habían seguido el curso mostraban algunos síntomas de
depresión moderada (en comparación con el 44% del grupo de control).
El
aprendizaje de estas habilidades emocionales puede resultar
especialmente útil en plena adolescencia. Como observa Seligman: «estos
chicos suelen estar mejor preparados para afrontar la ansiedad
normal que experimenta el adolescente frente al rechazo, y parecen
haber aprendido esta habilidad en un período especial mente crítico
para la depresión que tiene lugar alrededor de los diez años de
edad. Después de aprendida, esta lección parece persistir e incluso
fortalecerse en el curso de los años posteriores, sugiriendo
claramente su aplicabilidad a la vida cotidiana».
Los
especialistas en la depresión infantil se muestran sumamente
esperanzados con la aparición de estos nuevos programas.
Según
me comentaba Kovac: «si queremos intervenir eficazmente en problemas
psiquiátricos tales como la depresión, tenemos que hacer algo antes
de que los niños enfermen. La única solucion parece pasar por algún
tipo de vacuna psicológica».
LOS
TRASTORNOS ALIMENTICIOS
En una
epoca en la que estudiaba psicología clínica a finales de los
sesenta, conocí a dos mujeres que sufrían trastornos de la conducta
alimentaria, aunque sólo me di cuenta de ello varios años después.
Una de ellas, una brillante licenciada en matemáticas por Harvard,
era amiga mía desde mis días de estudiante universitario, la otra
era bibliotecaria del MIT (Massachusetts Institute ol Technology) Mi
amiga matemática se hallaba esqueléticamente delgada pero no podía
comer porque, según decía, «la comida le repugnaba»; en cambio, la
bibliotecaria era gruesa y solía atiborarse de helados, pastel de
zanahoria y todo tipo de dulces aunque después —como me confesó
avergonzada en cierta ocasión— solía ir al servicio a provocarse el
vómito.
Hoy en
día, a la primera de ellas le diagnosticaría una anorexia y a la
otra una bulimia, pero, en aquellos años, los clínicos sólo estaban
empezando a hablar de estos problemas y ni siquiera existían estas
etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este movimiento, publicó su
primer artículo sobre los trastornos de la conducta alimentaria en
1969. Bruch, que se hallaba desconcertada por los casos de mujeres
cuya dieta las llevaba al borde de la muerte, propuso que una de las
causas de este problema radica en la incapacidad de estas mujeres
para identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales
y especialmente, por supuesto, a la sensación de hambre. Desde
entonces, la literatura clínica sobre los trastornos de la conducta
alimentaria ha proliferado como las setas y ha aparecido multitud de
teorías que tratan de explicar sus posibles causas. Estas causas van
desde las chicas que se quieren mantener eternamente jóvenes y se
sienten obligadas a luchar infatigablemente para lograr un modelo
inalcanzable de belleza femenina, hasta las madres posesivas que
terminan enredando a sus hijas en una trama autoritaria de
culpabilidad y verguenza.
Pero
la mayor parte de estas hipótesis adolecían de la gran desventaja de
ser extrapolaciones hechas según observaciones efectuadas durante la
terapia. Desde un punto de visto científico es mucho más aconsejable
llevar a cabo investigaciones sobre grandes grupos durante varios
años para determinar quiénes terminan superando el problema. Sólo
este tipo de investigación podrá ayudarnos a determinar con
exactitud las variables que favorecen la aparición del problema y
diferenciarlas de aquellas otras condiciones que, si bien parecen
relacionadas, no tienen una incidencia directa sobre él.
Un
estudio de este tipo llevado a cabo con más de novecientas muchachas
que se hallaban entre el séptimo y el décimo curso puso de
manifiesto la existencia de serias deficiencias emocionales
(como, por ejemplo, la incapacidad de dominar y expresar los
sentimientos desagradables). Sesenta y una chicas de décimo curso de
un instituto de las afueras de Minneapolis presentaban ya graves
síntomas de anorexia y bulimia. Cuanto mayor era la gravedad del
trastorno, más desbordantes eran los sentimientos negativos con que
las chicas reaccionaban a los contratiempos, dificultades y
problemas que la vida les presentaba y menor era también su
conciencia de sus verdaderos sentimientos.
Y la
combinación de estas dos tendencias emocionales con el rechazo hacia
el propio cuerpo, daba como resultado la anorexia o la bulimia. Esa
investigación también descubrió que los padres autoritarios no
desempeñan un papel decisivo en la etiología de los trastornos de la
conducta alimentaria. Como la misma Bruch había advertido, las
teorías explicativas basadas en la percepción o comprensión a
posteriori (como. por ejemplo, que los padres pueden llegar
fácilmente a ser posesivos como respuesta a sus desesperados
intentos por controlar a una hija que padece un trastorno
alimenticio) son probablemente inadecuadas. Las explicaciones más
populares, como el miedo a la sexualidad, el inicio precoz de la
pubertad o la baja autoestima también demostraron carecer de todo
fundamento.
Esta
investigación demostró que el principal desencadenante de este
trastorno radica en una sociedad obsesionada por un modelo ideal de
belleza antinaturalmente delgado. Mucho antes del inicio de la
adolescencia, las chicas ya comienzan a conceder importancia a su
peso. Por ejemplo, una niña de seis años rompió a llorar cuando su
madre le dijo que el bañador la hacía parecer gorda cuando, en
opinión del pediatra que presenta el caso, el peso de la niña era
normal para su estatura» Un estudio realizado con adolescentes
descubrió que el 50% de ellas creían que estaban demasiado gruesas,
a pesar de que la inmensa mayoría tenía un peso completamente
normal. No obstante, el estudio de Minneapolis también demostró que
la obsesión por el peso no basta para explicar por qué ciertas
chicas desarrollan este tipo de problemas alimenticios.
