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INTELIGENCIA EMOCIONAL

PARTE V : LA ALFABETIZACIÓN EMOCIONAL

Capitulo 15

EL COSTE DEL ANALFABETISMO EMOCIONAL

Daniel Goleman

 
 

15. EL COSTE DEL ANALFABETISMO EMOCIONAL

Todo empezó como un pequeño altercado que fue adquiriendo tintes cada vez más dramáticos. Ian Moore y Tyrone Sinkler, alumnos del Instituto Jefferson, de Brooklyn, se enzarzaron en una disputa con Khalil Sumpter, de quince años, a quien habían estado acosando y amenazando hasta que la situación se les escapó de las manos.

 
   

Un buen día, Khalil, temeroso de que Ian y Tyrone fueran a propinarle una paliza, cogió una pistola de calibre 38 y. en la entrada del instituto, a pocos metros del vigilante, les disparó a quemarropa, acabando con su vida.

Deberíamos interpretar este incidente como un signo más de la urgente necesidad de aprender a dominar nuestras emociones, a dirimir pacíficamente nuestras disputas y a establecer, en suma, mejores relaciones con nuestros semejantes. Durante mucho tiempo, los educadores han estado preocupados por las deficientes calificaciones de los escolares en matemáticas y lenguaje, pero ahora están comenzando a darse cuenta de que existe una carencia mucho más apremiante, el analfabetismo emocional.  

No obstante, aunque siguen haciéndose notables esfuerzos para mejorar el rendimiento académico de los estudiantes, no parece hacerse gran cosa para solventar esta nueva y alarmante deficiencia. En palabras de un profesor de Brooklyn: «parece como si nos interesara mucho más su rendimiento escolar en lectura y escritura que si seguirán con vida la próxima semana».

Sin embargo, los incidentes violentos como el protagonizado por Jan y Tyrone son, por desgracia, cada vez más frecuentes en las escuelas de nuestro país. No se trata, pues, de un incidente aislado, puesto que las estadísticas muestran un aumento de la delincuencia infantil y juvenil en los Estados Unidos que bien se puede considerar como la punta de lanza de una tendencia mundial. En 1990 tuvo lugar el índice más elevado de arrestos juveniles relacionados con delitos violentos de las dos últimas décadas.

En este sentido, el número de arrestos juveniles por violación se duplicó y la proporción de adolescentes acusados de homicidio por arma de fuego se multiplicó por cuatro. En esas dos mismas décadas, la tasa de suicidios entre adolescentes se triplicó y lo mismo ocurrió con el número de niños menores de catorce años que fueron violentamente asesinados. Por otra parte, cada vez son más —y más jóvenes— las adolescentes que se quedan embarazadas. En los cinco años anteriores a 1993, el número de partos entre las muchachas de edad comprendida entre los diez y los catorce años aumentó de manera constante —un fenómeno que ha sido bautizado con el nombre de «las niñas que tienen niñas»—, al igual que la proporción de embarazos no deseados y las presiones de los compañeros para tener las primeras relaciones sexuales. Asimismo, en las tres últimas décadas también se ha triplicado la proporción de enfermedades venéreas entre adolescentes. Y, si estos datos resultan desalentadores, ¿qué diríamos entonces de las cifras que arrojan las estadísticas referidas a los jóvenes afroamericanos que viven en las ciudades, unas cifras que son dos, tres o incluso más veces superiores a las reseñadas? Por ejemplo, en 1990 el consumo de cocaína entre los jóvenes blancos se incrementó un 300% con respecto a las dos décadas anteriores, algo que, en el caso de los afroamericanos, se multiplicó por 13. Las enfermedades mentales constituyen la causa más común de incapacitación entre los adolescentes. Los síntomas de la depresión —mayor o menor— afectan a más de la tercera parte de la juventud y, en el caso de las muchachas, esta incidencia se duplica en la pubertad. Por otra parte, la frecuencia de los trastornos de la conducta alimentaria en las adolescentes también se ha disparado. Hay que decir también, por último, que, a menos que cambie la tendencia actual, las esperanzas de poder casarse y tener una vida estable y provechosa son cada vez menores. Como vimos en el capítulo 9, el porcentaje de divorcios propio de las décadas de los setenta y los ochenta era del 50%, pero la tendencia actual es que dos de cada tres parejas terminan divorciándose.

EL MALESTAR EMOCIONAL

Estos datos alarmantes son el equivalente a aquel canario que los mineros llevaban consigo a los túneles y cuya muerte les advertía de la falta de oxígeno. Pero, más allá de las frías estadísticas, debemos abordar la difícil situación que atraviesan nuestros niños desde un nivel más sutil, teniendo en cuenta los problemas cotidianos antes de que lleguen a estallar abiertamente. Tal vez los datos más reveladores en este sentido nos los proporcione una investigación realizada a nivel nacional entre niños y adolescentes norteamericanos comprendidos entre los siete y los dieciséis años de edad, que comparó la situación emocional de éstos a mediados de la década de los setenta y a finales de la década de los ochenta, y demostró la existencia de un claro descenso en el grado de competencia emocional. Este estudio, que se basa en las valoraciones realizadas por los padres y los profesores, muestra un deterioro de la situación a este respecto. Y no se trata de que exista un solo problema sino que todos los indicadores apuntan en la misma inquietante dirección. Estos son, en términos generales, los ámbitos en los que ha habido un franco empeoramiento:

Marginación o problemas sociales: tendencia al aislamiento, a la reserva y al mal humor; falta de energía; insatisfacción y dependencia.

Ansiedad y depresión: soledad; excesivos miedos y preocupaciones; perfeccionismo; falta de afecto; nerviosismo, tristeza y depresión.

Problemas de atención o de razonamiento: incapacidad para prestar atención y permanecer quieto; ensoñaciones diurnas; impulsividad; exceso de nerviosismo que impide la concentración; bajo rendimiento académico; pensamientos obsesivos.

Delincuencia o agresividad: relaciones con personas problemáticas; uso de la mentira y el engaño; exceso de justificación; desconfianza; exigir la atención de los demás; desprecio por la propiedad ajena; desobediencia en casa y en la escuela; mostrarse testarudo y caprichoso; hablar demasiado; fastidiar a los demas y tener mal genio.

Ninguno de estos problemas, considerado aisladamente, es lo bastante poderoso como para llamar nuestra atención, pero tomados en conjunto constituyen el claro indicador de la existencia de cambios muy profundos, de un nuevo tipo de veneno que emponzoña a nuestra infancia y que afecta negativamente a su nivel de competencia emocional. Este desasosiego emocional parece ser el precio que han de pagar los jóvenes por la vida moderna. Por otra parte, aunque los norteamericanos suelen considerar que sus problemas son especialmente graves, las investigaciones realizadas en otros países replican o incluso superan estos resultados. Por ejemplo, en la década de los ochenta los maestros y los padres de Holanda, China y Alemania encontraron en sus chicos los mismos problemas que presentaban los niños americanos en 1976 y, en el caso de Australia, Francia o Thailandia, la situación era todavía peor. Por último, es muy posible que esta situación haya empeorado todavía más porque, en la actualidad, la espiral descendente de la competencia emocional parece haberse acelerado más en los Estados Unidos que en el resto de las naciones desarrolladas Y Ningún niño, ya sea rico o pobre, está libre de riesgo, porque esta problemática es universal y afecta a todos los grupos étnicos, raciales y sociales. Así pues, aunque los niños pobres manifiesten el peor índice de competencia emocional, su grado de deterioro en las últimas décadas no ha sido mayor que la de los niños de clase media o incluso que la de los niños ricos, ya que todos muestran, en definitiva, el mismo grado de deterioro. El número de niños que han recibido ayuda psicológica también se ha triplicado (aunque ésta tal vez sea una buena señal que señale la existencia de más recursos en este sentido) pero, al mismo tiempo, también se ha duplicado el número de niños que, a pesar de presentar serios problemas emocionales, no han recibido ningún tipo de ayuda (un 9% en 1976 frente a un 18% en 1989, un signo, en este caso, negativo).

Une Bronfenbrenner, conocida psicóloga evolutiva de la Universidad de Cornell que ha llevado a cabo un estudio comparativo a escala mundial sobre el bienestar infantil, afirma: «las presiones externas son tan grandes que, a falta de un buen sistema de apoyo, hasta las familias más unidas están empezando a fragmentarse. La incertidumbre, la fragilidad y la inestabilidad de la vida cotidiana familiar afectan a todos los segmentos de nuestra sociedad, incluyendo a las personas acomodadas y con un elevado nivel cultural. Lo que está en juego es nada menos que la próxima generación —especialmente los varones—, que durante su desarrollo son especialmente vulnerables ante las fuerzas disgregadoras y los devastadores efectos del divorcio, la pobreza y el desempleo. El estatus de las familias y los niños estadounidenses es más inquietante que nunca [...] Estamos privando a millones de niños de sus capacidades y de sus aptitudes morales».

Pero no se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano sino de una situación global, puesto que el mercado mundial busca abaratar los costes laborales y termina haciendo mella sobre la familia. La nuestra es una época en la que las familias se ven acosadas, en la que ambos padres deben trabajar muchas horas y se ven obligados a dejar a los niños abandonados a su propia suerte o, como mucho, al cuidado del televisor; una época en la que muchos niños crecen en condiciones de extrema pobreza; una época en la que cada vez hay más familias con un solo responsable; una época, en suma, en la que la atención cotidiana que reciben los más jóvenes raya en la negligencia. Todo esto supone, aun en el caso de que los padres alberguen las mejores intenciones, el menoscabo de los pequeños, innumerables y sustanciosos intercambios familiares que van cimentando el desarrollo de las facultades emocionales.

¿Qué podemos hacer, pues, si la familia ya no cumple adecuadamente con su función de preparar a los hijos para la vida?

Un análisis más detenido de los mecanismos que subyacen cada uno de estos problemas concretos nos ayudará a comprender la importancia de las habilidades sociales y emocionales, y arrojará luz sobre las medidas preventivas o correctivas más eficaces para encauzar a los niños en una dirección más adecuada.

EL CONTROL DE LA AGRESIVIDAD

El chico duro de mi escuela primaria se llamaba Jimmy, un niño que estaba en cuarto curso cuando yo todavía me hallaba en primero. Jimmy era capaz de robarte el dinero para el almuerzo, coger tu bicicleta o darte un golpe para llamar tu atención; era, en suma, el clásico gamberro que no necesitaba la menor provocación para enzarzarse en una pelea. Todos albergábamos una mezcla de odio y temor hacia Jimmy, tratábamos de mantenernos a distancia de él y, cuando se desplazaba por el patio del recreo, era como si una especie de guardaespaldas invisible mantuviera al resto de los niños alejados de su camino.

Es evidente que los niños como Jimmy tienen muchos problemas pero lo que no todo el mundo sabe es que una conducta tan agresiva constituye un claro predictor de un futuro igual de problemático. De hecho, cuando cumplió los dieciséis años Jimmy estaba en la cárcel condenado por atraco.

