El
tema fundamental del programa de Self Science son los sentimientos,
tanto los propios como aquéllos otros que tienen que ver con el
mundo de las relaciones. Este tema —francamente soslayado en casi
todas las demás escuelas de los Estados Unidos— obliga, por su misma
naturaleza, a que tanto maestros como discípulos focalicen su
atención en el entramado mismo de la vida emocional del niño. La
estrategia seguida consiste en convertir las tensiones y los
problemas cotidianos en el tema del día.
De
este modo, los maestros hablan de problemas reales (sentirse
ofendido, sentirse rechazado, la envidia, los altercados que podrían
terminar transformándose en peleas en el patio de recreo, etcétera).
Como dice Karen Stone McCown, directora de Nueva Leaming Center y
creadora del programa de Self Science: «el aprendizaje no sucede
como algo aislado de los sentimientos de los niños. De hecho, la
alfabetización emocional es tan importante como el aprendizaje de
las matemáticas o la lectura».
Este
programa constituye una de las primeras incursiones prácticas de una
idea que está difundiéndose rápidamente por todas las escuelas de
nuestro país.*
«Quienes deseen más información sobre los cursos de alfabetización
emocional pueden pedirla a The Collaborative for the Advancemení of
Social and Emotional Learning (CASEL), Yale Child Study Ceníer, PO.
Box 2u79t)O, 230 South Frontage Road, New Haven.
CT
06520-7900.»
Los
nombres de las distintas asignaturas de este programa van desde el
«desarrollo social» hasta las «habilidades vitales», pasando por el
«aprendizaje social y emocional». Hay quienes, basándose en la
noción de inteligencias múltiples de Howard Gardner,
se refieren a todo este conjunto de actividades, cuyo objetivo común
consiste en elevar el nivel de competencia emocional y social del
niño como una parte de su educación regular, con el término genérico
de «inteligencia personal». No se trata, pues, de una serie de
conocimientos y destrezas que sólo deban enseñarse a ciertos niños
deficitarios o «problemáticos», sino de algo que es aplicable a todo
niño.
Algunas raíces de los cursos de alfabetización emocional se remontan
al movimiento de educación afectiva de los años sesenta, una época
en la que se consideraba que los niños aprendían mucho mejor si
estaban psicológicamente motivados y tenían una experiencia
inmediata de lo que se les estaba enseñando. El movimiento para la
alfabetización emocional, en cambio, intemaliza todavía más el
concepto de educación afectiva porque no sólo recurre a los afectos
sino que se dedica a educar al afecto mismo.
Sin
embargo, casi todos estos cursos tienen su origen inmediato en una
serie de programas escolares de prevención de problemas concretos
(el tabaco, la drogodependencia, el embarazo infantil, el absentismo
escolar y, más recientemente, la violencia infantil). Como ya hemos
visto en el último capítulo, el estudio llevado a cabo por el W. T.
Grant Consortium subrayó que los programas de prevención son mucho
más eficaces cuando se ocupan de enseñar un núcleo de competencias
emocionales y sociales concretas (como, por ejemplo, el control de
los impulsos, el manejo de la ansiedad o la búsqueda de soluciones
creativas a los problemas sociales). Ahí es donde se origina toda
una nueva generación de intervenciones.
Como
ya hemos señalado en el capitulo 15, las intervenciones destinadas a
resolver las deficiencias emocionales y sociales específicas que
subyacen a problemas tales como la agresividad o la depresión pueden
ser sumamente eficaces. En realidad, las más eficaces de todas ellas
suelen derivarse de la experimentación psicológica. El siguiente
paso consiste en generalizar las lecciones aprendidas en programas
muy especializados para que cualquier maestro pueda impartirlas a
toda la población escolar.
Este
enfoque más avanzado y eficaz de la prevención consiste en informar
a los más jóvenes sobre problemas tales como el sida, las drogas y
similares, en el preciso momento en que están comenzando a
enfrentarse a ellos. Pero insistamos en que el tema fundamental de
cualquiera de estos problemas concretos es el mismo: la inteligencia
emocional.
Señalemos también que el nuevo movimiento escolar de alfabetización
emocional no considera que la vida emocional o social constituya una
intrusión irrelevante en la vida del niño que, en el caso de
dificultar la vida escolar, haya que relegar a la visita
disciplinaria al despacho del director o a la consulta de un
consejero escolar, sino que centra precisamente su atención en esas
facetas, las más apremiantes, en realidad, de la vida cotidiana del
niño.
A
primera vista, la clase de Self Science parece algo tan normal que
uno difícilmente cree que pueda llegar a solucionar los dramáticos
problemas a los que se enfrenta. Pero, al igual que ocurre con la
educación en el hogar, las lecciones, pequeñas pero eficaces, se
imparten de manera regular a lo largo de muchos años. De este modo,
el aprendizaje emocional va calando lentamente en el niño y va
fortaleciendo ciertas vías cerebrales, consolidando así determinados
hábitos neuronales para aplicarlos en los momentos difíciles y
frustrantes. Y, aunque el contenido cotidiano de las clases de
alfabetización emocional pueda parecer trivial, sus efectos —el
logro de seres humanos completos— resultan, hoy en día, más
necesarios que nunca para nuestro futuro.
UNA CLASE DE
COOPERAClON
Compare ahora la siguiente imagen de una clase de Self Science con
alguna de las experiencias escolares que recuerde de su infancia.
Un
grupo de niños de quinto curso está a punto de jugar al juego
«rompecabezas de cooperación», en el que los alumnos se agrupan en
equipos con el fin de componer rompecabezas con la única condición
de trabajar en silencio sin que esté permitida ninguna clase de
gesto.
La
maestra, Jo-An Varga, divide a la clase en tres grupos distintos y
los coloca en mesas separadas. Mientras tanto, tres observadores
familiarizados con el juego van tomando nota en un formulario de
quién asume el liderazgo y organiza, quién hace el payaso, quién
interrumpe, etcétera.
Luego
los alumnos vuelcan las piezas de los rompecabezas sobre la mesa y
comienzan a trabajar. Al cabo de un minuto, aproximadamente, resulta
evidente que uno de los grupos trabaja muy bien en equipo y no tarda
en alcanzar su objetivo. Los componentes del segundo grupo, en
cambio, están trabajando aisladamente y no llegan a conseguir nada.
Poco a poco, sin embargo, sus esfuerzos empiezan a confluir y no
tardan en completar el primer rompecabezas y luego siguen trabajando
como una unidad hasta terminar resolviéndolos todos.
Pero
el tercer grupo todavía sigue batallando con el primero de los
rompecabezas sin llegar a encajar las piezas adecuadamente. Sean,
Fairlie y Rahman no terminan de lograr el mismo grado de
coordinación conseguido por los otros dos grupos. Se les ve
claramente frustrados, moviendo frenéticamente las piezas de un lado
a otro, considerando las distintas posibilidades y tratando de
acomodarlas para descubrir finalmente, desengañados, que no terminan
de ajustar entre sí.
La
tensión disminuye un poco cuando Rahman cubre sus ojos con dos de
las piezas —como si llevara una máscara— haciendo así reír
nerviosamente a sus compañeros (una situación que terminaría dando
pie a la lección de aquel día).
Entonces Jo-An Varga, la maestra, les anima diciéndoles: «los que
hayáis terminado podéis dar alguna pista a quienes todavía siguen
trabajando».
Dagan
se dirige entonces al tercer grupo, señala las dos piezas que
sobresalen del cuadrado y dice: «tenéis que dar la vuelta a estas
dos piezas». De repente, Rahman, con el rostro tenso por la
concentracion, cae en la cuenta de la nueva configuración y
rápidamente coloca en su lugar las piezas del primer rompecabezas y
luego hace lo mismo con las restantes. Cuando la última de las
piezas del tercer grupo es colocada en su sitio toda la clase rompe
a aplaudir espontáneamente.
UN PUNTO DE
CONFLICTO
Pero
cuando están a punto de comenzar a reflexionar sobre el trabajo en
equipo que acaban de realizar, surge un tema mucho más interesante.