Muchas
personas obesas son incapaces de expresar la diferencia que existe
entre tener miedo, estar hambriento o sentirse enfadado e
interpretan confusamente todos estos sentimientos como si estuvieran
relacionados con el hambre, una situación que las lleva a comer
compulsivamente cada vez que se sienten preocupadasi Y algo similar
parece estar ocurriéndoles a las muchachas que padecen trastornos de
la conducta alimentaria. Gloria Leon, la psicóloga de la Universivad
de Minnesota que llevó a cabo este estudio, observó que: «estas
muchachas manifiestan una conciencia muy pobre de sus sentimientos y
de los mensajes de su cuerpo, lo cual constituye un
predictor claro de que, en el curso de los dos años posteriores,
desarrollarán alguno de estos desórdenes. La mayoría de los niños
aprenden a disíinguir entre sus sensaciones y son capaces de
discernir si están aburridos, enfadados, deprimidos o hambrientos,
una habilidad que forma parte del aprendizaje emocional básico. Pero
estas muchachas tienen dificultades para saber qué es lo que
realmente sienten. De este modo, cuando, por ejemplo, tienen un
problema con su novio, no saben si están enfadadas, ansiosas o
deprimidas, lo único que experimentan es una difusa tormenta
emocional con la que no saben cómo relacionarse y tratan de
superarla comiendo, algo que puede llegar a convertirse en un hábito
muy arraigado».
Cuando
esta forma de tranquilizarse choca con las presiones que sufren las
chicas para mantenerse delgadas, queda expedito el camino para el
desarrollo de algún tipo de trastorno alimentario.
Como
observa Leon: «al comienzo, la muchacha puede empezar a comer
vorazmente, pero si quiere mantenerse delgada tiene que tratar de
provocarse el vómito, tomar laxantes o realizar un intenso esfuerzo
físico que la libre del exceso de peso. Otra de las modalidades
utilizadas para controlar la confusión emocional puede ser la de no
comer en absoluto, ya que esto parece proporcionarle un mínimo
control sobre los sentimientos angustiantes».
Cuando
estas chicas, que combinan una escasa conciencia de si mismas con
una habilidad social empobrecida, se sienten alteradas, son
incapaces de calmar su sensación de angustia. En tal caso, los
problemas con los padres o los amigos disparan el trastorno
alimenticio, ya sea éste la bulimia, la anorexia o simplemente la
voracidad compulsiva. En opinión de Leon, el tratamiento eficaz de
esta clase de chicas debería incluir algún tipo de adiestramiento en
las habilidades emocionales de las que carecen. Según me dijo Leon:
«los clínicos han constatado que la terapia funciona mejor cuando
presta atención a estas deficiencias. Estas muchachas deben aprender
a identificar sus sentimientos, a tranquilizarse y a orientar más
adecuadamente sus relaciones sin abandonarse a sus irregulares
hábitos alimenticios.»
LOS
SOLITARIOS Y LOS MARGINADOS
Fue un
pequeño drama de la escuela primaria. Ben, un alumno de cuarto curso
con muy pocos amigos, acababa de oír decir a su companero Jason que
no iban a jugar juntos durante la hora de la comida porque quería
jugar con otro niño llamado Chad. Ben, entonces, se derrumbó,
escondió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Al cabo de un
rato se dirigió a la mesa en la que Jason y Chad estaban comiendo y
dijo:
—¡Te
odio!
—¿Por
qué? —preguntó éste.
—Porque me has mentido —respondió Ben en tono acusatorio—. Toda la
semana has estado diciendo que hoy jugarías conmigo y me has
engañado.
Luego
Ben se alejó visiblemente enfadado a su mesa vacía y empezó a
sollozar en silencio. Jason y Chad se dirigieron entonces hacia él y
trataron de hablarle, pero Ben se tapó los oídos ignorándoles y
salió corriendo del comedor para esconderse detrás de un contenedor
de basura. Un grupo de chicas que había presenciado el diálogo trató
entonces de mediar en la disputa y le dijeron que Jason quería jugar
con él. Pero Ben tampoco quiso escucharías y les respondió que le
dejaran solo. Luego siguió alimentando su resentimiento, acompañado
tan sólo de su llanto.
Una
situación desoladora, ¿qué duda cabe? La sensación de sentírse
rechazado y falto de la amistad de los demás es algo con lo que
todos debemos enfrentarnos en algún momento de nuestra infancia o de
nuestra adolescencia. Pero lo que resulta más llamativo en el caso
de Ben es su ineptitud para responder a todos los intentos
realizados por Jason para corregir su error, una actitud que sólo
contribuyó a prolongar su malestar. Esta incapacidad para comprender
ciertos mensajes clave resulta muy común en los niños impopulares.
Como vimos en el capitulo 8, los niños socialmente rechazados suelen
tener dificultades para registrar los mensajes emocionales y
sociales y, en el caso de que lleguen a percibirlos, muestran un
repertorio de respuestas sumamente restringido.