Hay muchos estudios que corroboran la persistencia de la agresividad infantil en chicos como Jimmy. Como ya hemos visto en otro lugar, los padres de los niños agresivos suelen alternar la indiferencia con los castigos duros y arbitrarios, una pauta que, comprensiblemente, fomenta la paranoia y la agresividad.

Pero no todos los niños agresivos son fanfarrones; algunos sólo son marginados sociales que reaccionan desproporcionadamente ante las bromas o ante lo que ellos interpretan como una ofensa o una injusticia. Todos, sin embargo, comparten el mismo error de percepción que les lleva a ver burlas donde no las hay, a imaginar que sus compañeros son más hostiles de lo que en realidad son, a tergiversar los actos más inocentes como si fueran verdaderas amenazas y a responder, con demasiada frecuencia, de manera agresiva, un comportamiento que no hace sino mantener a sus compañeros más alejados todavía. Los niños irascibles y solitarios son sumamente sensibles a las injusticias y, en consecuencia, suelen considerarse víctimas inocentes que nunca olvidan las múltiples ocasiones en que han sido reprendidos —injustamente, en su opinión— por sus maestros. Son niños, por último, que, cuando montan en cólera, creen que sólo disponen de una posible forma de reaccionar, repartir golpes a diestro y siniestro.

Una investigación en la que un niño agresivo y otro más pacífico tenían que contemplar juntos una serie de vídeos nos permite apreciar la incidencia de este sesgo perceptivo. En uno de los vídeos, a un nino se le caen los libros cuando otro tropieza con él, lo cual provoca las risas de un grupo cercano. El niño entonces, visiblemente enfadado, sale corriendo y trata de atrapar a alguno de los niños que se han burlado de él. La entrevista posterior reveló que, en aquel caso, los niños agresivos consideraban plenamente justificada una respuesta agresiva. Aun más elocuente si cabe es el hecho de que, en su valoración del grado de agresividad de los niños que aparecían discutiendo en el vídeo, los agresivos siempre consideraban que el golpeado era el más violento y justificaban plenamente el enfado del agresor. Esta peculiar valoración da cuenta del profundo sesgo perceptivo que aqueja a los niños desproporcionadamente agresivos, ya que suelen actuar basándose en creencias de supuesta hostilidad o amenaza, y prestan muy poca atención a lo que realmente está ocurriendo. El hecho es que, una vez asumida la existencia de una amenaza, se lanzan inmediatamente a la acción.

Por ejemplo, en el caso de que un chico agresivo esté jugando a las damas con otro y éste último mueva una pieza a destiempo, el primero interpretará el movimiento como una «trampa» deliberada sin detenerse a considerar si ha sido un simple error carente de toda mala intención. De este modo, el juicio del niño agresivo siempre presupone la culpabilidad y no la inocencia y, en consecuencia, su reacción automática subsiguiente suele ser violenta. Y esa percepción refleja de hostilidad se entremezcla con una respuesta igualmente automática porque, en lugar de decirle simplemente al otro niño que se ha equivocado, le acusara, le gritará o le pegará. Y, cuantas más respuestas de este tipo emita el niño, más automática será su agresividad y más estrecho el repertorio de posibles respuestas alternativas (como mostrarse mas amable o hacer una broma al respecto) de que dispondrá.

Estos niños son emocionalmente vulnerables y presentan un bajo umbral de tolerancia que les lleva a encontrar cada vez más motivos para sentirse ofendidos. Y el hecho es que, una vez se pone en marcha este mecanismo, pierden la capacidad de razonar, interpretan como hostiles los actos más inocentes y se refugian en su hábito inveterado de comenzar a propinar golpes. Este sesgo perceptivo hacia la hostilidad ya resulta evidente en los primeros años de la escuela. Aunque la mayor parte de las niñas y niños —especialmente estos últimos— sólo se muestran indisciplinados durante el período de la guardería y el primer curso de la escuela primaria, los niños más agresivos no logran aprender el mínimo autocontrol hasta después del segundo curso.

Mientras otros aprenden a negociar y pactar para dirimir las disputas que aparecen en el patio de recreo, los chicos indisciplinados siguen confiando en la fuerza bruta, una conducta que, sin embargo, tiene un elevado coste social, ya que, a las dos o tres horas de producirse el primer altercado, suelen caerles antipáticos a sus compañeros.

Las investigaciones que han seguido a este tipo de niños desde la enseñanza preescolar hasta la pubertad demuestran que más de la mitad de los alumnos que durante el primer curso se mostraban destructivos, incapaces de mantener una relación cordial con los demás, desobedientes con sus padres y tercos con sus maestros, comenzaron a delinquir a partir de los diez años de edad. Por supuesto, con ello no estamos diciendo que todos los niños agresivos estén condenados a caer en la delincuencia y la violencia, pero lo cierto es que son quienes más probabilidades tienen de llegar a cometer delitos violentos.

Como acabamos de señalar, la propensión al delito se manifiesta sorprendentemente pronto en la vida de estos niños. Un estudio realizado entre niños de unos cinco años de edad de una guardería de Montreal demostró que, quienes manifestaban un grado más elevado de agresividad e indisciplina, antes de haber cumplido los catorce años de edad revelaron un índice de delincuencia mucho más acusado, mostrando también una tendencia tres veces superior a la de los demás a golpear sin motivo alguno, a robar en una tienda, a utilizar algún tipo de armas, a romper o robar piezas de un automóvil y a emborracharse. Así pues, los niños difíciles y agresivos emprenden el camino que conduce a la violencia y a la delincuencia durante el primero y el segundo curso. No es infrecuente, por otra parte, que su escaso autocontrol les lleve también, desde los primeros años de escolarizacion, a ser malos estudiantes, estudiantes que suelen ser considerados por los demás —y que se ven a sí mismos— como «tontos», un juicio que se ve confirmado cuando se ven obligados a asistir a clases de repaso (y que, por cierto, no hacen todos los niños que manifiestan igual grado de «hiperactividad» o de dificultades de aprendizaje). Los niños que antes de ingresar en la escuela han sufrido en su hogar un estilo educativo «coercitivo», suelen ser más castigados por sus maestros, quienes se ven obligados a invertir mucho tiempo en su disciplina. La constante oposición a las normas de conducta del aula que estos niños manifiestan espontáneamente supone una pérdida preciosa de tiempo que podría aprovecharse mejor. Por lo general, el fracaso académico se hace evidente cuando los niños llegan tercer curso. Así pues, si bien estos niños presentan un CI más bajo que el de sus compañeros, la principal razón que impulsa su camino hacia la delincuencia hay que buscarla en su temperamento. De hecho, en los niños de diez años, la impulsividad resulta un predictor de la tendencia posterior hacia la delincuencia tres veces más adecuado que el CI Al llegar al cuarto y quinto curso, estos chicos —que por el momento sólo son considerados revoltosos o «difíciles»— son rechazados por sus compañeros, tienen serias dificultades para hacer amigos, tienen problemas de fracaso escolar y, sintiéndose faltos de toda amistad, gravitan en torno a otros marginados sociales. De este modo, entre el cuarto y noveno curso se aglutinan alrededor de algún grupo marginal y llevan una vida que desafía las normas, mostrando una tendencia cinco veces superior a la media a hacer novillos, beber alcohol y tomar drogas, una situación que alcanza su punto culminante durante el séptimo y octavo curso, un período en el que suelen ser seguidos, a su vez, por otros niños «rezagados», que se sienten atraídos por ellos. Estos rezagados suelen ser niños más pequeños, cuyas familias no se preocupan bastante de ellos y que vagabundean a su antojo por las calles durante el periodo de la educación primaria. En la época en que tendrían que pasar al instituto, la tendencia a la violencia que albergan los integrantes de estos grupos marginales suele llevarles a abandonar los estudios y a verse implicados en delitos menores, como hurtos en tiendas, robos y posesión de drogas. (En este punto es necesario señalar la existencia de una marcada diferencia entre los caminos seguidos por las niñas y los de los niños. Un seguimiento llevado a cabo entre las niñas «revoltosas» de cuarto curso —pequeñas que tenían constantes problemas con sus profesores, no respetaban las normas o eran impopulares entre sus compañeros— puso de manifiesto que el 40% de ellas ya había dado a luz un hijo antes de concluir el instituto, una media, por cierto, tres veces superior a la del resto de compañeras de su misma escuela. Dicho en otras palabras, las adolescentes antisociales no se vuelven violentas sino que se quedan embarazadas.)

No hay un único camino que conduzca a la delincuencia y a la violencia. En este sentido hay que tener en cuenta otros factores de riesgo, como el hecho de vivir en un barrio con un alto grado de delincuencia -en el que los niños se hallen expuestos a la invitación constante al delito y a la violencia—, crecer en una familia con un elevado grado de estrés o malvivir en condiciones de extrema pobreza. Ninguno de estos factores, por sí solo, es el causante inevitable de una vida entregada a la delincuencia. Así pues, a la vista de que todos estos factores externos tienen una importancia relativa similar, debemos concluir que las fuerzas psicológicas internas que mueven al niño indisciplinado desempeñan un papel determinante a la hora de aumentar las probabilidades de que emprenda el camino que conduce a la delincuencia. Como afirma Gerald Patterson, un psicólogo que ha seguido de cerca las trayectorias de cientos de niños hasta llegar a la juventud, «los actos antisociales de un niño de cinco años son el prototipo de los actos que cometerá un delincuente juvenil».

UNA ESCUELA PARA NIÑOS INDISCIPLINADOS

Las tendencias mentales que presentan los niños agresivos perduran hasta que terminan teniendo problemas de uno u otro tipo. Una investigación realizada sobre jóvenes convictos de delitos violentos y estudiantes de instituto especialmente agresivos demostró que ambos grupos comparten las mismas tendencias mentales. Son personas que, cuando tienen problemas con alguien, tienden automáticamente a considerarlo como un adversario y extraen conclusiones precipitadas sobre su hostilidad sin recabar más información ni buscar formas más pacíficas de dirimir sus diferencias. Tampoco suelen detenerse a considerar las posibles consecuencias negativas de un desenlace violento (generalmente una pelea). Para ellos, la violencia está plenamente justificada por creencias tales como «está bien pegarle a alguien que te cuaja», «si evitas las peleas todo el mundo pensará que eres un cobarde» o «no es tan grave darle un puñetazo a alguien». Pero una ayuda a tiempo podría transformar estas actitudes e interrumpir el camino del niño hacia la delincuencia. Existen varios programas experimentales que han conseguido que los niños agresivos aprendan a dominar sus tendencias antisociales antes de que terminen desembocando en problemas más serios. Uno de estos programas, diseñado en la Universidad de Duke, trabajó con un grupo de niños agresivos de la escuela primaria, proclives al enojo. Las sesiones de entrenamiento duraron cuarenta minutos y se dieron dos veces por semana durante un período de seis a doce semanas. Ese programa les enseñaba, por ejemplo, que eran parte de las señales que ellos interpretaban como hostiles eran, en realidad, neutrales e incluso amistosas. También debían aprender a adoptar la perspectiva de los otros niños para tratar de comprender lo que pensaban de ellos en los momentos en que perdían el control. El programa también incluía un adiestramiento directo en el dominio del enfado mediante una especie de psicodrama en el que debían representar escenas que reproducían situaciones que podían hacerles perder los estribos. Una de las habilidades clave que se les enseñaba para dominar el enfado consistía en prestar atención a sus propias sensaciones, haciéndoles tomar conciencia, por ejemplo, del rubor o de la tensión muscular —que acompañan al enfado— y considerarlas como una señal de alarma que les indica cuándo deben detenerse a considerar el siguiente paso que dar en lugar de comenzar a repartir golpes a diestro y siniestro.