Rahman, alto y de espeso cabello negro cortado a cepillo, y Tucker,
el observador del grupo, se han enzarzado en una disputa sobre la
regla del juego que prohibía gesticular. Tucker, con el pelo rubio
encrespado, lleva una ancha camiseta azul con el lema «sé
responsable», que parece subrayar el rol oficial que acaba de
desempeñar.
—Tú
puedes ofrecer una pieza, eso no es gesticular —dice Tucker a Rahman,
en un tono enfático y combativo.
—Eso
si es gesticular —responde Rahman, con vehemencia.
En
aquel momento la maestra se da cuenta, por el tono de voz utilizado
por ambos, de la creciente agresividad que va tiñendo el
intercambio. Se trata de un incidente especialmente critico, de un
intercambio espontáneo de sentimientos acalorados, un momento
singularmente importante para verificar el grado de asimilación de
las lecciones recibidas por los niños y para impartir otras nuevas.
Como sabe todo buen maestro, las lecciones aprendidas en estas
situaciones perduran mucho en la memoria de sus alumnos.
—No
debéis tomar esto como una crítica —dice entonces Varga—. Habéis
trabajado muy bien en equipo. En cuanto a ti, Tucker, trata de decir
lo que tengas que decir en un tono de voz que no resulte tan
hiriente.
Tucker,
ahora más tranquilo, le dice entonces a Rahman:
—Puedes poner una pieza donde creas que encaja o dársela a quien
creas que le hace falta sin necesidad de gesticular. Dándosela
simplemente.
—¡Pero
si lo haces así —responde entonces Rahman, enojado, rascándose la
cabeza mientras ilustra con el gesto un movimiento inocente— no
estás gesticulando!
Rahman
está claramente enfadado por lo que está ocurriendo y sus ojos miran
de continuo al formulario, la verdadera causa del enfrentamiento,
aunque todavía no se haya mencionado. En aquella hoja Tucker ha
escrito el nombre de Rahman en la casilla correspondiente a «¿quién
es el que interrumpe?»
Varga,
dándose cuenta de la mirada, aventura entonces una suposición y,
dirigiéndose a Tucker, dice:
—Creo
que Rahman siente que tú has utilizado una palabra negativa para
referirte a él. ¿Qué es lo que tienes que decir al respecto?
—Yo no
quiero decir que se trate de una forma negativa de interrupción
—agrega Tucker, en tono conciliador.
Rahman
no parece estar de acuerdo pero, con un tono de voz más calmado,
dice:
—Si me
lo preguntaras te diría que me resulta un tanto exagerado.
Varga
subraya entonces una forma positiva de decirlo:
—Tucker
está tratando de decir que lo que podría considerarse como una
interrupción también podría ser una forma de aclarar las cosas en un
momento difícil.
—Pero
—protesta Rahman, más realista— seria una forma negativa si todos
estuviéramos concentrándonos en algo muy difícil o hiciera algo así
(abriendo mucho los ojos y ahuecando la voz, con una ridícula mueca
de payaso): ¡Eso si que sería alborotar!
Varga
aprovecha entonces la ocasión para decirle a Tucker:
—Creo
que tú no quieres decir que él perturbe negativamente la clase, pero
lo cierto es que tu mensaje es otro. Lo que Rahman esta necesitando
es que le escuches y que aceptes sus sentimientos. Rahman dice que
le molesta sentirse calificado negativamente, que no le gusta que le
llamen alborotador.
Luego,
dirigiéndose a Rahman, agrega:
—Me ha
gustado la forma afirmativa en que te has dirigido a Tucker. No le
has atacado, lo único que le has dicho es que no te gusta que te
califiquen con la etiqueta de alborotador. Cuando te has cubierto
los ojos con las piezas del puzzle parecía como si estuvieras
frustrado y quisieras aclarar las cosas. Pero Tucker lo llama
alborotar porque no ha comprendido tu intento, ¿no te parece?
Mientras el resto de los alumnos recoge los rompecabezas, los dos
niños asienten. El pequeño melodrama escolar está llegando va a su
conclusión.
—¿Os
encontráis mejor —pregunta finalmente Varga— o todavía estáis
enfadados?
—Sí,
me siento bien —responde Rahman, con la voz más sosegada, ahora que
se siente escuchado y comprendido. Tucker también sonríe y mueve la
cabeza en señal de asentimiento. Luego, los dos niños, viendo que
todos los demás han salido ya para la clase siguiente, abandonan
juntos la sala.
POSTDATA:
DETENER LA ESCALADA DE LA HOSTILIDAD
Mientras el nuevo grupo empieza a sentarse en sus sillas, Varga
analiza lo que acaba de ocurrir. Este acalorado intercambio y la
forma de resolverlo constituye para ella un ejemplo de lo que los
niños aprenden con respecto a la solución de conflictos. Lo que
normalmente termina como conflicto, resume Varga, comienza como «un
problema de comunicación, una suposición gratuita y una conclusión
precipitada que lleva, a su vez, a enviar un mensaje “duro”, un
mensaje que resulta muy difícil de escuchar».
Los
alumnos de Self Science aprenden que no se trata tanto de evitar los
conflictos como de resolver los desacuerdos y los resentimientos
antes de que éstos emprendan una escalada que termine conduciendo a
una auténtica batalla. La forma en que Tucker y Rahman manejaron sus
discrepancias es el ejemplo de una de estas lecciones tempranas. En
este sentido, hay que decir que ambos hicieron el esfuerzo de
expresar su punto de vista de un modo que no aumentara el conflicto.
La asertividad consiste en expresar los sentimientos
directamente —algo, por cierto, muy distinto a la agresividad y a la
pasividad— y se enseña en Nueva Leaming Center a partir del tercer
curso. Al comienzo de la discusión que acabamos de describir, los
dos implicados no se miraban siquiera pero, poco a poco, comenzaron
a mostrar signos de estar «escuchando activamente» a su
interlocutor, mirándole a la cara, estableciendo contacto visual con
él y enviándole señales silenciosas inequívocas para hacerle saber
que le estaba escuchando.
El
hecho de utilizar estas herramientas, de poner en funcionamiento la
«asertividad» y la «escucha activa», se convierte así, para estos
chicos, en algo más que frases vacias; son verdaderas formas de
reaccionar a las que pueden apelar en aquellos momentos en que
realmente lo necesiten.
Dominar el mundo emocional es especialmente difícil porque estas
habilidades deben ejercitarse en aquellos momentos en que las
personas se encuentran en peores condiciones para asimilar
información y aprender hábitos de respuesta nuevos, es decir, cuando
tienen problemas. «Todo el mundo, ya se trate de un niño de quinto
curso o de un adulto, necesita ayuda cuando tiene problemas para
verse a sí mismo —señala Varga—. No resulta sencillo, cuando el
corazón late con más fuerza, cuando las manos están sudando y uno se
encuentra muerto de miedo, escuchar con claridad y mantener el
control de sí mismo sin gritar, sin echar las culpas a los demás o
sin permanecer silenciosamente a la defensiva.»
Lo que
puede resultar más llamativo para quienes estén familiarizados con
las disputas propias de los chicos de quinto curso, es el hecho de
que Tucker y Rahman afirmaban su punto de vista sin culpabilizar al
otro, sin insultarle y sin gritar. No resulta fácil para estos niños
impedir que la escalada de sentimientos ascienda y termine
conduciendo a un despectivo «¡vete a la mierda!», a una pelea a
puñetazos o acosarle hasta echarle de la habitación. Lo que podría
haber sido la semilla de una pelea sirvió para que los niños
aprendieran a dominar los matices de la resolución de conflictos.
¡Qué
diferente hubiera sido todo en otras circunstancias! A diario, los
niños de esta edad llegan a los puños —e incluso a cosas peores— por
cuestiones menos importantes.