Uno de
los riesgos principales que corren los niños socialmente rechazados
es la posibilidad de abandonar la escuela. El promedio de abandono
escolar entre los niños rechazados por sus compañeros es entre dos y
ocho veces superior al de los niños populares. Por ejemplo, un
estudio puso de manifiesto que aproximadamente el 25% de los niños
impopulares en la escuela primaria abandonan sus estudios antes de
terminar el instituto, cuando el promedio general es del ~ lo cual
no resulta sorprendente dada la dificultad que puede suponer
permanecer treinta horas semanales en un lugar en el que no le
caemos simpático a nadie.
Hay
dos tendencias emocionales que pueden contribuir a que los niños
terminen marginándose socialmente. Una de ellas, como ya hemos
visto, es la propensión a los arrebatos de cólera y a percibir
hostilidad donde no la hay, y la otra consiste en mostrarse
excesivamente tímido, ansioso y vergonzoso. Pero también tenemos
que decir que, por encima de estos factores temperamentales, los
niños que más tienden a ser relegados —aquéllos cuya reiterada
terquedad hace sentirse incómodos a los demás— son los niños «desconectados».
Una de
las formas en que estos niños se muestran «desconectados» es a
través de las señales emocionales que emiten al mundo exterior. Por
ejemplo, un estudio demostró que los niños con pocos amigos no
sabían emparejar una emoción —como el disgusto o el rechazo, por
ejemplo— con un determinado rostro.
Cuando
se preguntó a los niños de una guardería por la forma en que hacían
nuevos amigos o evitaban las peleas, fueron nuevamente los niños
impopulares —aquéllos con los que los demás no querían jugar—
quienes ofrecieron las respuestas más inapropiadas (la respuesta más
habitual de estos niños, por ejemplo, en el caso de que desearan el
mismo juguete que uno de sus compañeros era la de empujarles o la de
buscar la ayuda de un adulto). Y cuando se pidió a varios niños de
edad más avanzada que escenificaran la tristeza, el enfado o la
desconfianza, fueron también los más impopulares quienes llevaron a
cabo las representaciones menos convincentes. No resulta, pues,
sorprendente que estos niños se sientan incapaces de hacer amigos y
que su incompetencia social termine convirtiéndose en una profecía
autocumplida. En lugar de aprender nuevas estrategias de
aproximación a los demás, estos niños se limitan a repetir una y
otra vez pautas que no funcionaron en el pasado o ensayan otras
nuevas más torpes aún si cabe.
Estos
niños manifiestan un escaso criterio emocional y no se les considera
una compañía agradable ni saben qué hacer para que los demás se
encuentren a gusto con ellos. Por ejemplo, la observación del juego
de estos niños impopulares demostró una mayor tendencia que el resto
a hacer trampas, enfadarse y dejar de jugar cuando perdían, o
jactarse y fanfarronear cuando ocurría lo contrario. Está claro que
todos los niños quieren ganar, pero la mayor parte de ellos son
capaces de refrenar sus reacciones emocionales de modo que no
afecten a la relación con sus compañeros de juego.
Pero
aunque los niños emocionalmente sordos —los niños que tienen
dificultades para registrar y responder a las emociones— suelen
convertirse en marginados sociales, existen muchos otros niños que
atraviesan por períodos transitorios de rechazo que no terminan
abocándoles a un horizonte tan sombrío. En cualquier caso, el
desolador estatus que acompaña a quienes son objeto del rechazo
constante durante los años de escuela se agudiza con el paso del
tiempo, incrementando así su grado de marginación social. Hay que
tener en cuenta que es en el crisol de la amistad y en el bullicio
del juego en donde se forjan las habilidades emocionales y sociales
que condicionan las relaciones que el ser humano sostiene a lo largo
de toda su vida. Es evidente, pues, que los niños que son excluidos
de este ámbito de aprendizaje no cuentan con las mismas
posibilidades que los demás.
Es
comprensible que los niños rechazados experimenten miedo y ansiedad
y se sientan deprimidos y aislados De hecho, el grado de popularidad
de los niños de tercer curso ha demostrado ser un mejor predictor de
los problemas de salud mental que pueden presentar alrededor de los
dieciocho años que cualquier otro dato, como las calificaciones
escolares, el rendimiento académico, el CI e incluso los resultados
de los test psicológicos, como ya hemos visto anteriormente, los
niños que tienen pocos amigos terminan convirtiéndose en solitarios
crónicos que, de mayores, correrán más riesgos de contraer
determinadas enfermedades y de sufrir una muerte anticipada.
Como
afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las relaciones
tempranas que sostenemos con nuestros mejores amigos del mismo sexo
nos ensenan a navegar en el mundo de las relaciones íntimas (a
dirimir las diferencias y a compartir nuestros sentimientos más
profundos). Pero los niños rechazados disponen de muchas menos
ocasiones que sus compañeros para poder entablar una amistad íntima
en los años de la escuela primaria perdiendo así una oportunidad
crucial para su desarrollo emocional. En este sentido, tener un
amigo —aunque sólo sea uno e iincluso aunque esa amistad no sea muy
sólida— puede suponer, a la larga, una extraordinaria diferencia.
EL
APRENDIZAJE DE LA AMISTAD
Pero
existe una puerta abierta a la esperanza para los niños rechazados.
Steven Asher, psicólogo de la Universidad de Illinois, ha diseñado
un programa de «adiestramiento para la amistad» destinado a los
niños impopulares que ha tenido cierto éxito. La investigación
realizada por Asher comenzó identificando a los alumnos de tercer y
cuarto curso que menos atractivos resultaban para sus compañeros de
clase. Luego organizó seis sesiones para enseñarles el modo de
inducirles a «una participación más agradable en los juegos»,
enseñándoles a ser «más amistosos, divertidos y simpáticos». Para
evitar cualquier tipo de estigmatización, Asher les dijo que iban a
actuar en calidad de «consejeros» del entrenador, quien estaba
tratando de averiguar las cosas que hacían más atractiva la
participación de los niños en los juegos.