En opinión de John Lochman, psicólogo de la Universidad de Duke que formaba parte del equipo que diseñó este programa: « Los niños hablan de las situaciones en que se han visto implicados recientemente, como, por ejemplo, haber sido empujados en el pasillo de entrada a la escuela, y exponen las posibles alternativas de que disponen para afrontar la situación en caso de que consideren que ha sido a propósito. Por ejemplo, un chico me dijo que se limitaba a mirar fijamente al muchacho que le había empujado, le decía que no volviera a repetirlo y seguía su camino. Aquello le situaba en una posición de cierto dominio en la que, al tiempo que mantenía elevada su autoestima, no tenía necesidad de iniciar ninguna pelea».

Aquí debemos subrayar un hecho importante, ya que la mayoría de los muchachos agresivos se sienten muy incómodos con la facilidad con que pierden los estribos, lo cual hace también que se muestren muy dispuestos a aprender a dominar esta situación. Es evidente que, en los momentos críticos, las respuestas calculadas, como seguir caminando o contar hasta diez hasta que se desvanezca el impulso a pelearse, no surgen de manera automática. Por esto, la representación de escenas imaginarias, como, por ejemplo, subir a un autobús en el que otros chicos se burlan de ellos, les ofrece la posibilidad de practicar respuestas alternativas amistosas que les permitan mantener su dignidad y evitar las reacciones tales como golpear, gritar o salir corriendo.

Tres años después de que los muchachos se hubieran sometido al entrenamiento, Lochman efectuó un estudio comparativo entre ellos y otros que presentaban un grado de agresividad similar pero que no se habían beneficiado de las sesiones de control del enfado y descubrió que, durante la adolescencia, los chicos que se habían sometido al programa se mostraban mucho más disciplinados en clase, albergaban sentimientos más positivos sobre sí mismos y estaban mucho menos predispuestos a beber alcohol y a tomar drogas. En resumen, pues, cuanto mayor habia sido el tiempo de adiestramiento en el programa, menor era el grado de agresividad que manifestaban en la adolescencia.

LA PREVENCIÓN DE LA DEPRESIÓN

Dana, de dieciséis años, parecía desenvolverse sin problemas pero, de pronto, dejó de poder relacionarse con las otras muchachas y, lo que era mucho peor, no sabía cómo conservar a y sus novios, aunque se acostara con ellos. Taciturna y constantemente fatigada, Dana perdió interés por la comida y por las diversiones. Decía que se sentía desesperanzada e impotente para hacer algo que le permitiera escapar de ese estado de ánimo y que incluso había llegado a pensar en el suicidio.

Esta caída en la depresión había sido causada por una reiente ruptura. Según decía, no sabía salir con un chico sin mantener relaciones sexuales con él —aunque no le gustara— y tampoco sabía cómo poner fin a una relación por más insatisfactoria que ésta fuera. Por otra parte, aunque se acostara con los chicos, lo único que deseaba era llegar a conocerlos mejor.

Dana acababa de cambiar de instituto y se sentía muy insegura acerca de su capacidad para entablar nuevas amistades. No obstante, se abstenía de iniciar una conversación y sólo respondía cuando alguien le dirigía la palabra. Se sentía incapaz de manifestar sus verdaderos sentimientos y ni siquiera sabía qué decir después del habitual «Hola, ¿qué tal?»

Dana emprendió entonces una terapia en un programa experimental para adolescentes deprimidos promovido por la Universidad de Columbia. El objetivo de este programa consistía en ayudar a los jóvenes a enfocar más adecuadamente sus relaciones, conservar las amistades, confiar en los demás, establecer límites sobre la proximidad sexual, desarrollar la capacidad de tener amigos íntimos y expresar los propios sentimientos; una clase de capacitación, en suma, de las habilidades emocionales fundamentales que, en el caso de Dana, resultó tan sumamente eficaz que su depresión terminó desapareciendo.

Los problemas de relación —tanto con los padres como con los compañeros— constituyen el detonante más frecuente de la depresión entre los adolescentes. Los niños y los adolescentes deprimidos se muestran remisos o incapaces de hablar de su depresión, no suelen ser muy diestros para etiquetar adecuadamente sus sentimientos y tienden a ser irritables, impacientes, caprichosos y malhumorados, especialmente con sus padres, lo cual constituye una dificultad añadida a la hora de que éstos les brinden la guía y el soporte emocional que el niño deprimido tanto necesita, iniciando así un círculo vicioso que suele originar toda clase de disputas.

Una observación minuciosa de las causas de la depresión juvenil señala la presencia de serias deficiencias en dos competencias emocionales fundamentales: la capacidad de relacionarse y la forma de interpretar los reveses y contratiempos de la vida.

Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, su causa principal parece radicar en los hábitos mentales pesimistas —aunque reversibles— que predisponen a los niños a reaccionar ante los pequeños contratiempos de la vida —las malas notas, las discusiones con los padres o el rechazo social— sumiéndose en la depresión. Y existen indicios que nos sugieren que la predisposición a la depresión —cualquiera sea su causa— está extendiéndose a gran velocidad entre los jóvenes.

EL PRECIO DE LA MODERNIDAD: EL AUMENTO DE LA DEPRESIÓN

Del mismo modo que el siglo XX ha estado caracterizado por ser la Era de la Ansiedad, los años que jalonan el final de este milenio parecen anunciar el advenimiento de una Era de la Melancolía. Todos los datos parecen hablarnos de una epidemia de depresión a escala mundial, una epidemia que corre pareja a la expansión del estilo de vida del mundo moderno. Desde los comienzos de este siglo, cada nueva generación se ha visto más expuesta que la precedente a sufrir depresión, y no nos referimos sólo a la melancolía sino a la insensibilidad, el abatimiento, la autocompasión y la desesperación. Y no sólo esto, sino que los episodios depresivos se inician a una edad cada vez más temprana. De este modo, la depresión infantil —desconocida o, cuanto menos, no reconocida en el pasado— está emergiendo como un decorado cada vez más frecuente en el escenario del mundo actual.

Aunque las probabilidades de padecer una depresión se incrementan con la edad, en la actualidad el aumento más alarmante se produce entre los individuos más jóvenes. La probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra una depresión mayor a lo largo de la vida es —en un buen número de países— tres veces, al menos, superior a la de sus abuelos. El porcentaje de personas aquejadas de depresión en algún momento de su vida entre los norteamericanos nacidos antes de 1905, era sólo de un 1% pero, después de 1955, la proporción de personas deprimidas antes de haber cumplido los veinticuatro años ha aumentado hasta el 6%. Por su parte, la probabilidad de que los nacidos entre 1945 y 1954 experimenten una depresión antes de llegar a los treinta y cuatro años es diez veces superior a las de las personas nacidas entre 1905 y 1914. De este modo, a medida que ha ido transcurriendo el siglo, la irrupción del primer episodio de depresion tiende a ocurrir a una edad cada vez más temprana.

Un estudio de alcance mundial efectuado sobre más de treinta y nueve mil personas mostró la misma tendencia en países como Puerto Rico, Canadá, Italia, Alemania, Francia, Taiwan, Líbano y Nueva Zelanda. En el caso de Beirut, por ejemplo, el aumento de la proporción de depresiones corría pareja a la marcha de los acontecimientos políticos, de tal manera que la tendencia se disparaba en determinados momentos de la guerra civil.En el caso de Alemania, el promedio de depresión era de un 4,4% para las personas nacidas antes de 1914, mientras que el porcentaje de depresiones de los nacidos en la década anterior a 1944 era, a la edad de treinta y cuatro años, de un 14%. De este modo, las generaciones que han crecido durante períodos de turbulencia política presentan proporciones mayores de depresión, aunque la tendencia general ascendente, dicho sea de paso, parece ser independiente de las circunstancias políticas.

El descenso de la edad en que suele aparecer el primer brote de depresión también parece mostrar una tendencia uniforme a nivel mundial. Veamos ahora las razones que adujeron algunos especialistas para tratar de explicar esta situación.

Según el doctor Frederick Goodwin, director del Instituto Nacional de Salud Mental: «durante este tiempo, el núcleo familiar ha experimentado una tremenda erosión, el número de divorcios se ha duplicado, los padres dedican menos tiempo a sus hijos y se ha producido un aumento de inestabilidad laboral. En la actualidad resulta prácticamente imposible crecer manteniendo estrechos lazos con todos los miembros de la familia extensa. En mi opinión, la pérdida de una fuente sólida de identificación es la principal causa del aumento de la depresión».

, director del departamento de psie Medicina de la Universidad de Pittsla hipótesis: «con la expansión de la inolugar después de la II Guerra Mundial que han podido seguir creciendo en un proporción que ha propiciado el crecimiento de la adres hacia las necesidades del desarrollo de e esto no pueda considerarse como una causa directa de la depresión, lo cierto es que predispone a cierta vulnerabilidad. El estrés emocional precoz puede afectar al desarrollo neurológico y abocar, incluso décadas después, a la depresión cuando uno se halle sometido a nuevas condiciones de tensión».

En opinión de Martin Seligman, psicólogo de la Universidad de Pennsylvania: «durante los últimos treinta o cuarenta años hemos asistido a un ascenso del individualismo y a un declive paralelo de las creencias religiosas y del sostén proporcionado por la comunidad y por la familia, todo lo cual supone la pérdida de una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida en que uno considere el fracaso como una situación permanente y lo magnifique hasta llegar a imbuir todas las facetas de la propia vida, se hallará predispuesto a dejar que un revés momentáneo se convierta en una fuente duradera de impotencia y desesperación. Pero, si uno cuenta con una perspectiva más amplia —como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte— y, por ejemplo, pierde su trabajo, el fracaso quedará circunscrito a una situación provisional.».