TEMAS DEL
DIA
Las
respuestas que suelen dar los alumnos a la singular forma de pasar
lista con la que se inicia cada clase de Self Science no es siempre
tan elevada como lo era hoy. Cuando alguien responde con un uno, un
dos o un tres, se abre la posibilidad de que otro pregunte:
«¿quieres comentamos cómo te encuentras?» Y, en el caso de que el
alumno quiera (porque nadie está obligado a hablar de lo que no
desea), dispone también de la posibilidad de expresar lo que le
inquieta y de buscar posibles soluciones creativas.
Los
problemas varían en función del nivel de los alumnos. En los cursos
inferiores, los problemas suelen girar en torno al miedo, al rechazo
o a ser objeto de las burlas de los demás. Alrededor del sexto curso
aparece un nuevo conjunto de preocupaciones: sentirse dolido porque
nadie quiere aceptar una cita, sentirse rechazado, amigos que son
menos maduros y, en suma, todos los dolorosos problemas que agobian
a los niños («los mayores se meten conmigo», «mis amigos fuman y
quieren que yo también lo haga», etcétera).
Estos
son los problemas realmente importantes de la vida de un niño,
problemas que suelen manifestarse en los aledaños de la vida escolar
(en el comedor, en el autobús o en casa de un amigo). Y, en la mayor
parte de los casos, estas preocupaciones resultan obsesivas cuando
los niños se encuentran solos y no tienen a nadie con quien
compartirlas. Éstos son los auténticos temas de las clases de Self
Science.
De
hecho, cada una de estas discusiones constituye una ocasión, que
puede ser provechosa para los objetivos de Self Science, que
consiste explícitamente en clarificar la sensación de identidad del
niño y mejorar las relaciones que mantiene con los demás. Aunque el
curso está organizado en lecciones, es lo bastante flexible para
capitalizar a su favor los conflictos diarios que aparezcan, como el
que enfrentó a Tucker y Rahman. Así, los temas que los estudiantes
ponen sobre el tapete proporcionan ejemplos vivos sobre los cuales
alumnos y maestro pueden aplicar las habilidades que están
aprendiendo (como el método de resolución de conflictos que permitió
enfriar la caldeada situación existente entre los dos muchachos).
EL ABC DE LA
INTELIGENCIA EMOCIONAL
En
funcionamiento desde hace unos veinte años, el currículum de Self
Science —cuyas lecciones son a veces sorprendentemente sutiles— es
un modelo para la enseñanza de la inteligencia emocional. Como me
dijo Karen Stone McCown, su directora: «cuando enseñamos algo sobre
el enojo, ayudamos a los niños a comprender que casi siempre es una
reacción secundaria y a buscar lo que subyace en él: “¿estás herido?
¿Celoso?” Es así como nuestros niños aprenden que siempre disponen
de diferentes posibilidades para responder a una emoción y que su
vida será más rica cuantas más alternativas de respuesta tengan».
La
enumeración de los contenidos de Self Science coincide punto por
punto con los temas fundamentales de la inteligencia emocional y con
las habilidades esenciales que constituyen una forma primaria de
prevención para las dificultades que preocupan a los niños (véase,
al respecto, el apéndice E). Los temas impartidos incluyen la toma
de conciencia de uno mismo (en el sentido de reconocer los propios
sentimientos, elaborar un vocabulario adecuado y conocer la relación
existente entre los pensamientos, los sentimientos y las
reacciones), darse cuenta de si son los pensamientos o los
sentimientos los que están gobernando una determinada decisión,
considerar las consecuencias de las distintas altemativas posibles y
aplicar todo este conocimiento a la toma de decisiones sobre temas
tales como, por ejemplo la droga, el tabaco o el sexo. Otra forma de
decirlo sería afirmar que la conciencia de uno mismo consiste en
reconocer los puntos fuertes y las debilidades de cada uno y
contemplarse bajo una perspectiva positiva pero realista (evitando
así un error muy frecuente en el movimiento de autoestima).
Un
tema muy importante consiste en controlar las emociones: comprender
lo que se halla detrás de un determinado sentimiento (por ejemplo,
el dolor que desencadena el enojo), aprender formas de manejar la
ansiedad, la ira y la tristeza, asumir la responsabilidad de
nuestras decisiones y de nuestras acciones y proseguir hasta llegar
a alguna solución de compromiso.
Una
habilidad social clave es la empatia, la comprensión de los
sentimientos de los demás, lo cual implica asumir su punto de vista
y respetar las diferencias existentes en el modo en que las personas
experimentan los sentimientos. Las relaciones también constituyen un
tema extraordinariamente importante (un tema que supone aprender a
escuchar y a preguntar), diferenciar entre lo que alguien dice y
hace y nuestras propias reacciones y juicios, aprender a ser
afirmativo (en lugar de enojado o pasivo) y adiestrarse en las artes
de la cooperación, la resolución de conflictos y la negociación de
compromisos.
En el
aprendizaje de Self Science no existen niveles determinados de
antemano sino que la vida misma constituye el verdadero examen
final. En cualquiera de los casos, al terminar el octavo curso
—cuando los alumnos están a punto de abandonar Nueva Learning Center
e ingresar en el instituto—, cada alumno es sometido a una especie
de diálogo socrático y a un test oral en SelfScience. Algunas de las
preguntas de uno de los últimos exámenes finales fueron las
siguientes: «describe una respuesta adecuada para ayudar a un amigo
a resolver el conflicto que supone el que alguien le presione a
tomar drogas», «¿cómo solucionarías el problema de un amigo que
suele molestarte?» o «enumera algunas formas sanas de manejar el
estrés, el enfado o el miedo».
Estoy
seguro de que, esté donde esté, Aristóteles, siempre tan preocupado
por la cuestión de las habilidades emocionales, aplaudiría este
intento.
LA
ALFABETIZAClON EMOCIONAL EN LOS BARRIOS DEPRIMIDOS
Es
comprensible que los escépticos se pregunten cómo funcionaria Self
Science en un entorno menos privilegiado que Nueva Learning Center o
si sólo es posible en una pequeña escuela privada en la que cada
niño es, de algún modo, superdotado. Dicho de otro modo, ¿cómo
enseñar las habilidades emocionales en aquellos lugares en los que
puede hacer falta con más urgencia, en medio del caos de una escuela
pública situada en pleno centro urbano? Para encontrar una posible
respuesta a esta pregunta basta con visitar la escuela pública
Augusta Lewis Troup, de New Haven, una escuela que social, económica
y geográficamente se encuentra en las antípodas del Nueva Learning
Center.
A
decir verdad, la atmósfera de Troup resulta sumamente estimulante,
porque se trata de una escuela conocida también con el nombre de
Troup Magnet Academv of Science, una de las dos escuelas del
distrito destinadas a estudiantes (desde quinto a octavo curso)
procedentes de todo New Haven que cuenta con un estimulante programa
especializado en ciencias. En esta escuela, los estudiantes pueden
hacer preguntas sobre física del espacio exterior a los astronautas
de Houston a través de una conexión vía satélite o programar sus
ordenadores para oír música. Pero, a pesar de estas diversiones
académicas, hay que decir que —al igual que ha ocurrido en tantas
otras ciudades— la fuga de las clases más favorecidas al extrarradio
y a las escuelas privadas ha creado una situación en la que el 95%
de los matriculados son negros e hispanos.
A
pocas manzanas del campus de la Universidad de Yale —aunque a un
verdadero universo de distancia—, Troup está situada en un degradado
barrio obrero en el que, en los años cincuenta, vivían veinte mil
personas con una población laboral empleada en las fábricas de los
alrededores (desde la Olin Brass MilIs hasta la Winchester Arms).
Hoy en día esta población se ha reducido a unas tres mil personas,
con lo cual el horizonte económico de las familias que viven allí se
ha visto proporcionalmente restringido. New Haven, como tantas otras
ciudades industriales, se ha hundido en un pozo de pobreza, drogas y
violencia.