Los
niños fueron entrenados a comportarse del mismo modo que Asher
consideraba característico de los más populares. También se les
alentaba a tratar de encontrar soluciones alternativas (en lugar de
recurrir exclusivamente a las peleas) si tenían problemas con las
reglas del juego; a comunicarse con los demás y a hacerles preguntas
mientras estaban jugando; a escuchar y observar a los otros niños
para averiguar cómo se sentían; a decir algo agradable cuando los
demás hacían algo bien; y a sonreír y a brindar su colaboración, sus
propuestas y su aliento. Los niños debían poner en práctica estas
reglas básicas de cortesía mientras jugaban con un compañero de
clase y se les adiestraba a comentar después sus experiencias
durante el juego. El efecto de este cursillo de relaciones sociales
fue considerablemente positivo.
Un año
después, los niños que habían participado en este entrenamiento
—niños que, recordémoslo, fueron seleccionados por que eran los que
menos simpatías despertaban entre sus compañeros— gozaban de una
posición notablemente más popular. Hay que decir también que ninguno
de ellos destacaba por su brillantez social, pero lo cierto es que
habían dejado de engrosar las filas de los niños rechazados.
A
similares conclusiones ha llegado Stephen Nowicki, psicólogo de la
Universidad de Emoryi. Nowicki ha concebido también un programa
destinado a adiestrar a los niños marginados en la mejora de su
capacidad para interpretar y responder adecuadamente a los
sentimientos de los demás. Este programa comienza con la grabación
en video de los niños tratando de expresar emociones como, por
ejemplo, la tristeza o la alegría y luego se completa con un
adiestramiento que les ayuda a mejorar su expresividad. Finalmente,
llevan a la práctica su nueva habilidad con algún otro niño con
quien deseen entablar amistad.
Entre
el 50 y el 60% de los niños rechazados que han participado en este
tipo de programas han logrado mejorar su grado de aceptación. En la
actualidad, estos programas parecen funcionar mejor con alumnos de
tercer y cuarto curso que con niños de grados superiores, y parecen
también más adecuados para los niños socialmente ineptos que para
los niños agresivos pero, en mi opinión, todo es cuestión de puesta
a punto. En cualquier caso, el hecho de que casi todos los niños
rechazados puedan volver a formar parte del círculo de la amistad
con un mínimo adiestramiento emocional constituye un claro signo de
esperanza.
EL ALCOHOL Y
LAS DROGAS: LA ADICCION COMO AUTOMEDICAClÓN
Los
estudiantes del campus universitario local lo llamaban «beber hasta
quedarse en blanco», es decir, ingerir dosis masivas de cerveza
hasta llegar a perder el conocimiento. Una de las técnicas más
utilizadas consistía en insertar un embudo en una manguera de modo
que, a través de ésta, pueda verterse en menos de diez segundos una
jarra entera de cerveza. Pero no debemos considerar que este
procedimiento constituya una rareza aislada, porque una encuesta
mostró que aproximadamente el 40% de los estudiantes universitarios
varones son capaces de ingerir un mínimo de siete bebidas
alcohólicas de una sentada y el 11% se consideran a sí mismos
«bebedores resistentes», otra forma de denominar, en suma, al
alcoholismo. En la actualidad, el 50% de universitarios varones y el
40% de las universitarias se emborrachaban al menos un par de veces
al mes. Aunque en los Estados Unidos el uso de las drogas entre la
ventud disminuyó durante la década de los ochenta, es cada vez mayor
el consumo de alcohol a edades más precoces. Un estudio llevado a
cabo en 1993 reveló que el 33% de las estudiantes universitarias
admitían que bebían para emborracharse, frente a un porcentaje del
10% en 1977. En términos generales, uno de cada tres estudiantes
bebe con la intención de embriagarse. Esta situación comporta, a su
vez, otro tipo de riesgos, puesto que el 90% del total de
violaciones denunciadas en los campus universitarios tuvieron lugar
después de que la víctima o el agresor —o ambos a la vez— hubieran
estado bebiendo. Por último, los accidentes relacionados con el
alcohol son la principal causa de mortalidad entre los jóvenes de
edad comprendida entre los quince y los veinticuatro años.
La
experimentación con el alcohol y las drogas parece ser un rito de
pasaje para los adolescentes pero, en algunos casos, esta primera
toma de contacto puede llegar a tener efectos permanentes. En este
sentido podríamos decir que el origen de la adicción de la mayoría
de los alcohólicos y demás toxicómanos se remonta a la edad de diez
años, aunque pocos de los que han experimentado con el alcohol y las
drogas terminan convirtiéndose en alcohólicos o toxicómanos. Por
ejemplo, más del 90% de los alumnos que concluyen la enseñanza
secundaria ya han probado el alcohol, pero sólo el 14% de ellos
llegan a transformarse en alcohólicos. Del mismo modo, sólo un
porcentaje inferior al 5% de los millones de norteamericanos que han
probado la cocaína se han convertido en adictos. ¿Qué es, pues, lo
que determina la diferencia entre uno y otro caso?
Quienes habitan en un barrio con un alto índice de delincuencia, en
donde se vende crack a la vuelta de la esquina y el traficante de
drogas es el ejemplo local más destacado del éxito económico, están
más expuestos al abuso de estas substancias.