Pero, sea cual fuere su causa, la depresión infantil y juvenil constituye un problema verdaderamente acuciante. Las estimaciones realizadas en los Estados Unidos varían considerablemente en lo que respecta al porcentaje de niños y adolescentes aquejados de depresión en un año concreto, en contraste con la vulnerabilidad mostrada a lo largo de toda la vida. Ciertos estudios epidemiológicos que utilizan criterios muy estrictos -como los empleados para establecer el diagnóstico médico de los síntomas de la depresión— han descubierto que la incidencia anual de la depresión mayor en las niñas y niños de edades comprendidas entre los diez y los trece años, es del orden de un 8 o un 9%, aunque existen otros estudios que hacen descender este porcentaje a la mitad (e incluso otros que la reducen a un 2%). En lo que se refiere a la adolescencia, algunos datos sugieren que este promedio casi podría duplicarse, ya que más del 16% de las chicas de entre catorce y dieciséis años han sufrido un brote depresivo mientras que el promedio, en el caso de los chicos, sigue siendo el mismo.

LA DEPRESION INFANTIL

Pero el descubrimiento de que los brotes benignos de depresion infantil auguran episodios más severos durante la vida posterior no sólo demuestra la necesidad de tratar la depresión infantil sino también de prevenirla. Este hallazgo contradice la antigua opinión de que la depresión infantil carece de importancia a largo plazo porque los niños «se desprenden naturalmente de ella» a lo largo de su proceso de crecimiento. Es evidente que todos los niños se entristecen alguna que otra vez y que, al igual que ocurre en la madurez, la niñez y la adolescencia son épocas de decepciones ocasionales y pérdidas más o menos importantes que van acompañadas del correspondiente pesar. Pero la necesidad de prevención de la que estamos hablando no se refiere tanto a esas ocasiones como a aquellos otros estados de melancolía mucho más graves en los que la espiral del abatimiento hunde lentamente a los niños en la pesadumbre, la desesperación, la irritabilidad y el repliegue en sí mismos.

Según los datos recogidos por Maria Kovacs, psicóloga del Western Psychiatric Institute and Clinie de Pittsburgh, tres cuartas partes de los niños que se vieron obligados a recibir tratamiento a causa de una depresión grave, después sufrieron recaídas. La investigación realizada por Kovacs se inició cuando los niños diagnosticados de depresión contaban ocho años de edad y prosiguió con un seguimiento periódico que, en algunos casos, se prolongó hasta los veinticuatro.

La duración promedio de los episodios depresivos infantiles fue de unos once meses, aunque uno de cada seis persistía hasta los dieciocho. Por su parte, la depresión moderada que, en algunos niños, aparecía a los cinco años de edad, era menos incapacitante pero tendía a ser más duradera (una media de cuatro años).

Kovacs también descubrió que los niños que sufrían una depresión menor eran proclives a que ésta se agravara y desembocara en una depresión mayor (la denominada doble depresión). Y quienes desarrollaban una doble depresión mostraban, por su parte, una mayor tendencia a sufrir episodios recurrentes en años posteriores. Al llegar a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta, los niños que habían pasado por algún episodio depresivo sufrían, por término medio, depresiones o trastornos maníaco—depresivos uno de cada tres años.

Pero el precio que tienen que pagar estos niños va más allá del sufrimiento causado por la depresión. En opinión de Kovac: «los muchachos aprenden el ejercicio de las habilidades sociales en las relaciones que establecen con sus compañeros. Si uno, por ejemplo, desea algo de lo que carece, ve cómo otros niños resuelven esta situación y luego trata de conseguirlo por sí mismo. Pero los niños deprimidos suelen terminar engrosando las filas de los marginados, de los niños con los que nadie quiere jugar». La suspicacia y la tristeza que sienten estos niños les hace rehuir los contactos sociales o mirar hacia otro lado cuando alguien trata de establecer contacto con ellos, un signo que suele interpretarse como rechazo. El resultado final es que los niños deprimidos terminan siendo ignorados o rechazados. Este tipo de carencia en su bagaje interpersonal les impide sacar partido del aprendizaje natural que se produce en medio de la bulliciosa actividad del patio de recreo y así suelen acabar arrastrando un lastre emocional y social del que deberán desprenderse cuando salgan de la depresión. En suma, el hecho es que los niños deprimidos son más ineptos socialmente, tienen menos amigos, son menos elegidos como compañeros de juego, suelen caer menos simpáticos y, en consecuencia, tienen más problemas de relación.

Otro precio que deben pagar estos niños por su depresión es el pobre rendimiento escolar. La depresión dificulta la memoria y la concentración, impidiéndoles prestar atención y asimilar lo que se les enseña. Un niño que no siente ilusión por nada encontrará prácticamente imposible acopiar la energía suficiente para que las lecciones del profesor le estimulen de algún modo (por no mencionar la incapacidad de experimentar el estado de «flujo», del que hablábamos en el capítulo 6). Según el estudio de Kovac, pues, los niños cuyos episodios depresivos son más prolongados obtienen peores calificaciones y suelen ir atrasados en sus estudios. En realidad, parece existir una relación directa entre el período de tiempo que un niño permanece deprimido y su rendimiento escolar, con una caída en picado durante el transcurso del episodio depresivo. Por su parte, este pobre rendimiento académico no hace sino complicar la depresión porque, como afirma Kovac: «no es difícil comprender lo que ocurre cuando uno comienza a sentirse deprimido y le suspenden, teniendo que quedarse en casa a estudiar y sin poder salir a jugar con los demás».

LAS PAUTAS DEL PENSAMIENTO DEPRESOGENO

Al igual que ocurre con los adultos, las interpretaciones pesimistas de los contratiempos de la vida parecen alimentar la desesperanza y la impotencia que yacen en el núcleo de la depresión infantil. Hace mucho tiempo que se sabe que las personas que ya están deprimidas albergan este tipo de pensamientos, lo que resulta sorprendente es que los niños propensos a la melancolía tienden a albergar esta visión pesimista antes de caer en la depresión, una circunstancia que abre la posibilidad de inocularles algún tipo de vacuna contra la depresión antes de que ésta se apodere de ellos.

Los estudios sobre las creencias que sustentan los niños acerca de las posibilidades que tienen de controlar lo que les sucede o de su capacidad para transformar positivamente sus vidas nos brindan una prueba evidente en este sentido. Esto es algo que podemos constatar en las valoraciones que hacen los niños sobre sí mismos en frases tales como «no tengo dificultades para resolver los problemas cuando éstos se presentan» o «si me esfuerzo soy capaz de sacar buenas notas». Los niños que son incapaces de pensar de esta manera sienten que no pueden hacer nada para cambiar las cosas, lo cual genera una sensación de impotencia que es más acusada en el caso de los niños más deprimidos. En un determinado estudio se sometió a observación a varios alumnos de quinto y sexto curso pocos días después de recibir sus hojas de calificaciones que, como todos recordaremos, suelen ser una de las principales fuentes de alegría o de desesperación durante la infancia. Los investigadores descubrieron una marcada diferencia en la forma en que cada niño se reafirma cuando recibe una calificación peor de la esperada. En este sentido, los niños que consideran que sus malas notas son el resultado de algún tipo de deficiencia personal («soy estúpido») se sienten más deprimidos que aquéllos otros que encuentran una explicación que deja abierta la posibilidad de hacer algo para transformar las cosas («si me esfuerzo más podré sacar mejores notas en matemáticas»). Los investigadores estudiaron también a un grupo de alumnos de tercero, cuarto y quinto curso que eran objeto del rechazo de sus compañeros y efectuaron un seguimiento de aquéllos que seguían siendo marginados al año siguiente, descubriendo que un factor decisivo en la génesis de la depresión era el modo en que estos niños se explicaban a sí mismos el rechazo del que eran objeto. Quienes consideraban que el rechazo se debía a alguna especie de defecto personal eran más proclives a la depresión, mientras que los niños más optimistas, los que sentían que podían hacer algo para mejorar la situación, no se sentían especialmente deprimidos a pesar del rechazo constante de que eran objeto. Otro estudio demostró que los niños que tenían una actitud pesimista cuando estaban a punto de efectuar la difícil transición al séptimo curso, eran más proclives a la depresión cuando debían enfrentarse al nuevo nivel de exigencias de la escuela o del hogar. Pero la prueba más palpable de que la actitud pesimista predispone a la depresión nos la proporciona un seguimiento de cinco años de duración iniciado cuando los niños estaban en tercer curso. El predictor más decisivo de la depresión entre los niños más pequeños resultó ser una actitud pesimista ante la vida en conjunción con un acontecimiento traumático importante, como, por ejemplo el divorcio de los padres o el fallecimiento de un familiar (situaciones, en suma, que no sólo conmueven y angustian al niño, sino que también suelen privarle del apoyo y el consuelo de sus padres). No obstante, a lo largo de la escuela primaria tiene lugar un cambio significativo en su forma de interpretar las causas de los acontecimientos positivos y negativos que les toca vivir, achacándolos, cada vez más, a sus propios rasgos personales («saco buenas notas porque soy listo» o «no tengo muchos amigos porque no soy divertido»). Este cambio parece tener lugar entre el tercer y quinto curso y. cuando ocurre, quienes sustentan una actitud pesimista —y atribuyen la causa de los infortunios a un defecto intrínseco— comienzan a ser presa de estados de ánimo depresivos. Y lo que es más importante todavía, la misma depresión contribuye a reforzar las pautas de pensamiento pesimistas, de modo que, aun cuando la depresión desaparezca, el niño queda marcado con una especie de cicatriz emocional, un conjunto de creencias alimentadas por la depresión y consolidadas por su pensamiento (que no es buen estudiante o que es antipático) que le impiden escapar de su sombrío estado de ánimo. Estas ideas fijas hacen que el niño sea más vulnerable a caer nuevamente en la depresión.

LA FORMA DE ACABAR CON LA DEPRESION

Pero existen fundadas esperanzas de que es posible enseñar a los niños formas más eficaces de afrontar los problemas y disminuir así el riesgo de la depresión infantil. En un estudio llevado a cabo en un instituto de Oregón, uno de cada cuatro estudiantes mostraba lo que los psicólogos denominan una «depresión moderada», una depresión que, aunque no reviste la suficiente gravedad como para afirmar que excede el grado de insatisfacción natural, bien podría constituir la antesala de una depresión auténtica.

Setenta y cinco estudiantes aquejados de esta depresión moderada aprendieron, en una clase especial fuera del horario habitual lectivo, a modificar las pautas de pensamiento generalmente

A diferencia de lo que ocurre con los adultos, la medicación no parece ofrecer una alternativa para el tratamiento de la depresión infantil que pueda sustituir a la terapia o a la educación preventiva. La investigación ha demostrado que, en el caso de los niños, los antidepresivos tricíclicos —que tanto éxito han tenido en el tratamiento de los adultos— no son mejores que la administración de un placeho, efecto de las nuevas medicaciones antidepresivas, como por ejemplo el Prozac, todavía no ha sido estudiado en los niños.