Como
respuesta a las urgencias de esta pesadilla urbana un grupo de
psicólogos y educadores de Yale diseñaron, en los años ochenta, el
Social Competence Program, una serie de cursos que cubren casi el
mismo espectro que el programa de Self Science de Nueva Learning
Center. Pero en Troup, la relación con los temas es más directa y
clara. Por ejemplo, cuando en la clase de educación sexual de octavo
curso los estudiantes aprenden que las decisiones personales pueden
evitarles contraer una enfermedad como el sida, no están realizando
un mero ejercicio académico. De hecho, New Haven tiene la más alta
proporción de mujeres con sida de todos los Estados Unidos: muchas
de las madres que envían a sus hijos a Troup padecen esa enfermedad
y lo mismo ocurre con algunos de sus alumnos. A pesar de este
sustancioso programa educativo, los estudiantes de Troup deben
afrontar todos los problemas de la ciudad y hay muchos niños que
viven en una situación tan caótica —y, a veces, tan aterradora— que
ni siquiera pueden acudir a la escuela todos los días.
Como
ocurre en todas las escuelas de New Haven, lo primero que llama la
atención del visitante al entrar en la zona escolar es una señal de
tráfico en forma de rombo con una leyenda que dice «zona libre de
drogas». En la puerta nos espera Mary Ellen Collius, una de las
responsables de la escuela, una especie de defensora todo terreno
del pueblo que se da cuenta de los problemas especiales apenas
aparecen y cuya función incluye echar una mano a los profesores con
las exigencias propias del programa de competencia social. Si un
maestro, por ejemplo, no sabe bien como encarar una determinada
lección, Collins le acompañará a clase y le mostrará cómo hacerlo.
«Llevo
unos veinte años enseñando en esta escuela —me dice Collins,
saludándome—. Eche un vistazo al barrio que nos rodea. Con los
problemas a los que estos niños deben enfrentarse, yo no puedo
limitarme a enseñar habilidades académicas. Imagine que uno de
nuestros niños está luchando contra el sida o que lo padece alguien
de su familia. No estoy segura de lo que ellos dirán en las
discusiones sobre el sida, pero lo cierto es que una vez que un niño
sabe que su maestro no sólo está dispuesto a escuchar sus problemas
académicos sino también a echarle una mano con sus dificultades
emocionales, se abre una puerta para tener esa conversación.» En el
tercer piso del viejo edificio de ladrillos, Joyce Andrews está
llevando a sus alumnos de quinto curso a la clase de competencia
social a la que acuden tres veces por semana. Andrews, como todas
las demás maestras de quinto grado, asistió a un curso especial de
verano para poder impartir esta materia, pero su apertura y simpatía
naturales sugieren que se trata de una persona especialmente
predispuesta hacia los temas de la competencia social.
La
lección del día versa sobre cómo identificar sentimientos, uno de
los temas clave de las habilidades emocionales que consiste en dar
nombre a los sentimientos para poder así diferenciarlos. Los deberes
que debían traer de casa aquel día consistían en recortar la
fotografía —extraída de una revista— del rostro de una persona,
asignar un nombre a las emociones que mostrara y exponer posibles
formas de hacérselo saber a la persona. Después de recoger los
deberes, Andrews enumera una lista de sentimientos en la pizarra
—tristeza, preocupación, excitación, felicidad, etcétera— y comienza
a lanzar una rápida sucesión de preguntas a los dieciocho alumnos
que acudieron aquel día a clase. Los niños, sentados en grupos de
cuatro, levantan las manos tratando de llamar su atención para poder
responder.
—¿Cuántos de vosotros os habeis sentido frustrados alguna vez?
—pregunta Andrews, mientras agrega el término frustrado a la lista y
todos los niños levantan la mano.
—¿Cómo
os sentís cuando estáis frustrados?
—Cansado, confundido, no puedo pensar bien, ansioso... — vuelan
entonces las respuestas, como una cascada.
—Y...
¿cuándo se siente molesto un profesor? —prosigue luego, agregando el
término molesto a la lista.
—Cuando alguien está hablando —responde, sonriendo, una niña.
Acontinuación,Andrews les entrega unas fotocopias. En ellas hay unos
cuantos rostros de niños y niñas desplegando cada una de las seis
emociones básicas —felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, miedo y
disgusto— y una breve descripción de la actividad muscular facial
propia de cada una de esas emociones, como por ejemplo:
•Temor
•La
boca permanece abierta y retraída.
•Los
ojos permanecen abiertos y con el ángulo interno elevado.
•Las
cejas están levantadas y juntas.
•Hay
arrugas en medio de la frente.
Mientras los niños leen la hoja e imitan la expresión descrita de
cada una de las emociones, sus rostros van asumiendo las expresiones
del miedo, el enojo, la sorpresa o el disgusto. Esta lección se
deriva de la investigación realizada por Paul Ekman sobre la
expresión facial y como tal se enseña en casi todos los cursos
universitarios de introducción a la psicología, aunque rara vez se
enseña en una escuela primaria. El hecho de relacionar un
sentimiento con un nombre y con la expresión facial que le
corresponde puede parecer tan elemental que no requiera ningún tipo
de enseñanza. Pero lo cierto es que, en cualquiera de los casos,
constituye un verdadero antídoto contra las extraordinarias lagunas
que suelen existir en torno al tema de la alfabetización emocional.
Tengamos en cuenta que, en muchos casos, las peleas del patio de
recreo se derivan de la interpretación errónea de mensajes neutrales
como si se tratasen de expresiones de hostilidad, y que las niñas
que desarrollan trastornos de alimentación no logran diferenciar el
enojo de la ansiedad y del hambre.
LA
ALFABETIZAClON EMOCIONAL ENCUBIERTA
Es
comprensible que muchos profesores se sientan sobrecargados por un
programa escolar excesivamente repleto de nuevas materias y se
resistan a dedicar un tiempo extra a enseñar los fundamentos de otra
asignatura. Por esto, una de las estrategias utilizadas actualmente
para realizar el proceso de alfabetización emocional no consiste
tanto en imponer una nueva asignatura como en yuxtaponer las
lecciones sobre sentimientos y emociones a las asignaturas
habituales. Porque la verdad es que las lecciones emocionales pueden
entremezclarse de manera natural con la lectura, la escritura, la
salud, la ciencia, los estudios sociales y muchas otras asignaturas.
Mientras que, en algunos cursos de las escuelas de New Haven, el
programa de desarrollo emocional constituye un tema aparte, en
otros, en cambio, está incluido en la enseñanza de asignaturas como
la lectura o la salud.
Algunas de las lecciones llegan incluso a enseñarse como parte de la
clase de matemáticas, en especial la enseñanza de habilidades tales
como la evitación de las distracciones, la motivación para el
estudio y el control de impulsos que permiten desarrollar la
necesaria atención para que se logre el aprendizaje.
Así,
algunos de los programas de habilidades emocionales y sociales no se
presentan como una asignatura aparte sino que quedan integradas en
el mismo entramado de la vida escolar. Un modelo de este tipo
—esencialmente, un curso encubierto en competencias emocionales y
sociales— es el Child Development Project, un programa diseñado por
un equipo dirigido por el psicólogo Erie Schaps en Oakland,
California, que se está impartiendo en varias escuelas —similares a
las del degradado barrio del centro de New Haven— diseminadas por
todo el país. El programa ofrece un compacto conjunto de temas que
se adapta a los cursos existentes. Por ejemplo, en clase de lectura
a los niños de primer curso se les cuenta una historia titulada «Ranita
y Tortuguita son amigos», en la que Ranita quiere jugar con su
hibernada amiga Tortuguita, y no deja de recurrir a todo tipo de
subterfugios para tratar de despertarla. La historia se utiliza como
un pretexto para iniciar un debate en clase en torno a la amistad y
otros temas tales como la forma en que se siente la gente cuando
alguien le engaña. Otros de los cuentos de este programa proponen
temas tales como la toma de conciencia de uno mismo, la toma de
conciencia de las necesidades de un amigo, cómo se siente uno al ser
molestado y cómo compartir los sentimientos con los amigos. El
programa está diseñado de modo que las historias sean cada vez más
complicadas a medida que el niño va atravesando los primeros cursos
de la educación primaria, ofreciendo a los maestros la posibilidad
de entrar a discutir temas tales como la empatia, la asunción de un
punto de vista y el respeto.