Algunos pueden llegar a hacerse adictos convirtiéndose en camellos
ocasionales, otros simplemente debido a su facilidad de acceso o a
una subcultura miope que mitifica el uso de las drogas; un factor
este último que aumenta el riesgo del abuso de drogas en cualquier
entorno, incluso —y quizás especialmente— entre los muchachos más
acomodados económicamente. Pero todo ello no responde a la cuestión
de cuáles son los chicos que se hallan más expuestos a este tipo de
trampas y presiones. ¿Quiénes van a tener simplemente una
experiencia ocasional y quiénes por el contrario, son más propensos,
a convertirlo en un hábito permanente?
Una
teoría científica al uso afirma que las personas que dependen del
alcohol y de las drogas están utilizando esas sustancias como una
especie de medicación que les ayuda a mitigar su ansiedad, su
enojo y su depresión, puesto que les permiten calmar
químicamente la ansiedad y la insatisfacción que les atormentan. En
un seguimiento efectuado sobre varios cientos de estudiantes de
séptimo y octavo curso a lo largo de un par de años, quienes
acusaron mayores niveles de angustia emocional mostraron
posteriormente las tasas mas elevadas de abuso de drogas. Esto
también podría explicar por qué hay tantos jóvenes que prueban el
alcohol y las drogas sin llegar a convertirse en adictos, mientras
que otros se hacen dependientes casi desde el mismo comienzo. Así
pues, las personas más vulnerables a la adicción parecen encontrar
en las drogas y el alcohol una especie de varita mágica que les
ayuda a sosegar las emociones que les han estado atormentando
durante muchos años.
Como
señala Ralph Tarter, psicólogo del Western Psychiatric Institute and
Clinie, de Pittsburgh: «hay personas que parecen biológicamente
predispuestas y cuya primera toma de contacto con la droga es tan
recompensante que los demás no podemos ni siquiera llegar a
sospechar. Muchas personas que han logrado recuperarse del abuso de
drogas me han confesado que, cuando la tomaron, se sintieron
normales por primera vez en la vida. Así pues, al menos a corto
plazo, la droga actúa como una especie de estabilizador
psicológico». Y en esto se basa, por supuesto, la principal
tentación a la que recurre el demonio de la adicción, ya que es
capaz de provocar una sensación de bienestar a corto plazo, aunque,
a la larga, termine abocando al desastre permanente.
También existen ciertas pautas emocionales que parecen determinar
que las personas tiendan a encontrar consuelo emocional en unas
substancias más que en otras. Hay, por ejemplo, dos caminos
diferentes que conducen al alcoholismo. El primero de ellos se
inicia cuando una persona que ha tenido una infancia llena de
tensión y ansiedad descubre —por lo general en la
adolescencia— que el alcohol le permite mitigar la sensación de
ansiedad.
Es
frecuente que estas personas —generalmente varones— sean, a su vez,
hijos de alcohólicos que también recurren a la bebida para tratar de
calmar su nerviosismo. Uno de los indicadores biológicos de esta
pauta es la hiposecreción de GABA, uno de los neurotransmisores que
regulan la ansiedad. Cuanto menor es el nivel de GABA, mayor es el
índice de tensión que experimenta el individuo. Cierto estudio puso
de manifiesto cíue los hijos de padres alcohólicos presentan un bajo
nivel de GABA y, en consecuencia, son sumamente ansiosos. Pero
cuando estas personas ingieren alcohol, su nivel de GABA aumenta en
la misma proporción en que disminuye su sensación de ansiedad. Los
hijos de alcohólicos, pues, beben principalmente para aliviar la
tensión y descubren en el alcohol una sensación de liberación que no
saben conseguir de otro modo. Este tipo de personas es asimismo muy
vulnerable al abuso de sedantes combinados con el alcohol, que
también potencian el descenso del nivel de ansiedad.
Un
estudio neuropsicológico llevado a cabo con hijos de alcohólicos que
a la temprana edad de doce años evidenciaban ya claros síntomas de
ansiedad (como un marcado aumento del ritmo cardiaco en respuesta al
estrés o una elevada impulsividad) demostró que estos niños
presentaban un pobre funcionamiento del lóbulo frontal. Esto
significa que pueden confiar menos que otros chicos en aquellas
áreas cerebrales que podrían ayudarles a paliar la ansiedad o a
controlar la impulsividad. Y, dado que los lóbulos prefrontales
también afectan al funcionamiento de la memoria —permitiendo, por
ejemplo, tener bien presentes las consecuencias de las rutas de
acción a que nos conduce una determinada decisión—, esta carencia
constituye un camino directo al alcoholismo que les lleva a tener
exclusivamente en cuenta los efectos sedantes inmediatos del alcohol
sobre la ansiedad y les impide sopesar adecuadamente sus efectos
negativos a largo plazo.
Esta búsqueda desesperada de calma parece ser el indicador emocional
de una susceptibilidad genética hacia el alcoholismo.
Un
estudio efectuado con 1300 parientes de alcohólicos demostró que los
hijos de éstos que presentaban un elevado índice de ansiedad
crónica, son quienes mayores riesgos tienen de abusar de la bebida.
La conclusión de los investigadores que llevaron a cabo este estudio
fue que, en estas personas, el alcoholismo constituye una forma de
«automedicación que les permite combatir los síntomas de la
ansiedad»?