Por su parte, la desipramina, uno de los tricíclicos más utilizados (y más seguros) para el tratamiento de los adultos, está siendo actualmente ohjeto de estudio por parte del FDA Feod and Drues Administration, como una posible causa de mortatidad infantil, asociadas a ese estado, a hacer amigos, a relacionarse mejor con sus padres y a comprometerse en aquellas actividades sociales que les resultaban más atractivas. El 55% de los participantes en el programa, de ocho semanas de duración, logró recuperarse de su depresión, algo que sólo consiguió el 25% de los estudiantes deprimidos que no se habían beneficiado del programa. Un año más tarde, el 25% de los componentes del grupo de control había caído en una depresión mayor frente al 14% de los alumnos que habían participado en el programa de prevención. Así pues, aunque el programa sólo durase ocho sesiones, redujo a la mitad el riesgo de contraer una depresión. El mismo tipo de conclusiones esperanzadoras nos ofrece un programa especial de frecuencia semanal dirigido a niños de edades comprendidas entre los diez y los trece años que tenían frecuentes disputas con sus padres y que también presentaban síntomas de depresión. Durante estas sesiones extraescolares los niños aprendían ciertas habilidades emocionales básicas, como hacer frente a los problemas, pensar antes de actuar y, tal vez lo mas importante, revisar y modificar las creencias pesimistas ligadas a la depresión (como, por ejemplo, tomar la firme resolución de esforzarse más en el estudio después de haber obtenido malos resultados en un examen, en vez de pensar «no soy lo suficientemente listo»).

En opinión del psicólogo Martin Seligman, uno de los creadores de este programa de doce semanas de duración: «en estas clases los niños aprenden que es posible hacer frente a estados de ánimo como la ansiedad, el abatimiento o el enfado, y que la transformación de nuestros pensamientos nos permite, en cierto modo, transformar también nuestros sentimientos». Según Seligman, el hecho de hacer frente a los pensamientos depresivos disipa las tinieblas del estado de ánimo negativo y «sólo depende del esfuerzo sostenido momento a momento el que esto termine convirtiéndose en un hábito».

Estas sesiones especiales también redujeron a la mitad la frecuencia de las depresiones después de dos años de haber concluido el programa. Al cabo de un año, sólo el 8% de los participantes arrojaron unos resultados en un test sobre depresión que los situaba en un nivel entre moderado y grave, (frente al 29% de los niños pertenecientes al grupo de control), mientras que, dos años después, el 20% de los muchachos que habían seguido el curso mostraban algunos síntomas de depresión moderada (en comparación con el 44% del grupo de control).

El aprendizaje de estas habilidades emocionales puede resultar especialmente útil en plena adolescencia. Como observa Seligman: «estos chicos suelen estar mejor preparados para afrontar la ansiedad normal que experimenta el adolescente frente al rechazo, y parecen haber aprendido esta habilidad en un período especial mente crítico para la depresión que tiene lugar alrededor de los diez años de edad. Después de aprendida, esta lección parece persistir e incluso fortalecerse en el curso de los años posteriores, sugiriendo claramente su aplicabilidad a la vida cotidiana».

Los especialistas en la depresión infantil se muestran sumamente esperanzados con la aparición de estos nuevos programas.

Según me comentaba Kovac: «si queremos intervenir eficazmente en problemas psiquiátricos tales como la depresión, tenemos que hacer algo antes de que los niños enfermen. La única solucion parece pasar por algún tipo de vacuna psicológica».

LOS TRASTORNOS ALIMENTICIOS

En una epoca en la que estudiaba psicología clínica a finales de los sesenta, conocí a dos mujeres que sufrían trastornos de la conducta alimentaria, aunque sólo me di cuenta de ello varios años después. Una de ellas, una brillante licenciada en matemáticas por Harvard, era amiga mía desde mis días de estudiante universitario, la otra era bibliotecaria del MIT (Massachusetts Institute ol Technology) Mi amiga matemática se hallaba esqueléticamente delgada pero no podía comer porque, según decía, «la comida le repugnaba»; en cambio, la bibliotecaria era gruesa y solía atiborarse de helados, pastel de zanahoria y todo tipo de dulces aunque después —como me confesó avergonzada en cierta ocasión— solía ir al servicio a provocarse el vómito.

Hoy en día, a la primera de ellas le diagnosticaría una anorexia y a la otra una bulimia, pero, en aquellos años, los clínicos sólo estaban empezando a hablar de estos problemas y ni siquiera existían estas etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este movimiento, publicó su primer artículo sobre los trastornos de la conducta alimentaria en 1969. Bruch, que se hallaba desconcertada por los casos de mujeres cuya dieta las llevaba al borde de la muerte, propuso que una de las causas de este problema radica en la incapacidad de estas mujeres para identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales y especialmente, por supuesto, a la sensación de hambre. Desde entonces, la literatura clínica sobre los trastornos de la conducta alimentaria ha proliferado como las setas y ha aparecido multitud de teorías que tratan de explicar sus posibles causas. Estas causas van desde las chicas que se quieren mantener eternamente jóvenes y se sienten obligadas a luchar infatigablemente para lograr un modelo inalcanzable de belleza femenina, hasta las madres posesivas que terminan enredando a sus hijas en una trama autoritaria de culpabilidad y verguenza.

Pero la mayor parte de estas hipótesis adolecían de la gran desventaja de ser extrapolaciones hechas según observaciones efectuadas durante la terapia. Desde un punto de visto científico es mucho más aconsejable llevar a cabo investigaciones sobre grandes grupos durante varios años para determinar quiénes terminan superando el problema. Sólo este tipo de investigación podrá ayudarnos a determinar con exactitud las variables que favorecen la aparición del problema y diferenciarlas de aquellas otras condiciones que, si bien parecen relacionadas, no tienen una incidencia directa sobre él.

Un estudio de este tipo llevado a cabo con más de novecientas muchachas que se hallaban entre el séptimo y el décimo curso puso de manifiesto la existencia de serias deficiencias emocionales (como, por ejemplo, la incapacidad de dominar y expresar los sentimientos desagradables). Sesenta y una chicas de décimo curso de un instituto de las afueras de Minneapolis presentaban ya graves síntomas de anorexia y bulimia. Cuanto mayor era la gravedad del trastorno, más desbordantes eran los sentimientos negativos con que las chicas reaccionaban a los contratiempos, dificultades y problemas que la vida les presentaba y menor era también su conciencia de sus verdaderos sentimientos.

Y la combinación de estas dos tendencias emocionales con el rechazo hacia el propio cuerpo, daba como resultado la anorexia o la bulimia. Esa investigación también descubrió que los padres autoritarios no desempeñan un papel decisivo en la etiología de los trastornos de la conducta alimentaria. Como la misma Bruch había advertido, las teorías explicativas basadas en la percepción o comprensión a posteriori (como. por ejemplo, que los padres pueden llegar fácilmente a ser posesivos como respuesta a sus desesperados intentos por controlar a una hija que padece un trastorno alimenticio) son probablemente inadecuadas. Las explicaciones más populares, como el miedo a la sexualidad, el inicio precoz de la pubertad o la baja autoestima también demostraron carecer de todo fundamento.

Esta investigación demostró que el principal desencadenante de este trastorno radica en una sociedad obsesionada por un modelo ideal de belleza antinaturalmente delgado. Mucho antes del inicio de la adolescencia, las chicas ya comienzan a conceder importancia a su peso. Por ejemplo, una niña de seis años rompió a llorar cuando su madre le dijo que el bañador la hacía parecer gorda cuando, en opinión del pediatra que presenta el caso, el peso de la niña era normal para su estatura» Un estudio realizado con adolescentes descubrió que el 50% de ellas creían que estaban demasiado gruesas, a pesar de que la inmensa mayoría tenía un peso completamente normal. No obstante, el estudio de Minneapolis también demostró que la obsesión por el peso no basta para explicar por qué ciertas chicas desarrollan este tipo de problemas alimenticios.

Muchas personas obesas son incapaces de expresar la diferencia que existe entre tener miedo, estar hambriento o sentirse enfadado e interpretan confusamente todos estos sentimientos como si estuvieran relacionados con el hambre, una situación que las lleva a comer compulsivamente cada vez que se sienten preocupadasi Y algo similar parece estar ocurriéndoles a las muchachas que padecen trastornos de la conducta alimentaria. Gloria Leon, la psicóloga de la Universivad de Minnesota que llevó a cabo este estudio, observó que: «estas muchachas manifiestan una conciencia muy pobre de sus sentimientos y de los mensajes de su cuerpo, lo cual constituye un predictor claro de que, en el curso de los dos años posteriores, desarrollarán alguno de estos desórdenes. La mayoría de los niños aprenden a disíinguir entre sus sensaciones y son capaces de discernir si están aburridos, enfadados, deprimidos o hambrientos, una habilidad que forma parte del aprendizaje emocional básico. Pero estas muchachas tienen dificultades para saber qué es lo que realmente sienten. De este modo, cuando, por ejemplo, tienen un problema con su novio, no saben si están enfadadas, ansiosas o deprimidas, lo único que experimentan es una difusa tormenta emocional con la que no saben cómo relacionarse y tratan de superarla comiendo, algo que puede llegar a convertirse en un hábito muy arraigado».

Cuando esta forma de tranquilizarse choca con las presiones que sufren las chicas para mantenerse delgadas, queda expedito el camino para el desarrollo de algún tipo de trastorno alimentario.

Como observa Leon: «al comienzo, la muchacha puede empezar a comer vorazmente, pero si quiere mantenerse delgada tiene que tratar de provocarse el vómito, tomar laxantes o realizar un intenso esfuerzo físico que la libre del exceso de peso. Otra de las modalidades utilizadas para controlar la confusión emocional puede ser la de no comer en absoluto, ya que esto parece proporcionarle un mínimo control sobre los sentimientos angustiantes».

Cuando estas chicas, que combinan una escasa conciencia de si mismas con una habilidad social empobrecida, se sienten alteradas, son incapaces de calmar su sensación de angustia. En tal caso, los problemas con los padres o los amigos disparan el trastorno alimenticio, ya sea éste la bulimia, la anorexia o simplemente la voracidad compulsiva. En opinión de Leon, el tratamiento eficaz de esta clase de chicas debería incluir algún tipo de adiestramiento en las habilidades emocionales de las que carecen. Según me dijo Leon: «los clínicos han constatado que la terapia funciona mejor cuando presta atención a estas deficiencias. Estas muchachas deben aprender a identificar sus sentimientos, a tranquilizarse y a orientar más adecuadamente sus relaciones sin abandonarse a sus irregulares hábitos alimenticios.»

LOS SOLITARIOS Y LOS MARGINADOS

Fue un pequeño drama de la escuela primaria. Ben, un alumno de cuarto curso con muy pocos amigos, acababa de oír decir a su companero Jason que no iban a jugar juntos durante la hora de la comida porque quería jugar con otro niño llamado Chad. Ben, entonces, se derrumbó, escondió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Al cabo de un rato se dirigió a la mesa en la que Jason y Chad estaban comiendo y dijo:

—¡Te odio!

—¿Por qué? —preguntó éste.

—Porque me has mentido —respondió Ben en tono acusatorio—. Toda la semana has estado diciendo que hoy jugarías conmigo y me has engañado.