Otra
forma de integrar la enseñanza de las habilidades emocionales en el
marco de la vida escolar consiste en ayudar a los maestros a pensar
nuevas formas de corregir a los estudiantes que se porten mal. El
Child Development considera que esos momentos constituyen una
oportunidad inestimable para enseñar a los niños las habilidades de
las que carecen -el dominio de los impulsos, la expresión de los
sentimientos, la resolución de confictos, etcetera—, algo que
resulta imposible de conseguir recurriendo exclusivamente a la mera
coerción. Por ejemplo, un maestro que ve que tres alumnos de primer
grado se empujan para llegar primero al comedor puede sugerirles que
echen a suertes el orden de llegada. Así les permite dirimir de una
forma imparcial —mucho más positiva que el rotundo y autoritario
«¡ya está bien!»— tanto este problema como otros de naturaleza
similar (después de todo, la actitud «¡yo primero!» no sólo es
endémica de los primeros cursos de la escuela sino que, de una forma
u otra. perdura durante toda la vida), recalcando también la
posibilidad de encontrar soluciones negociadas.
EL RITMO DEL
DESARROLLO EMOCIONAL
—Mis
amigas Alicia y Lynn no quieren jugar conmigo.
Esta
conmovedora queja procede de una niña de tercer curso de la escuela
elemental John Muir, de Seattle. Un remitente anónimo depositó este
mensaje en el «buzón» de su clase —una caja de cartón especialmente
pintada para la ocasión—, en la que los alumnos expresan sus quejas
y sus problemas para que toda la clase pueda hablar de ellos y
buscar formas de resolverlos. Durante la discusión no se menciona el
nombre de los implicados y el maestro señala, en cambio, que, de vez
en cuando, todos los niños tienen estos problemas y, en
consecuencia, que todos deben aprender a resolverlos. El hecho de
poder expresar cómo se sienten al ser rechazados o qué es lo que
pueden hacer para ser aceptados les brinda así la oportunidad de
buscar nuevas soluciones, una verdadera alternativa al pensamiento
unilateral que considera que la disputa constituye el único camino
posible para eliminar las diferencias.
El
buzón ofrece la posibilidad de organizar los temas problemáticos que
se tocarán en clase porque un programa demasiado rígido correría el
peligro de alejarse de la fluida realidad de la infancia. En la
medida en que los niños crecen, cambian también sus preocupaciones
y. en consecuencia, las lecciones emocionales deberán adaptarse al
grado de desarrollo del niño y repetirse en diferentes etapas
vitales, ajustándose a su nivel de comprensión y a su interés del
momento.
Una
cuestión muy importante es el momento en que puede comenzar a
impartirse este tipo de enseñanza. En este sentido, hay quienes
sostienen que nunca es demasiado pronto. Por ejemplo, el pediatra T.
Berry Brazelton, de Harvard, afirma que los padres pueden
beneficiarse de algunos programas de formación domiciliaria y
convertirse en adecuados preceptores de sus hijos. Hay poderosas
razones que confirman la eficacia de la enseñanza sistemática de las
habilidades emocionales y sociales durante el periodo preescolar
—como, por ejemplo, el Head Start— ya que, como hemos visto en el
capitulo 12, la predisposición de los niños a la lectura depende en
gran medida de la adquisición de algunas de estas habilidades
emocionales. El período preescolar resulta crucial para establecer
los cimientos de estas habilidades y existen pruebas palpables de
que el programa Head Start —cuando funciona bien, todo hay que
decirlo— tiene provechosas consecuencias emocionales y sociales a
largo plazo sobre la vida de quienes han pasado por él y que se
reflejan en un historial adulto menos afectado por las drogas y las
detenciones y, en cambio, más favorecido por un matrimonio feliz y
por un nivel de ingresos más elevado. La eficacia de este tipo de
intervenciones es mucho mayor cuando van acompasadas al ritmo del
desarrollo. Aunque, como vimos en el capitulo 15, el llanto del
recién nacido demuestra claramente que, desde el mismo momento del
nacimiento, el ser humano experimenta sentimientos intensos, su
cerebro esta lejos de haber alcanzado la madurez completa. Las
emociones del niño sólo alcanzarán la plena madurez cuando lo haga
su sistema nervioso a lo largo de un proceso que va desplegándose en
función de las pautas que va marcando un reloj biológico innato que
concluye en la adolescencia temprana. De hecho, el repertorio de
sentimientos que muestra un recién nacido es muy rudimentario
comparado con el abanico de emociones que despliega un niño de cinco
años, y éste, a su vez, resulta primitivo comparado con la
diversidad de sentimientos que presenta un quinceañero. Es frecuente
que los adultos olviden que cada emoción aparece en un determinado
momento del proceso de crecimiento y caigan, con demasiada
frecuencia, en la trampa de creer que los niños son mucho más
maduros de lo que son en realidad. De poco sirven, por ejemplo, las
reprimendas a un bravucón de cuatro anos de edad, puesto que la
autoconciencia que le enseñará a ser humilde aparece alrededor de
los cinco años.
El
ritmo del crecimiento emocional está ligado a varios procesos de
desarrollo, particularmente a la cognición y a la madurez biológica
del cerebro. Como ya hemos visto anteriormente, las capacidades
emocionales, como la empatia y la autorregulacion emocional,
comienzan a aparecer casi desde la misma infancia.
Los
años de la guardería jalonan la maduración de las «emociones
sociales» —sentimientos tales como la inseguridad, la humildad, los
celos, la envidia, el orgullo y la confianza—, emociones todas ellas
que requieren la capacidad de compararse con los demás. Al
adentrarse en el mundo social de la escuela, el niño de cinco años
de edad entra también en el mundo de la comparación social. Pero no
es tan sólo el cambio externo el que produce estas comparaciones
sino también la emergencia de una capacidad cognitiva, la capacidad
de compararse con los demás con respecto a determinadas cualidades
(ya sea la popularidad, el atractivo o la destreza con el monopatin).
Es a esta edad, por ejemplo, cuando el hecho de tener una hermana
mayor que saque buenas notas puede llevar a un niño a considerarse
comparativamente «estúpido».
El
doctor David Hamburg, psiquiatra y presidente de la Carnegie
Corporation que se ha dedicado a evaluar algunos de los primeros
programas de educación emocional, considera que los años que marcan
la transición a la escuela primaria y el ingreso en el instituto
constituyen dos momentos especialmente críticos para el ajuste
social del niño. Según Hamburg, desde los seis hasta los once años:
«la escuela constituye un auténtico crisol y una experiencia que
influirá decisivamente en la adolescencia del niño y mas allá de
ella. La sensación de autoestima de un niño depende fundamentalmente
de su rendimiento escolar. Un niño que fracase en la escuela pondrá
en movimiento una actitud derrotista que luego puede arrastrar
durante el resto de su vida». Entre los elementos esenciales para
sacar provecho de la escuela, Hamburg señala «la demora de la
gratificación, la responsabilidad social adecuada, el control de las
emociones y una perspectiva optimista ante la vida», otro
modo, en fin, de referirse a la inteligencia emocional Y La pubertad
es un período de grandes cambios en el sustrato biológico, las
habilidades cognitivas y el funcionamiento cerebral del niño y, en
este sentido, constituye también un período crítico para el
aprendizaje emocional y social. «Entre los diez y los quince años
—señala Hamburg— la mayor parte de los adolescentes se ven expuestos
por vez primera a la sexualidad, al alcohol, al tabaco y a las
drogas», entre otras tentaciones. La transición que conduce al
instituto rubrica el fin de la infancia y constituye, en sí misma,
un formidable desafío emocional. Dejando de lado todos los demás
problemas, en este nuevo período escolar disminuye el grado de
autoconfianza y aumenta el de autoconciencia, que suele dar una
imagen de sí mismo demasiado inflexible y contradictoria. Uno de los
más grandes retos de este período tiene que ver con la «autoestima
social», con la seguridad de que pueden hacer amistades y
mantenerlas. Según Hamburg, esta coyuntura es la que contribuye a
consolidar las habilidades del adolescente para establecer
relaciones íntimas, sortear las crisis que puedan afectar a la
amistad y nutrir su seguridad en sí mismos.