El
otro camino emocional que conduce al alcoholismo está ligado a un
elevado nivel de agitación, impulsividad y aburrimiento. Durante la
infancia, esta pauta se manifiesta como un comportamiento inquieto,
caprichoso y desobediente, y en la escuela primaria asume la forma
de nerviosismo, hiperactividad y búsqueda de problemas, una
tendencia que, como ya hemos apuntado, puede empujarles a buscar
amigos problemáticos y terminar abocándoles, en ocasiones, a la
delincuencia o al diagnóstico de «trastorno de personalidad
antisocial». El principal problema emocional de estas personas
(sobre todo varones) es la agitación; su principal debilidad, la
impulsividad descontrolada y su reacción habitual ante el
aburrimiento, la búsqueda compulsiva del riesgo y la excitación. Los
adultos que presentan esta pauta de conducta —que posiblemente esté
ligada a ciertas deficiencias en dos tipos de neurotransmisores, la
serotonina y el MAO (monoaminooxidasal)— son incapaces de soportar
la monotonía y están dispuestos a probarlo todo, descubriendo que el
alcohol puede calmar fácilmente su agitación. De este modo, su
elevado nivel de impulsividad —combinado con su aversión al
aburrimiento— les convierte en claros candidatos al abuso de una
lista casi interminable de todo tipo de drogas. Pero, aunque el
alcohol pueda aliviar provisionalmente la depresión, sus efectos
metabólicos no tardan en empeorar la situación. Por esto, quienes
consumen alcohol lo hacen más para calmar la ansiedad que la
depresión. Existen otras drogas completamente diferentes que
apaciguan —al menos temporalmente— las sensaciones que aquejan a las
personas deprimidas.
Por
ejemplo, la infelicidad crónica coloca a las personas en una
situación de grave riesgo de adicción a estimulantes tales como la
cocaína, porque esta sustancia constituye un antídoto directo contra
la depresión. Un estudio mostró que más de la mitad de los pacientes
que estaban siendo tratados clínicamente de su adicción a la cocaína
podrían haber sido diagnosticados de depresión grave antes de que
comenzaran a habituarse y que, a mayor gravedad de la depresión
previa, más arraigado estaba el hábito.
La
irritabilidad crónica, por su parte, puede conducir a otro tipo
de vulnerabilidad. Un estudio demostró que la pauta emocional más
característica de los cuatrocientos pacientes que estaban siendo
tratados de su adicción a la heroína y otros opiáceos, era su
dificultad para controlar la ira y su predisposición al enojo.
Algunos de estos pacientes confirmaron que los opiáceos les habían
permitido sentirse normales y relajados por primera vez en su vida.
Como
han demostrado durante décadas Alcohólicos Anónimos y otros
programas de recuperación, aunque la predisposición al abuso de las
drogas se origine, en muchos casos, en un determinado funcionamiento
cerebral, los sentimientos que impulsan a las personas a
«automedicarse» es con el uso de la bebida o las drogas pueden
resolverse sin tener que recurrir a ningún tipo de sustancias. La
capacidad de mitigar la ansiedad, de superar la depresión o de
calmar la irritación, por ejemplo, contribuye a eliminar el impulso
de consumir todo tipo de drogas.
La
enseñanza de estas habilidades emocionales básicas constituye un
elemento fundamental en los programas de tratamiento contra las
toxicomanías. Pero seria mucho mejor, ¿qué duda cabe?, que estas
habilidades se aprendieran en una fase más temprana de la vida,
antes de que el hábito arraigase.
NO MAS
CRUZADAS UN CAMINO PREVENTIVO COMUN
En las
dos últimas décadas se han declarado diversas «cruzadas»: contra los
embarazos juveniles, contra el fracaso escolar, contra las drogas y,
más recientemente, contra la violencia. No obstante, el problema con
este tipo de campañas es que llegan demasiado tarde, cuando la
situación ya ha alcanzado proporciones endémicas y ha arraigado
firmemente en las vidas de los jóvenes.
En
este sentido equivalen a una intervención en momentos de crisis, a
tratar de resolver los problemas clínicos enviando ambulancias para
recoger a los enfermos en lugar de proporcionarles una vacuna que
pueda impedir que contraigan la enfermedad.
Pero
no necesitamos tanto este tipo de campañas, sino que debemos centrar
todos nuestros esfuerzos en la prevención, ofreciendo a los niños la
oportunidad de desarrollar las capacidades que les permitan afrontar
la vida y aumentar así la posibilidad de escapar de todos esos
destinos infaustos. Mi insistencia en la importancia de las
deficiencias emocionales y sociales no pretende subestimar el papel
que desempeñan otros factores de riesgo como, por ejemplo, el hecho
de haber nacido en una familia caótica, fragmentada o violenta, o
crecido en un barrio infestado por la delincuencia, la pobreza y las
drogas.
La
pobreza, por sí sola, ya constituye suficiente azote emocional para
los niños y, en este sentido, a la edad de cinco años los niños más
pobres se sienten ya más temerosos, ansiosos y tristes, presentan
más problemas de conducta y rabietas más frecuentes, y se muestran
más destructivos que sus compañeros mejor situados económicamente,
una tendencia que se mantendrá durante los diez años siguientes. La
presión de la pobreza también corroe los cimientos mismos de la vida
familiar disminuyendo la expresión del afecto, aumentando la
depresión de las madres (que frecuentemente se hallan solas y sin
trabajo) y aumentando también la incidencia de castigos duros como
los gritos, los golpes y las amenazas físicas. Pero también hay que
decir que las habilidades emocionales desempeñan un papel más
decisivo que los factores económicos y familiares a la hora de
determinar sí un niño o un adolescente concreto llegará a arruinar
su vida por estas dificultades o si, por el contrario, podría
sobreponerse a ellas. Los estudios a largo plazo realizados sobre
centenares de niños que han crecido en condiciones de extrema
pobreza, en el seno de familias agresivas o con padres que padecían
serios trastornos psicológicos, demuestran que quienes son capaces
de afrontar las dificultades más adversas comparten las mismas
habilidades emocionales fundamentales, entre las que podemos
destacar la simpatía, la sociabilidad, la confianza en uno mismo, el
optimismo frente a las dificultades y frustraciones, la capacidad
para recuperarse rápidamente de los fracasos y la flexibilidad.