Luego Ben se alejó visiblemente enfadado a su mesa vacía y empezó a sollozar en silencio. Jason y Chad se dirigieron entonces hacia él y trataron de hablarle, pero Ben se tapó los oídos ignorándoles y salió corriendo del comedor para esconderse detrás de un contenedor de basura. Un grupo de chicas que había presenciado el diálogo trató entonces de mediar en la disputa y le dijeron que Jason quería jugar con él. Pero Ben tampoco quiso escucharías y les respondió que le dejaran solo. Luego siguió alimentando su resentimiento, acompañado tan sólo de su llanto.

Una situación desoladora, ¿qué duda cabe? La sensación de sentírse rechazado y falto de la amistad de los demás es algo con lo que todos debemos enfrentarnos en algún momento de nuestra infancia o de nuestra adolescencia. Pero lo que resulta más llamativo en el caso de Ben es su ineptitud para responder a todos los intentos realizados por Jason para corregir su error, una actitud que sólo contribuyó a prolongar su malestar. Esta incapacidad para comprender ciertos mensajes clave resulta muy común en los niños impopulares. Como vimos en el capitulo 8, los niños socialmente rechazados suelen tener dificultades para registrar los mensajes emocionales y sociales y, en el caso de que lleguen a percibirlos, muestran un repertorio de respuestas sumamente restringido.

Uno de los riesgos principales que corren los niños socialmente rechazados es la posibilidad de abandonar la escuela. El promedio de abandono escolar entre los niños rechazados por sus compañeros es entre dos y ocho veces superior al de los niños populares. Por ejemplo, un estudio puso de manifiesto que aproximadamente el 25% de los niños impopulares en la escuela primaria abandonan sus estudios antes de terminar el instituto, cuando el promedio general es del ~ lo cual no resulta sorprendente dada la dificultad que puede suponer permanecer treinta horas semanales en un lugar en el que no le caemos simpático a nadie.

Hay dos tendencias emocionales que pueden contribuir a que los niños terminen marginándose socialmente. Una de ellas, como ya hemos visto, es la propensión a los arrebatos de cólera y a percibir hostilidad donde no la hay, y la otra consiste en mostrarse excesivamente tímido, ansioso y vergonzoso. Pero también tenemos que decir que, por encima de estos factores temperamentales, los niños que más tienden a ser relegados —aquéllos cuya reiterada terquedad hace sentirse incómodos a los demás— son los niños «desconectados».

Una de las formas en que estos niños se muestran «desconectados» es a través de las señales emocionales que emiten al mundo exterior. Por ejemplo, un estudio demostró que los niños con pocos amigos no sabían emparejar una emoción —como el disgusto o el rechazo, por ejemplo— con un determinado rostro.

Cuando se preguntó a los niños de una guardería por la forma en que hacían nuevos amigos o evitaban las peleas, fueron nuevamente los niños impopulares —aquéllos con los que los demás no querían jugar— quienes ofrecieron las respuestas más inapropiadas (la respuesta más habitual de estos niños, por ejemplo, en el caso de que desearan el mismo juguete que uno de sus compañeros era la de empujarles o la de buscar la ayuda de un adulto). Y cuando se pidió a varios niños de edad más avanzada que escenificaran la tristeza, el enfado o la desconfianza, fueron también los más impopulares quienes llevaron a cabo las representaciones menos convincentes. No resulta, pues, sorprendente que estos niños se sientan incapaces de hacer amigos y que su incompetencia social termine convirtiéndose en una profecía autocumplida. En lugar de aprender nuevas estrategias de aproximación a los demás, estos niños se limitan a repetir una y otra vez pautas que no funcionaron en el pasado o ensayan otras nuevas más torpes aún si cabe.

Estos niños manifiestan un escaso criterio emocional y no se les considera una compañía agradable ni saben qué hacer para que los demás se encuentren a gusto con ellos. Por ejemplo, la observación del juego de estos niños impopulares demostró una mayor tendencia que el resto a hacer trampas, enfadarse y dejar de jugar cuando perdían, o jactarse y fanfarronear cuando ocurría lo contrario. Está claro que todos los niños quieren ganar, pero la mayor parte de ellos son capaces de refrenar sus reacciones emocionales de modo que no afecten a la relación con sus compañeros de juego.

Pero aunque los niños emocionalmente sordos —los niños que tienen dificultades para registrar y responder a las emociones— suelen convertirse en marginados sociales, existen muchos otros niños que atraviesan por períodos transitorios de rechazo que no terminan abocándoles a un horizonte tan sombrío. En cualquier caso, el desolador estatus que acompaña a quienes son objeto del rechazo constante durante los años de escuela se agudiza con el paso del tiempo, incrementando así su grado de marginación social. Hay que tener en cuenta que es en el crisol de la amistad y en el bullicio del juego en donde se forjan las habilidades emocionales y sociales que condicionan las relaciones que el ser humano sostiene a lo largo de toda su vida. Es evidente, pues, que los niños que son excluidos de este ámbito de aprendizaje no cuentan con las mismas posibilidades que los demás.

Es comprensible que los niños rechazados experimenten miedo y ansiedad y se sientan deprimidos y aislados De hecho, el grado de popularidad de los niños de tercer curso ha demostrado ser un mejor predictor de los problemas de salud mental que pueden presentar alrededor de los dieciocho años que cualquier otro dato, como las calificaciones escolares, el rendimiento académico, el CI e incluso los resultados de los test psicológicos, como ya hemos visto anteriormente, los niños que tienen pocos amigos terminan convirtiéndose en solitarios crónicos que, de mayores, correrán más riesgos de contraer determinadas enfermedades y de sufrir una muerte anticipada.

Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las relaciones tempranas que sostenemos con nuestros mejores amigos del mismo sexo nos ensenan a navegar en el mundo de las relaciones íntimas (a dirimir las diferencias y a compartir nuestros sentimientos más profundos). Pero los niños rechazados disponen de muchas menos ocasiones que sus compañeros para poder entablar una amistad íntima en los años de la escuela primaria perdiendo así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional. En este sentido, tener un amigo —aunque sólo sea uno e iincluso aunque esa amistad no sea muy sólida— puede suponer, a la larga, una extraordinaria diferencia.

EL APRENDIZAJE DE LA AMISTAD

Pero existe una puerta abierta a la esperanza para los niños rechazados. Steven Asher, psicólogo de la Universidad de Illinois, ha diseñado un programa de «adiestramiento para la amistad» destinado a los niños impopulares que ha tenido cierto éxito. La investigación realizada por Asher comenzó identificando a los alumnos de tercer y cuarto curso que menos atractivos resultaban para sus compañeros de clase. Luego organizó seis sesiones para enseñarles el modo de inducirles a «una participación más agradable en los juegos», enseñándoles a ser «más amistosos, divertidos y simpáticos». Para evitar cualquier tipo de estigmatización, Asher les dijo que iban a actuar en calidad de «consejeros» del entrenador, quien estaba tratando de averiguar las cosas que hacían más atractiva la participación de los niños en los juegos.

Los niños fueron entrenados a comportarse del mismo modo que Asher consideraba característico de los más populares. También se les alentaba a tratar de encontrar soluciones alternativas (en lugar de recurrir exclusivamente a las peleas) si tenían problemas con las reglas del juego; a comunicarse con los demás y a hacerles preguntas mientras estaban jugando; a escuchar y observar a los otros niños para averiguar cómo se sentían; a decir algo agradable cuando los demás hacían algo bien; y a sonreír y a brindar su colaboración, sus propuestas y su aliento. Los niños debían poner en práctica estas reglas básicas de cortesía mientras jugaban con un compañero de clase y se les adiestraba a comentar después sus experiencias durante el juego. El efecto de este cursillo de relaciones sociales fue considerablemente positivo.

Un año después, los niños que habían participado en este entrenamiento —niños que, recordémoslo, fueron seleccionados por que eran los que menos simpatías despertaban entre sus compañeros— gozaban de una posición notablemente más popular. Hay que decir también que ninguno de ellos destacaba por su brillantez social, pero lo cierto es que habían dejado de engrosar las filas de los niños rechazados.

A similares conclusiones ha llegado Stephen Nowicki, psicólogo de la Universidad de Emoryi. Nowicki ha concebido también un programa destinado a adiestrar a los niños marginados en la mejora de su capacidad para interpretar y responder adecuadamente a los sentimientos de los demás. Este programa comienza con la grabación en video de los niños tratando de expresar emociones como, por ejemplo, la tristeza o la alegría y luego se completa con un adiestramiento que les ayuda a mejorar su expresividad. Finalmente, llevan a la práctica su nueva habilidad con algún otro niño con quien deseen entablar amistad.

Entre el 50 y el 60% de los niños rechazados que han participado en este tipo de programas han logrado mejorar su grado de aceptación. En la actualidad, estos programas parecen funcionar mejor con alumnos de tercer y cuarto curso que con niños de grados superiores, y parecen también más adecuados para los niños socialmente ineptos que para los niños agresivos pero, en mi opinión, todo es cuestión de puesta a punto. En cualquier caso, el hecho de que casi todos los niños rechazados puedan volver a formar parte del círculo de la amistad con un mínimo adiestramiento emocional constituye un claro signo de esperanza.

EL ALCOHOL Y LAS DROGAS: LA ADICCION COMO AUTOMEDICAClÓN

Los estudiantes del campus universitario local lo llamaban «beber hasta quedarse en blanco», es decir, ingerir dosis masivas de cerveza hasta llegar a perder el conocimiento. Una de las técnicas más utilizadas consistía en insertar un embudo en una manguera de modo que, a través de ésta, pueda verterse en menos de diez segundos una jarra entera de cerveza. Pero no debemos considerar que este procedimiento constituya una rareza aislada, porque una encuesta mostró que aproximadamente el 40% de los estudiantes universitarios varones son capaces de ingerir un mínimo de siete bebidas alcohólicas de una sentada y el 11% se consideran a sí mismos «bebedores resistentes», otra forma de denominar, en suma, al alcoholismo. En la actualidad, el 50% de universitarios varones y el 40% de las universitarias se emborrachaban al menos un par de veces al mes. Aunque en los Estados Unidos el uso de las drogas entre la ventud disminuyó durante la década de los ochenta, es cada vez mayor el consumo de alcohol a edades más precoces. Un estudio llevado a cabo en 1993 reveló que el 33% de las estudiantes universitarias admitían que bebían para emborracharse, frente a un porcentaje del 10% en 1977. En términos generales, uno de cada tres estudiantes bebe con la intención de embriagarse. Esta situación comporta, a su vez, otro tipo de riesgos, puesto que el 90% del total de violaciones denunciadas en los campus universitarios tuvieron lugar después de que la víctima o el agresor —o ambos a la vez— hubieran estado bebiendo. Por último, los accidentes relacionados con el alcohol son la principal causa de mortalidad entre los jóvenes de edad comprendida entre los quince y los veinticuatro años.