Hamburg señala que, en la época en que los estudiantes entran en el
instituto, quienes han atravesado un proceso de alfabetización
emocional se muestran en mejores condiciones que los demás para
hacer frente a las presiones de sus compañeros, las exigencias
académicas y las instigaciones a fumar o tomar drogas. El dominio de
las habilidades emocionales constituye una vacuna provisional contra
la agitación y las presiones externas que están a punto de afrontar.
LA
IMPORTANCIA DEL RITMO
En la
medida en que los psicólogos evolutivos y otros investigadores van
cartografiando el desarrollo evolutivo de las ernociones, cada vez
se hallan en mejores condiciones de especificar las lecciones que
deben enseñarse al niño en cada uno de los distintos monlentos del
proceso de desarrollo de la inteligencia emocional, qué tipo de
carencias duraderas es probable que padezcan quienes no lleguen a
dominar las competencias en el momento adecuado y qué clase de
experiencias podría programarse para tratar de recuperar el tiempo
perdido.
Por
ejemplo, en el programa de New Haven, los niños de los cursos
inferiores reciben lecciones elementales de autoconciencia,
relaciones y toma de decisiones. En el primer curso, los alumnos, se
sientan en círculo y juegan con «el cubo de los sentimientos» (un
cubo en cada uno de cuyos lados hay palabras referidas a emociones
tales como triste o excitado). Según cuál sea la cara del cubo que
salga en la tirada, los niños describen una ocasión en la que
experimentaron este sentimiento, un ejercicio que les ayuda a
relacionar los sentimientos con las palabras y que también les
proporciona la ocasión de saber que no son los únicos que
experimentan ese tipo de sentimientos y de desarrollar la empatía.
En
cuarto y quinto curso, cuando la relación con los compañeros asume
una importancia extraordinaria, los niños reciben lecciones que les
ayudan a mejorar sus amistades, como el desarrollo de la empatía, el
dominio de los impulsos y el manejo de la angustia. La clase de
Habilidades Vitales (que, como decíamos en una seccion anterior, se
imparte en quinto curso en Troup), consiste en interpretar las
emociones transmitidas por las expresiones faciales de los demás y
constituye una facultad esencial para el desarrollo de la empatía.
Por su parte, para desarrollar el control de los impulsos suele
recurrirse a un gran cartel con un «semáforo» en el que se describen
los siguientes seis pasos:
Luz
roja: Luz amarilla:
1.
Detente, serénate y piensa antes de actuar.
2.
Expresa el problema y di cómo lo sientes.
3.
Proponte un objetivo positivo.
4.
Piensa en varias soluciones.
5.
Piensa de antemano en las consecuencias.
Luz
verde:
6.
Sigue adelante y trata de llevar a cabo el mejor plan.
Por
ejemplo, cuando un niño está a punto de enojarse, de replegarse
ofendido por alguna nimiedad o de romper a llorar al ser molestado,
el maestro puede recurrir al semáforo para recordarle una serie
definida de pasos que le ayudarán a solucionar estos problemas de
una forma más mesurada. Pero, además del control de los
sentimientos, el semáforo subraya también la importancia de una
acción más eficaz. Y, en tanto que forma habitual de manejar los
impulsos emocionales ingobernables -el hecho de pensar antes de
actuar—, puede llegar a convertirse en una estrategia fundamental
para afrontar los retos de la adolescencia y de la madurez.
Las
lecciones impartidas durante el sexto curso están relacionadas más
directamente con las tentaciones y las presiones ligadas al sexo,
las drogas y el alcohol que comienzan a salpicar la vida de los
niños. En noveno curso, los quinceañeros se ven enfrentados a
realidades sociales más ambiguas y se les suele instruir en la
capacidad de asumir diversos puntos de vista, el suyo propio y el de
los demás implicados. «Si un chico está furioso porque ha visto a su
novia charlando con otro chico —dice uno de los maestros de New
Haven— se le anima a que, en lugar de pelearse, considere las cosas
desde el punto de vista de ella.»
LA FUNCIÓN
PREVENTIVA DE LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL
Algunos de los programas de alfabetización emocional más eficaces se
diseñaron como respuesta a problemas concretos, entre los que cabe
destacar la violencia. Uno de las campañas preventivas de
alfabetización emocional que más rápidamente se está difundiendo en
varios cientos de escuelas públicas de la ciudad de Nueva York y de
todo el país es el Resolving Conflict Creatively Program, un
programa de resolución de conflictos que centra su atención en la
forma de plantear los conflictos en el patio escolar para que no
desemboquen en incidentes como los que dieron lugar al asesinato de
lan More y Tyrone Sinkler a manos de uno de sus compañeros de clase
en la Jefferson High School.
Linda
Lantieri, la creadora del Resolving Conflict Creatively Program y
directora del centro nacional de Manhattan considera que este
enfoque tiene una misión que trasciende con mucho la mera prevención
de las peleas. Según su autorizada opinión: «el programa enseña a
los estudiantes que, además de la pasividad y de la agresividad,
disponen de muchas otras respuestas alternativas para resolver los
conflictos. Nosotros les mostramos la inutilidad de la violencia y
la sustituimos por habilidades concretas. Así, los niños aprenden a
afirmar sus derechos sin necesidad de recurrir a la violencia. Estas
son habilidades útiles que perduran toda la vida, y no sólo para
aquéllos que se muestren más proclives a la violencia». En uno
de los ejercicios del programa, los estudiantes deben recordar
alguna situación, por pequeña que sea, que les haya ayudado a
resolver algún conflicto. En otro, los estudiantes representan una
escena en la que una muchacha está tratando de hacer sus deberes en
medio del ruido de la cinta de rap a todo volumen que está
escuchando su hermana menor. Harta ya, la chica termina apagando el
cassette a pesar de las protestas de su hermana. Luego, toda la
clase lleva a cabo un debate tratando de encontrar soluciones al
problema aceptables para ambas hermanas.
Una de
las claves del éxito del programa de solución de conflictos hay que
buscarla en su aplicación más allá del aula hasta el patio y la
cafetería, los lugares en los que es más probable que se desaten los
conflictos. Con ese objetivo, algunos estudiantes son formados como
mediadores —un papel que pueden comenzar a desempeñar en los últimos
años de la escuela elemental—, aprendiendo a manejar peleas,
provocaciones, amenazas, problemas interracíales y otros incidentes
potencialmente violentos de la vida escolar. Así, cuando estalla la
tensión los estudiantes pueden buscar a un mediador que les ayude a
resolver el problema.
Los
mediadores aprenden a expresar sus comentarios de modo que hagan
sentir su imparcialidad a las partes en litigio.
Una de
las tácticas utilizadas consiste en sentarse con los implicados e
invitarles a escuchar a la otra parte sin interrupciones esBram
store, una técnica de trabajo en grupo que, recurriendo a las
sugerencias individuales, permite suscitar un máximo de ideas
originales, en un mínimo de tiempo.
Omitiendo los insultos, de modo que todos tengan la oportunidad de
calmarse y exponer su punto de vista. Luego, cada uno de ellos
repite lo que le ha dicho el otro (como una forma de verificar si
realmente le ha escuchado) y finalmente, todos juntos tratan de
buscar soluciones que satisfagan a ambas partes, concluyendo muchas
veces, con la firma de un acuerdo.