Pero
la inmensa mayoría de estos niños deben afrontar las dificultades
sin contar con estas ventajas. Claro está que muchas de estas
capacidades son innatas —la lotería genética de la que hemos hablado
en otro momento— pero, tal como vimos en el capítulo 14, hasta
cualidades como el temperamento pueden ser transformadas.
Evidentemente, uno de los niveles de intervención debe ser político
y económico, tratando de aliviar tanto la pobreza como el resto de
las condiciones sociales que engendran estos problemas. Pero, además
de estas intervenciones (que, por cierto, parecen ocupar un lugar
secundario en los programas sociales), existen otras posibles
alternativas para ayudar a los niños a superar estos problemas
acuciantes.
Tomemos el caso de los trastornos emocionales que afectan a uno de
cada dos norteamericanos. Un estudio demostró que el 48% de los de
8.098 individuos encuestados había sufrido algún tipo de problema
psiquiátrico a lo largo de su vida. El 14% de ellos estaba afectado
más seriamente y había tenido tres o más problemas psiquiátricos al
mismo tiempo. Este último grupo era el más problemático, dando
cuenta del 60% del total de problemas psiquiátricos que ocurrían en
un determinado momento y del 90% de los problemas de incapacitación
más graves. Es evidente que estas personas necesitan una atención
inmediata pero, como ya hemos señalado, el tratamiento óptimo sería
el preventivo.
Habría
que añadir, sin embargo, que no todos los problemas psiquiátricos
pueden preverse, opinión de Ronald Kessler, el sociólogo de la
Universidad de Michigan que realizó el estudio del que estamos
hablando: «debemos intervenir en una fase muy temprana de la
vida. Consideremos, por ejemplo, a una niña de sexto curso que
padezca de fobia social y comience a beber en el instituto como una
forma de superar sus problemas de relación. A la edad de veinte
años, cuando la descubre nuestro estudio, todavía sigue teniendo los
mismos miedos, se ha convertido en una politoxicómana y está
deprimida porque su vida es un caos completo. ¿Qué podríamos haber
hecho nosotros durante su infancia para invertir el curso de los
acontecimientos?» Esto mismo es aplicable, obviamente, a la
disminución de la violencia o a los muchos peligros que acechan a la
juventud contemporánea Los programas educativos concebidos para la
preveneción de un problema concreto —como, por ejemplo, el abuso de
drogas, los embarazos juveniles o la violencia— han proliferado en
la última década, creando una míniindustría dentro del mercado
educativo. Pero la mayor parte de estos programas~ incluyendo los
más hábilmente promocionados y difundidos, han demostrado ser
completamente ineficaces, e incluso hay algunos de ellos que, para
desazón de los educadores, parecen agravar los mismos problemas para
los que fueron destinados.
La
información no es suficiente
En
este sentido, un caso sumamente ilustrativo es el abuso sexual de
los menores. Hasta el año 1993 se registraron anualmente cerca de
doscientos mil casos probados en los Estados Unidos, con un
incremento anual de aproximadamente el 10%. Pero, si bien las
estimaciones varían considerablemente, la mayor parte de los
expertos coinciden en afirmar que entre el 20 y el 30% de las chicas
y cerca de la mitad de esa cifra de los chicos (porque las cifras
varian en función, entre otros factores. de la definición que se dé
del abuso sexual) han sufrido algún tipo de abuso sexual antes de
los diecisiete años. No existe un perfil claro que permita definir
al niño vulnerable al abuso sexual, pero la mayoría de ellos se
sienten desprotegídos, incapaces de resistir por sí solos y aislados
por lo que les ha sucedido.
A la
vista de estos peligros son muchas las escuelas que han comenzado a
ofrecer programas de prevención de los abusos sexuales. Casi todos
estos programas se limitan a ofrecer una escueta información sobre
el abuso sexual, enseñando a los muchachos, por ejemplo, a apreciar
la diferencia entre las caricias y los tocamientos, alertándoles de
los peligros implicados y animándoles a contar los hechos a un
adulto si algo les ocurre. Pero una investigación realizada a nivel
nacional con dos mil niños descubrió que este adiestramiento no
servía prácticamente de nada —o incluso empeoraba la situación— a la
hora de ayudar a que los niños hicieran algo para impedir
convertirse en victimas, ya fuera a manos de un gamberro escolar o
de un posible pederasta. Mucho más grave resulta el hecho de que los
niños que habían pasado por estos programas y habían sufrido algún
tipo de abuso sexual se mostraban la mitad de motivados para
denunciarlo posteriormente que quienes no habían pasado por ningún
programa.