La experimentación con el alcohol y las drogas parece ser un rito de pasaje para los adolescentes pero, en algunos casos, esta primera toma de contacto puede llegar a tener efectos permanentes. En este sentido podríamos decir que el origen de la adicción de la mayoría de los alcohólicos y demás toxicómanos se remonta a la edad de diez años, aunque pocos de los que han experimentado con el alcohol y las drogas terminan convirtiéndose en alcohólicos o toxicómanos. Por ejemplo, más del 90% de los alumnos que concluyen la enseñanza secundaria ya han probado el alcohol, pero sólo el 14% de ellos llegan a transformarse en alcohólicos. Del mismo modo, sólo un porcentaje inferior al 5% de los millones de norteamericanos que han probado la cocaína se han convertido en adictos. ¿Qué es, pues, lo que determina la diferencia entre uno y otro caso?

Quienes habitan en un barrio con un alto índice de delincuencia, en donde se vende crack a la vuelta de la esquina y el traficante de drogas es el ejemplo local más destacado del éxito económico, están más expuestos al abuso de estas substancias.

Algunos pueden llegar a hacerse adictos convirtiéndose en camellos ocasionales, otros simplemente debido a su facilidad de acceso o a una subcultura miope que mitifica el uso de las drogas; un factor este último que aumenta el riesgo del abuso de drogas en cualquier entorno, incluso —y quizás especialmente— entre los muchachos más acomodados económicamente. Pero todo ello no responde a la cuestión de cuáles son los chicos que se hallan más expuestos a este tipo de trampas y presiones. ¿Quiénes van a tener simplemente una experiencia ocasional y quiénes por el contrario, son más propensos, a convertirlo en un hábito permanente?

Una teoría científica al uso afirma que las personas que dependen del alcohol y de las drogas están utilizando esas sustancias como una especie de medicación que les ayuda a mitigar su ansiedad, su enojo y su depresión, puesto que les permiten calmar químicamente la ansiedad y la insatisfacción que les atormentan. En un seguimiento efectuado sobre varios cientos de estudiantes de séptimo y octavo curso a lo largo de un par de años, quienes acusaron mayores niveles de angustia emocional mostraron posteriormente las tasas mas elevadas de abuso de drogas. Esto también podría explicar por qué hay tantos jóvenes que prueban el alcohol y las drogas sin llegar a convertirse en adictos, mientras que otros se hacen dependientes casi desde el mismo comienzo. Así pues, las personas más vulnerables a la adicción parecen encontrar en las drogas y el alcohol una especie de varita mágica que les ayuda a sosegar las emociones que les han estado atormentando durante muchos años.

Como señala Ralph Tarter, psicólogo del Western Psychiatric Institute and Clinie, de Pittsburgh: «hay personas que parecen biológicamente predispuestas y cuya primera toma de contacto con la droga es tan recompensante que los demás no podemos ni siquiera llegar a sospechar. Muchas personas que han logrado recuperarse del abuso de drogas me han confesado que, cuando la tomaron, se sintieron normales por primera vez en la vida. Así pues, al menos a corto plazo, la droga actúa como una especie de estabilizador psicológico». Y en esto se basa, por supuesto, la principal tentación a la que recurre el demonio de la adicción, ya que es capaz de provocar una sensación de bienestar a corto plazo, aunque, a la larga, termine abocando al desastre permanente.

También existen ciertas pautas emocionales que parecen determinar que las personas tiendan a encontrar consuelo emocional en unas substancias más que en otras. Hay, por ejemplo, dos caminos diferentes que conducen al alcoholismo. El primero de ellos se inicia cuando una persona que ha tenido una infancia llena de tensión y ansiedad descubre —por lo general en la adolescencia— que el alcohol le permite mitigar la sensación de ansiedad.

Es frecuente que estas personas —generalmente varones— sean, a su vez, hijos de alcohólicos que también recurren a la bebida para tratar de calmar su nerviosismo. Uno de los indicadores biológicos de esta pauta es la hiposecreción de GABA, uno de los neurotransmisores que regulan la ansiedad. Cuanto menor es el nivel de GABA, mayor es el índice de tensión que experimenta el individuo. Cierto estudio puso de manifiesto cíue los hijos de padres alcohólicos presentan un bajo nivel de GABA y, en consecuencia, son sumamente ansiosos. Pero cuando estas personas ingieren alcohol, su nivel de GABA aumenta en la misma proporción en que disminuye su sensación de ansiedad. Los hijos de alcohólicos, pues, beben principalmente para aliviar la tensión y descubren en el alcohol una sensación de liberación que no saben conseguir de otro modo. Este tipo de personas es asimismo muy vulnerable al abuso de sedantes combinados con el alcohol, que también potencian el descenso del nivel de ansiedad.

Un estudio neuropsicológico llevado a cabo con hijos de alcohólicos que a la temprana edad de doce años evidenciaban ya claros síntomas de ansiedad (como un marcado aumento del ritmo cardiaco en respuesta al estrés o una elevada impulsividad) demostró que estos niños presentaban un pobre funcionamiento del lóbulo frontal. Esto significa que pueden confiar menos que otros chicos en aquellas áreas cerebrales que podrían ayudarles a paliar la ansiedad o a controlar la impulsividad. Y, dado que los lóbulos prefrontales también afectan al funcionamiento de la memoria —permitiendo, por ejemplo, tener bien presentes las consecuencias de las rutas de acción a que nos conduce una determinada decisión—, esta carencia constituye un camino directo al alcoholismo que les lleva a tener exclusivamente en cuenta los efectos sedantes inmediatos del alcohol sobre la ansiedad y les impide sopesar adecuadamente sus efectos negativos a largo plazo.

Esta búsqueda desesperada de calma parece ser el indicador emocional de una susceptibilidad genética hacia el alcoholismo.

Un estudio efectuado con 1300 parientes de alcohólicos demostró que los hijos de éstos que presentaban un elevado índice de ansiedad crónica, son quienes mayores riesgos tienen de abusar de la bebida. La conclusión de los investigadores que llevaron a cabo este estudio fue que, en estas personas, el alcoholismo constituye una forma de «automedicación que les permite combatir los síntomas de la ansiedad»?

El otro camino emocional que conduce al alcoholismo está ligado a un elevado nivel de agitación, impulsividad y aburrimiento. Durante la infancia, esta pauta se manifiesta como un comportamiento inquieto, caprichoso y desobediente, y en la escuela primaria asume la forma de nerviosismo, hiperactividad y búsqueda de problemas, una tendencia que, como ya hemos apuntado, puede empujarles a buscar amigos problemáticos y terminar abocándoles, en ocasiones, a la delincuencia o al diagnóstico de «trastorno de personalidad antisocial». El principal problema emocional de estas personas (sobre todo varones) es la agitación; su principal debilidad, la impulsividad descontrolada y su reacción habitual ante el aburrimiento, la búsqueda compulsiva del riesgo y la excitación. Los adultos que presentan esta pauta de conducta —que posiblemente esté ligada a ciertas deficiencias en dos tipos de neurotransmisores, la serotonina y el MAO (monoaminooxidasal)— son incapaces de soportar la monotonía y están dispuestos a probarlo todo, descubriendo que el alcohol puede calmar fácilmente su agitación. De este modo, su elevado nivel de impulsividad —combinado con su aversión al aburrimiento— les convierte en claros candidatos al abuso de una lista casi interminable de todo tipo de drogas. Pero, aunque el alcohol pueda aliviar provisionalmente la depresión, sus efectos metabólicos no tardan en empeorar la situación. Por esto, quienes consumen alcohol lo hacen más para calmar la ansiedad que la depresión. Existen otras drogas completamente diferentes que apaciguan —al menos temporalmente— las sensaciones que aquejan a las personas deprimidas.

Por ejemplo, la infelicidad crónica coloca a las personas en una situación de grave riesgo de adicción a estimulantes tales como la cocaína, porque esta sustancia constituye un antídoto directo contra la depresión. Un estudio mostró que más de la mitad de los pacientes que estaban siendo tratados clínicamente de su adicción a la cocaína podrían haber sido diagnosticados de depresión grave antes de que comenzaran a habituarse y que, a mayor gravedad de la depresión previa, más arraigado estaba el hábito.

La irritabilidad crónica, por su parte, puede conducir a otro tipo de vulnerabilidad. Un estudio demostró que la pauta emocional más característica de los cuatrocientos pacientes que estaban siendo tratados de su adicción a la heroína y otros opiáceos, era su dificultad para controlar la ira y su predisposición al enojo. Algunos de estos pacientes confirmaron que los opiáceos les habían permitido sentirse normales y relajados por primera vez en su vida.

Como han demostrado durante décadas Alcohólicos Anónimos y otros programas de recuperación, aunque la predisposición al abuso de las drogas se origine, en muchos casos, en un determinado funcionamiento cerebral, los sentimientos que impulsan a las personas a «automedicarse» es con el uso de la bebida o las drogas pueden resolverse sin tener que recurrir a ningún tipo de sustancias. La capacidad de mitigar la ansiedad, de superar la depresión o de calmar la irritación, por ejemplo, contribuye a eliminar el impulso de consumir todo tipo de drogas.

La enseñanza de estas habilidades emocionales básicas constituye un elemento fundamental en los programas de tratamiento contra las toxicomanías. Pero seria mucho mejor, ¿qué duda cabe?, que estas habilidades se aprendieran en una fase más temprana de la vida, antes de que el hábito arraigase.

NO MAS CRUZADAS UN CAMINO PREVENTIVO COMUN

En las dos últimas décadas se han declarado diversas «cruzadas»: contra los embarazos juveniles, contra el fracaso escolar, contra las drogas y, más recientemente, contra la violencia. No obstante, el problema con este tipo de campañas es que llegan demasiado tarde, cuando la situación ya ha alcanzado proporciones endémicas y ha arraigado firmemente en las vidas de los jóvenes.

En este sentido equivalen a una intervención en momentos de crisis, a tratar de resolver los problemas clínicos enviando ambulancias para recoger a los enfermos en lugar de proporcionarles una vacuna que pueda impedir que contraigan la enfermedad.

Pero no necesitamos tanto este tipo de campañas, sino que debemos centrar todos nuestros esfuerzos en la prevención, ofreciendo a los niños la oportunidad de desarrollar las capacidades que les permitan afrontar la vida y aumentar así la posibilidad de escapar de todos esos destinos infaustos. Mi insistencia en la importancia de las deficiencias emocionales y sociales no pretende subestimar el papel que desempeñan otros factores de riesgo como, por ejemplo, el hecho de haber nacido en una familia caótica, fragmentada o violenta, o crecido en un barrio infestado por la delincuencia, la pobreza y las drogas.