Pero,
además de la mediación en una determinada disputa, el programa
instruye a los estudiantes a pensar de manera distinta sobre los
desacuerdos. En palabras de Ángel Pérez, que fue formado como
mediador mientras se hallaba en la escuela primaria: «el programa
cambió mi manera de pensar. Antes creía que lo único que podía hacer
cuando alguien se metía conmigo, cuando alguien me hacía algo, era
pelearme y devolvérselo, pero desde que he asistido a este programa
tengo una forma de pensar más positiva. Si alguien me hace algo
negativo no trato de desquitarme sino que intento solucionar el
problema». Y esto ha terminado difundiendo este punto de vista
en su comunidad.
Aunque
el objetivo fundamental de Resolving Confiict Creatively Program
consiste en impedir la escalada de la violencia, Lantieri considera
que su objetivo es mucho más amplio. En su opinión, las habilidades
necesarias para acabar con la violencia no son ajenas a todo el
espectro de las competencias emocionales (puesto que, por ejemplo,
para prevenir la violencia es tan importante saber dominar la cólera
como saber lo que uno está sintiendo, saber controlar los impulsos o
saber expresar las quejas).
Gran
parte del entrenamiento en este programa tiene que ver con
habilidades emocionales tan fundamentales como el reconocimiento de
un amplio abanico de sentimientos, la capacidad de darles nombre y
la empatía. Cuando Lantieri describe los resultados de la evaluación
de los efectos de su programa, no deja de señalar con satisfacción
el aumento del «respeto entre los niños» y la disminución del número
de peleas y de insultos.
A
similares conclusiones sobre la alfabetización emocional llegó un
consorcio de psicólogos que buscaba formas de ayudar a aquellos
niños cuya trayectoria vital parecía abocarles a la delincuencia y a
la violencia. Como ya hemos visto en el capítulo 15, muchos de los
estudios que se han llevado a cabo con estos chicos señalan con
claridad el camino que suelen seguir, un camino cuyo inicio está
marcado por la impulsividad y la tendencia a la irritabilidad en los
primeros años de la escuela, que íes convierte en marginados
sociales al final de la escuela primaria, que íes lleva a
relacionarse con un círculo de muchachos con problemas similares,
que les impulsa a emprender su carrera delictiva durante la
enseñanza media y que, al comenzar la edad adulta, les hace
poseedores de un abultado historial delictivo.
Todos
los programas diseñados para llevar a cabo intervenciones que puedan
ayudar a que estos chicos abandonen el camino de la violencia y el
delito son, de un modo u otro, programas de alfabetización
emocional. Uno de ellos, desarrollado por un consorcio en el que se
encontraba Mark Greenberg, de la Universidad de Washington, es el
PATHS (el acrónimo de Parents and Teachers Helping Students), un
programa que no sólo se aplica en aquellos niños que tienden al
delito y a la violencia —y, en ese sentido, necesitan más de él—,
sino que se imparte a todos los alumnos de la clase, evitando así la
estigmatización de cualquier subgrupo.
Porque
lo cierto es que esta clase de enseñanza es provechosa para todos
los niños. Por ejemplo, uno de los temas fundamentales del curso
tiene que ver con el estudio del dominio de los impulsos durante los
primeros años de escolarización, un aprendizaje cuya carencia
conlleva la dificultad de prestar atención (con el consiguiente
retraso en el aprendizaje y la posible pérdida del curso), y otro de
los temas está relacionado con el reconocimiento de los
sentimientos. De hecho, el programa de PATHS está dividido en
cincuenta lecciones diferentes y se ocupa de impartir a los niños
más pequeños lecciones sobre las emociones más fundamentales (como,
por ejemplo, la felicidad y el enojo), dedicándose luego a
sentimientos más complejos (como los celos, el orgullo y la culpa).
Las
lecciones sobre conciencia emocional enseñan a controlar lo que
siente el niño, a darse cuenta de lo que sienten quienes le rodean
y, lo que resulta todavía más importante para los demasiado
dispuestos a la violencia, les enseña a distinguir entre las
situaciones en las que alguien es realmente hostil de aquéllas otras
en las que la hostilidad procede, en realidad, de uno mismo.
Obviamente, una de las lecciones más importantes tiene que ver con
el dominio de la cólera. La premisa básica que los niños aprenden
con respecto a la cólera (y, en realidad, con respecto a todas las
demás emociones) es la de que «todos los sentimientos son adecuados»
pero que algunas reacciones son adecuadas mientras que otras, por el
contrario, no lo son. Una de las herramientas utilizadas para la
enseñanza del autocontrol recurre al «semáforo» al que ya nos hemos
referido cuando hablábamos de New Haven. Otras unidades ayudan al
niño con sus relaciones, constituyendo así un verdadero antídoto
contra el rechazo social que puede terminar conduciéndole a la
delincuencia.
REPENSAR LA
ESCUELA: ENSEÑAR A SER Y ENSEÑAR A RESPETAR
En la
medida en que la vida familiar está dejando ya de ofrecer a un
número cada vez mayor de niños un fundamento seguro para la vida, la
escuela está convirtiéndose en la única institución de la comunidad
en la que pueden corregirse las carencias emocionales y sociales del
niño. Con ello no quiero decir que la escuela, por sí sola, pueda
sustituir a todas las demás instituciones sociales (que, por cierto,
se hallan al borde del colapso con demasiada frecuencia).
Pero
dado que casi todos los niños están escolarizados (por lo menos en
teoría), la escuela constituye el único lugar en el que se pueden
impartir a los niños las lecciones fundamentales para vivir que
difícilmente podrán recibir en otra parte. De este modo, el proceso
de alfabetización emocional impone una carga adicional a la escuela,
que se ve así obligada a hacerse cargo del fracaso de la familia en
su misión socializadora de los niños, una difícil tarea que exige
dos cambios esenciales: que los maestros vayan más allá de la misión
que tradicionalmente se les ha encomendado y que los miembros de la
comunidad se comprometan más con el mundo escolar.
En
cualquier caso, lo importante no es tanto el hecho de que haya una
clase específicamente dedicada a la alfabetización emocional como la
forma en que se imparta esta enseñanza. Tal vez no haya tema en el
que la calidad del maestro resulte tan decisiva, porque la forma en
que el maestro lleve adelante la clase constituye, en sí misma, un
modelo, una lección de Jacto en competencia emocional (o, todo hay
que decirlo, en la falta de ella).
Dondequiera que un maestro responda a un estudiante, hay veinte o
treinta más que reciben una lección.
El
hecho es que existe un proceso natural de autoselección con respecto
al tipo de maestro que gravita en torno a estos cursos, porque no
todo el mundo es temperamentalmente apto para impartirlos. Digamos,
para comenzar, que los maestros deben sentirse comodos hablando de
los sentimientos y que no todo el mundo se encuentra a gusto ni
quiere estar en esta situación. Lo cierto es que la educación normal
que han recibido los maestros les ha preparado muy poco —si es que
les ha preparado algo— para esta clase de enseñanza. Por todas estas
razones los programas de alfabetización emocional suelen tener en
cuenta la necesidad de que los maestros se dediquen durante varias
semanas a formarse especialmente en este nuevo enfoque.
Aunque
muchos maestros puedan ser reacios de entrada a abordar un tema que
parece tan ajeno a su formación y a sus rutinas habituales, existen
pruebas de que la mayor parte de quienes lo intentan siguen adelante
complacidos. Cuando se enteraron de ello, el 31 % de los maestros de
las escuelas de New Haven que debían reciclarse para impartir los
nuevos cursos de alfabetización emocional mostraron claras
resistencias pero, al cabo de un año de desempeñar esta tarea, más
del 90% respondió que estaba encantado con ello y que quería seguir
dando aquella clase el curso siguiente.
UNA MISION
EXTRA PARA LAS ESCUELAS
Pero,
más allá del necesario entrenamiento de los maestros, la
alfabetización emocional extiende también las obligaciones de la
escuela al convertirla en un agente más manifiesto de la sociedad
que también debe cumplir con la función de enseñar a los niños las
lecciones esenciales para vivir (recuperando así uno de los papeles
tradicionalmente asignados a la educación). Esta función ampliada de
la escuela requiere, además del contenido concreto del programa,
aprovechar las oportunidades que se presenten dentro y fuera del
aula para que los alumnos transformen los momentos de crisis
personal en lecciones de competencia emocional, algo que funciona
mucho mejor cuando estas lecciones se complementan en el hogar. La
mayor parte de los programas de alfabetización emocional incluyen
clases especiales para que los padres no sólo refuercen lo que sus
hijos están aprendiendo en la escuela, sino también para ayudarles
eficazmente si quieren contribuir al desarrollo emocional de sus
hijos.