Por el
contrario, los niños que se habían beneficiado de un programa más
global —un programa que incluía el entrenamiento en habilidades
emocionales y sociales— estaban en mejores condiciones para
protegerse y respondían de una manera mucho más decidida, exigiendo
que se les dejara en paz, gritando, peleando, amenazando con
contarlo o, en último extremo, llegando a denunciar el caso si algo
malo les ocurría. Este último recurso —denunciar el abuso— suele ser
francamente preventivo ya que muchos de quienes perpetran este tipo
de acciones agreden a centenares de niños. Una investigación
realizada entre personas de este tipo que tenían unos cuarenta años
de edad descubrió que, por término medio, forzaban a una víctima al
menos una vez al mes desde la adolescencia. El expediente de un
conductor de autobús escolar y de un profesor de informática revela
que, entre ambos, agredieron sexualmente a más de trescientos niños
al año. Sin embargo, ninguno de los niños llegó a denunciar los
hechos. El caso salió a la luz cuando uno de los niños que había
sido agredido por el profesor comenzó a abusar, a su vez, de su
propia hermana. Los niños que habían asistido a estos programas más
globales mostraron una tendencia tres veces superior a denunciar los
hechos que los niños a los que sólo se les brindó un programa
mínimo. Pero ¿por qué este tipo de programas funcionan mientras que
los otros no lo hacen? Hay que decir que estos programas no tienen
lugar de manera aislada, sino que se imparten en distintos niveles y
en diferentes ocasiones a lo largo del desarrollo escolar, como
parte de la educación sexual o de la educación para la salud.
Además, son programas que también alientan a los padres a transmitir
paralelamente el mismo mensaje que se está enseñando en la escuela
(y los niños cuyos padres siguieron este consejo son los que más
probabilidades tienen de superar el riesgo de un abuso sexual).
Pero
más allá de este punto, las diferencias dependen de las habilidades
emocionales. A los niños no les basta con saber la diferencia
existente entre las caricias y los tocamientos sino que deben tener,
además, la suficiente conciencia de sí mismos como para reconocer
cuándo una situación les hace sentir mal o resulta angustiosa, mucho
antes de que se produzca ningún contacto físico. Pero esto no sólo
implica tener conciencia de si mismo, sino también la suficiente
confianza y seguridad para fiarse de su propio criterio y actuar
sobre los sentimientos que les angustian, aunque se hallen frente a
un adulto que trate de convencerles de que «todo está bien». Por
último, el niño también necesita disponer de un amplio abanico de
posibles respuestas para evitar lo que está a punto de suceder,
desde salir corriendo hasta amenazar con contárselo a alguien. Por
todas estas razones el mejor de los programas debe enseñar a los
niños a afirmar lo que quieren, a establecer sus límites y a
defender sus derechos, en lugar de mostrarse pasivos.
En
consecuencia con todo lo dicho hasta ahora, los programas más
eficaces complementan la información básica sobre los abusos
sexuales con el adiestramiento en las habilidades emocionales y
sociales fundamentales. Estos programas ensenan a los niños a
resolver de un modo más positivo los conflictos interpersonales, a
tener más confianza en si mismos, a no desprecíarse sí algo malo
llegara a ocurrir y a sentir que cuentan con la red de apoyo de los
maestros y los familiares, a quienes pueden pedir ayuda. Y, por
último, si algo no deseado llegara a sucederles, estarían mucho más
dispuestos a denunciarlo.
Los
elementos fundamentales
Estos
descubrimientos nos han obligado a revisar los elementos óptimos que
debe contener un programa de prevención eficaz, un programa que se
base tan sólo en aquellos ingredientes que, tras una evaluación
objetiva, hayan demostrado ser verdaderamente eficaces. En un
proyecto de cinco años de duración patrocinado por la Fundación W.
T. Grant, un grupo de investigadores estudió a fondo este panorama y
extrajo los componentes activos que parecen esenciales para el éxito
de los programas más eficaces. Este grupo de investigadores llegó a
la conclusión de que, independientemente del problema concreto que
se pretenda solucionar, las competencias clave que deben cubrir
estos programas se asemejan bastante a los elementos de la
inteligencia emocional que apuntamos en el presente volumen
(véase la lista completa en el apéndice D). Entre estas
habilidades emocionales se incluyen la conciencia de uno mismo; la
capacidad para identificar, expresar y controlar los sentimientos;
la habilidad de controlar los impulsos y posponer la gratificación,
y la capacidad de manejar las sensaciones de tensión y de ansiedad.
Una aptitud clave para dominar los impulsos consiste en conocer la
diferencia entre los sentimientos y las acciones y en aprender a
adoptar mejores decisiones emocionales, controlando el impulso de
actuar e identificando las distintas alternativas de acción y sus
posibles consecuencias. Muchas de estas habilidades son marcadamente
interpersonales: la capacidad de interpretar adecuadamente los
signos emocionales y sociales, la de escuchar, de resistirse a las
influencias negativas, de asumir la perspectiva de los demás y de
comprender la conducta que resulte más apropiada a una determinada
situación.
Y
estas habilidades emocionales y sociales indispensables para la vida
pueden ayudamos también a solucionar la mayoría —si no todos— de los
problemas que acabamos de revisar en el presente capítulo. Bien
podríamos afirmar que se trata de una vacuna universal para afrontar
todo tipo de problemas (incluido el embarazo no deseado de las
jóvenes y el suicidio infantil).
Pero
también hemos de admitir, en honor a la verdad, que las causas
subyacentes a estos problemas son muy complejas y se hallan
entrelazadas con factores como la dotación biológica, la dinámica
familiar, la política social y la subcultura urbana. No existe un
único tipo de intervención —incluyendo a la intervención emocional—
que sea capaz resolver todos estos problemas.