La pobreza, por sí sola, ya constituye suficiente azote emocional para los niños y, en este sentido, a la edad de cinco años los niños más pobres se sienten ya más temerosos, ansiosos y tristes, presentan más problemas de conducta y rabietas más frecuentes, y se muestran más destructivos que sus compañeros mejor situados económicamente, una tendencia que se mantendrá durante los diez años siguientes. La presión de la pobreza también corroe los cimientos mismos de la vida familiar disminuyendo la expresión del afecto, aumentando la depresión de las madres (que frecuentemente se hallan solas y sin trabajo) y aumentando también la incidencia de castigos duros como los gritos, los golpes y las amenazas físicas. Pero también hay que decir que las habilidades emocionales desempeñan un papel más decisivo que los factores económicos y familiares a la hora de determinar sí un niño o un adolescente concreto llegará a arruinar su vida por estas dificultades o si, por el contrario, podría sobreponerse a ellas. Los estudios a largo plazo realizados sobre centenares de niños que han crecido en condiciones de extrema pobreza, en el seno de familias agresivas o con padres que padecían serios trastornos psicológicos, demuestran que quienes son capaces de afrontar las dificultades más adversas comparten las mismas habilidades emocionales fundamentales, entre las que podemos destacar la simpatía, la sociabilidad, la confianza en uno mismo, el optimismo frente a las dificultades y frustraciones, la capacidad para recuperarse rápidamente de los fracasos y la flexibilidad.

Pero la inmensa mayoría de estos niños deben afrontar las dificultades sin contar con estas ventajas. Claro está que muchas de estas capacidades son innatas —la lotería genética de la que hemos hablado en otro momento— pero, tal como vimos en el capítulo 14, hasta cualidades como el temperamento pueden ser transformadas. Evidentemente, uno de los niveles de intervención debe ser político y económico, tratando de aliviar tanto la pobreza como el resto de las condiciones sociales que engendran estos problemas. Pero, además de estas intervenciones (que, por cierto, parecen ocupar un lugar secundario en los programas sociales), existen otras posibles alternativas para ayudar a los niños a superar estos problemas acuciantes.

Tomemos el caso de los trastornos emocionales que afectan a uno de cada dos norteamericanos. Un estudio demostró que el 48% de los de 8.098 individuos encuestados había sufrido algún tipo de problema psiquiátrico a lo largo de su vida. El 14% de ellos estaba afectado más seriamente y había tenido tres o más problemas psiquiátricos al mismo tiempo. Este último grupo era el más problemático, dando cuenta del 60% del total de problemas psiquiátricos que ocurrían en un determinado momento y del 90% de los problemas de incapacitación más graves. Es evidente que estas personas necesitan una atención inmediata pero, como ya hemos señalado, el tratamiento óptimo sería el preventivo.

Habría que añadir, sin embargo, que no todos los problemas psiquiátricos pueden preverse, opinión de Ronald Kessler, el sociólogo de la Universidad de Michigan que realizó el estudio del que estamos hablando: «debemos intervenir en una fase muy temprana de la vida. Consideremos, por ejemplo, a una niña de sexto curso que padezca de fobia social y comience a beber en el instituto como una forma de superar sus problemas de relación. A la edad de veinte años, cuando la descubre nuestro estudio, todavía sigue teniendo los mismos miedos, se ha convertido en una politoxicómana y está deprimida porque su vida es un caos completo. ¿Qué podríamos haber hecho nosotros durante su infancia para invertir el curso de los acontecimientos?» Esto mismo es aplicable, obviamente, a la disminución de la violencia o a los muchos peligros que acechan a la juventud contemporánea Los programas educativos concebidos para la preveneción de un problema concreto —como, por ejemplo, el abuso de drogas, los embarazos juveniles o la violencia— han proliferado en la última década, creando una míniindustría dentro del mercado educativo. Pero la mayor parte de estos programas~ incluyendo los más hábilmente promocionados y difundidos, han demostrado ser completamente ineficaces, e incluso hay algunos de ellos que, para desazón de los educadores, parecen agravar los mismos problemas para los que fueron destinados.

La información no es suficiente

En este sentido, un caso sumamente ilustrativo es el abuso sexual de los menores. Hasta el año 1993 se registraron anualmente cerca de doscientos mil casos probados en los Estados Unidos, con un incremento anual de aproximadamente el 10%. Pero, si bien las estimaciones varían considerablemente, la mayor parte de los expertos coinciden en afirmar que entre el 20 y el 30% de las chicas y cerca de la mitad de esa cifra de los chicos (porque las cifras varian en función, entre otros factores. de la definición que se dé del abuso sexual) han sufrido algún tipo de abuso sexual antes de los diecisiete años. No existe un perfil claro que permita definir al niño vulnerable al abuso sexual, pero la mayoría de ellos se sienten desprotegídos, incapaces de resistir por sí solos y aislados por lo que les ha sucedido.

A la vista de estos peligros son muchas las escuelas que han comenzado a ofrecer programas de prevención de los abusos sexuales. Casi todos estos programas se limitan a ofrecer una escueta información sobre el abuso sexual, enseñando a los muchachos, por ejemplo, a apreciar la diferencia entre las caricias y los tocamientos, alertándoles de los peligros implicados y animándoles a contar los hechos a un adulto si algo les ocurre. Pero una investigación realizada a nivel nacional con dos mil niños descubrió que este adiestramiento no servía prácticamente de nada —o incluso empeoraba la situación— a la hora de ayudar a que los niños hicieran algo para impedir convertirse en victimas, ya fuera a manos de un gamberro escolar o de un posible pederasta. Mucho más grave resulta el hecho de que los niños que habían pasado por estos programas y habían sufrido algún tipo de abuso sexual se mostraban la mitad de motivados para denunciarlo posteriormente que quienes no habían pasado por ningún programa.

Por el contrario, los niños que se habían beneficiado de un programa más global —un programa que incluía el entrenamiento en habilidades emocionales y sociales— estaban en mejores condiciones para protegerse y respondían de una manera mucho más decidida, exigiendo que se les dejara en paz, gritando, peleando, amenazando con contarlo o, en último extremo, llegando a denunciar el caso si algo malo les ocurría. Este último recurso —denunciar el abuso— suele ser francamente preventivo ya que muchos de quienes perpetran este tipo de acciones agreden a centenares de niños. Una investigación realizada entre personas de este tipo que tenían unos cuarenta años de edad descubrió que, por término medio, forzaban a una víctima al menos una vez al mes desde la adolescencia. El expediente de un conductor de autobús escolar y de un profesor de informática revela que, entre ambos, agredieron sexualmente a más de trescientos niños al año. Sin embargo, ninguno de los niños llegó a denunciar los hechos. El caso salió a la luz cuando uno de los niños que había sido agredido por el profesor comenzó a abusar, a su vez, de su propia hermana. Los niños que habían asistido a estos programas más globales mostraron una tendencia tres veces superior a denunciar los hechos que los niños a los que sólo se les brindó un programa mínimo. Pero ¿por qué este tipo de programas funcionan mientras que los otros no lo hacen? Hay que decir que estos programas no tienen lugar de manera aislada, sino que se imparten en distintos niveles y en diferentes ocasiones a lo largo del desarrollo escolar, como parte de la educación sexual o de la educación para la salud. Además, son programas que también alientan a los padres a transmitir paralelamente el mismo mensaje que se está enseñando en la escuela (y los niños cuyos padres siguieron este consejo son los que más probabilidades tienen de superar el riesgo de un abuso sexual).

Pero más allá de este punto, las diferencias dependen de las habilidades emocionales. A los niños no les basta con saber la diferencia existente entre las caricias y los tocamientos sino que deben tener, además, la suficiente conciencia de sí mismos como para reconocer cuándo una situación les hace sentir mal o resulta angustiosa, mucho antes de que se produzca ningún contacto físico. Pero esto no sólo implica tener conciencia de si mismo, sino también la suficiente confianza y seguridad para fiarse de su propio criterio y actuar sobre los sentimientos que les angustian, aunque se hallen frente a un adulto que trate de convencerles de que «todo está bien». Por último, el niño también necesita disponer de un amplio abanico de posibles respuestas para evitar lo que está a punto de suceder, desde salir corriendo hasta amenazar con contárselo a alguien. Por todas estas razones el mejor de los programas debe enseñar a los niños a afirmar lo que quieren, a establecer sus límites y a defender sus derechos, en lugar de mostrarse pasivos.

En consecuencia con todo lo dicho hasta ahora, los programas más eficaces complementan la información básica sobre los abusos sexuales con el adiestramiento en las habilidades emocionales y sociales fundamentales. Estos programas ensenan a los niños a resolver de un modo más positivo los conflictos interpersonales, a tener más confianza en si mismos, a no desprecíarse sí algo malo llegara a ocurrir y a sentir que cuentan con la red de apoyo de los maestros y los familiares, a quienes pueden pedir ayuda. Y, por último, si algo no deseado llegara a sucederles, estarían mucho más dispuestos a denunciarlo.

Los elementos fundamentales

Estos descubrimientos nos han obligado a revisar los elementos óptimos que debe contener un programa de prevención eficaz, un programa que se base tan sólo en aquellos ingredientes que, tras una evaluación objetiva, hayan demostrado ser verdaderamente eficaces. En un proyecto de cinco años de duración patrocinado por la Fundación W. T. Grant, un grupo de investigadores estudió a fondo este panorama y extrajo los componentes activos que parecen esenciales para el éxito de los programas más eficaces. Este grupo de investigadores llegó a la conclusión de que, independientemente del problema concreto que se pretenda solucionar, las competencias clave que deben cubrir estos programas se asemejan bastante a los elementos de la inteligencia emocional que apuntamos en el presente volumen (véase la lista completa en el apéndice D). Entre estas habilidades emocionales se incluyen la conciencia de uno mismo; la capacidad para identificar, expresar y controlar los sentimientos; la habilidad de controlar los impulsos y posponer la gratificación, y la capacidad de manejar las sensaciones de tensión y de ansiedad. Una aptitud clave para dominar los impulsos consiste en conocer la diferencia entre los sentimientos y las acciones y en aprender a adoptar mejores decisiones emocionales, controlando el impulso de actuar e identificando las distintas alternativas de acción y sus posibles consecuencias. Muchas de estas habilidades son marcadamente interpersonales: la capacidad de interpretar adecuadamente los signos emocionales y sociales, la de escuchar, de resistirse a las influencias negativas, de asumir la perspectiva de los demás y de comprender la conducta que resulte más apropiada a una determinada situación.

Y estas habilidades emocionales y sociales indispensables para la vida pueden ayudamos también a solucionar la mayoría —si no todos— de los problemas que acabamos de revisar en el presente capítulo. Bien podríamos afirmar que se trata de una vacuna universal para afrontar todo tipo de problemas (incluido el embarazo no deseado de las jóvenes y el suicidio infantil).

Pero también hemos de admitir, en honor a la verdad, que las causas subyacentes a estos problemas son muy complejas y se hallan entrelazadas con factores como la dotación biológica, la dinámica familiar, la política social y la subcultura urbana. No existe un único tipo de intervención —incluyendo a la intervención emocional— que sea capaz resolver todos estos problemas.

Pero, en la medida en que las deficiencias emocionales constituyen un riesgo añadido para los niños —y ya hemos podido comprobar hasta qué punto es así—, debemos prestar una especial atención al desarrollo emocional, sin excluir otro tipo de acciones. ¿En qué consiste, pues, la educación emocional

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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