De
este modo, los niños reciben mensajes coherentes sobre la
competencia emocional en todos los ámbitos de su vida. Según Tim
Shriver, director del Social Competence Program, en las escuelas de
New Haven «si los niños entablan una pelea en la cafetería,
llamarán a un compañero que actuará como mediador, se sentará con
ellos y llevarán a la práctica la misma técnica de asumir la
perspectiva del otro que aprendieron en clase. Los entrenadores
también utilizarán la misma técnica para hacer frente a los
conflictos que aparezcan en el campo de juego. Nosotros también
damos clases para que los padres utilicen estos métodos con sus
hijos en el hogar».
Así,
el recreo y el hogar se convierten en refuerzos óptimos del
aprendizaje emocional que tiene lugar en el aula, relacionando así
más estrechamente a la escuela, la familia y la sociedad en general,
con lo cual aumenta la probabilidad de que lo que los niños aprendan
en las clases de alfabetización emocional no permanezca limitado al
ámbito escolar sino que se practique, se intensifique y se
generalice a todos los dominios de su vida.
Pero
este enfoque también redefine la función de la escuela instaurando
una cultura «más respetuosa», con lo cual la escuela se convierte en
un lugar en el que los estudiantes se sienten tenidos en cuenta,
respetados y vinculados a sus compañeros, a sus maestros y a la
misma institución. Las escuelas que se hallan en áreas tales como
New Haven -en las que las familias están notablemente desintegradas—
también ofrecen programas que reclutan a personas de la comunidad
para que ejerzan como cuidadores de aquellos alumnos cuya vida
familiar es demasiado problemática. En las escuelas de New Haven se
recurre a adultos voluntarios responsables para que actúen a modo de
preceptores, de compañeros regulares de aquellos estudiantes que
están a punto de naufragar y que tienen pocos adultos estables y
nutridos en su vida familiar (si es que tienen alguno).
Resumiendo pues, la aplicación óptima de los programas de
alfabetización emocional debe comenzar en un período temprano,
adaptarse a la edad del alumno, proseguir durante todos los años de
escuela y aunar los esfuerzos conjuntos de la escuela, el hogar y la
comunidad en general.
Aunque
gran parte de estos programas pueden integrarse perfectamente en la
vida cotidiana de la escuela, sin embargo, constituyen una verdadera
revolución en cualquier currículum y Pecariamos de ingenuos si no
previéramos la aparición de toda clase de obstáculos. Por ejemplo,
muchos padres pueden creer que se trata de un tema demasiado
personal para la escuela y que es mejor que sean los padres quienes
se encarguen de tales cosas (un argumento que sólo resulta creíble
en la medida en que los padres se hagan realmente cargo de estos
asuntos y que no resulta nada convincente cuando soslayan esta
responsabilidad).
Los
maestros también pueden ser reacios a dedicar parte del día escolar
a cuestiones que no parecen estar relacionadas con los temas
académicos y puede haber maestros que se sientan tan incómodos con
los temas a enseñar que necesiten recibir un adiestramiento especial
para ello. Por último, algunos niños también rechazan los temas que
no tienen nada que ver con sus preocupaciones reales o que sienten
como imposiciones o invasiones de su intimidad. Y también existe el
problema de mantener una cualidad elevada y de asegurarse de que la
comercialización no dé lugar a la difusión de programas de
competencia emocional torpemente diseñados que repitan los desastres
provocados por los cursos mal concebidos sobre prevención de la
drogodependencia o del embarazo de adolescentes.
A la
vista de todo lo anterior ¿por qué no intentarlo?
¿QUE TIPO DE
CAMBIOS CONLLEVA LA ALFABETIZA ClON EMOCIONAL?
Un
buen día Tim Shriver abrió el periódico local y se enfrentó
directamente a la pesadilla más temida por cualquier maestro.
Lamont,
uno de sus mejores antiguos alumnos, había recibido nueve disparos
en una calle de New Haven y se hallaba en situación crítica. «Lamont
—recuerda Shriver— ha sido uno de los líderes de la escuela, un
enorme —un metro noventa de altura— y muy popular defensa de su
equipo de fútbol, que siempre estaba sonriendo. Lamont había
participado en un grupo sobre liderazgo, que yo dirigía, en el que
exponíamos nuestras ideas según un modelo de solución de problemas
conocido como SOCS».
SOCS es el acrónimo de Situación, Opciones, Consecuencias,
Soluciones, una versión más madura del método del semáforo que opera
en cuatro pasos, describir la situación y cómo te hace sentir,
determinar las opciones de que dispones para resolver el problema y
cuáles serían sus posibles consecuencias, tomar una decisión y
llevarla a cabo. Según Shriver, a Lamont le gustaba especialmente
utilizar el brainstorming para encontrar formas eficaces de manejar
las dificultades más apremiantes de la vida del instituto, como los
problemas con las chicas y la forma de evitar las peleas.
Pero
estas lecciones parecían haber fracasado después de que Lamont
acabara el instituto. Atrapado por el océano urbano de la pobreza,
las drogas y las armas de fuego, Lamont yacía, a los veintiséis años
de edad, tumbado en la cama de un hospital, envuelto en vendas y con
el cuerpo acribillado a balazos. Apenas supo la noticia, Shriver se
precipitó al hospital y se encontró con un Lamont que apenas podía
hablar, acompañado de su madre y de novia. Luego se acercó a la
cabecera de la cama e, inclinándose sobre Lamont, le escuchó
murmurar: «Shriver, en cuanto salga de aquí volveré a utilizar el
SOCS».
Lamont
había pasado por Hillhouse High antes de que comenzara a impartirse
el curso de desarrollo social. ¿Quizá su vida hubiera seguido otros
derroteros de haber podido beneficiarse en sus años escolares de
este tipo de educación, como lo hacen ahora los alumnos de las
escuelas públicas de New Haven? Todo parece apuntar a una respuesta
positiva, aunque no podamos afirmarlo con seguridad.
Como
dijo Tim Shriver: «una cosa es clara: el campo de pruebas de los
programas de solución de problemas sociales no es el aula sino la
cafetería, las calles y el hogar». Consideremos ahora el testimonio
de algunos de los maestros que han participado en el programa de
formación social de New Haven. Uno de ellos relató que una antigua
alumna le visitó y le aseguró que habría acabado siendo una madre
soltera «si no hubiera aprendido a hacer valer sus derechos durante
las clases de Desarrollo Social».
Gira
maestra habla también del caso de una de sus alumnas que sólo podía
relacionarse con su madre a gritos pero, después de que la chica
aprendiera a calmarse y a pensar antes de actuar. Podían, en opinión
de su madre, «hablar sin perder los estribos».
Una
alumna de sexto curso de Troup envió una nota a su maestra de
Desarrollo Social, donde decía que su mejor amiga estaba embarazada,
no tenía a nadie con quien hablar y estaba pensando en suicidarse...
pero concluía que ella sabía que podía contar con la ayuda de su
maestra.
Un
momento particularmente significativo tuvo lugar mientras permanecía
como observador de una clase de séptimo curso de desarrollo social
en las escuelas de New Haven y el maestro preguntó por «alguien que
le contara una disputa reciente que huhiera terminado bien».
Una
rolliza chica de doce años de edad levantó en seguida la mano y
dijo: «yo tenía una amiga pero unos compañeros me comentaron que
planeaba pegarme al salir de la escuela». No obstante, en lugar de
enfadarse con ella, puso en práctica un método aprendido en clase,
consistente en averiguar lo que estaba sucediendo realmente antes de
actuar: «así que me dirigí a aquella chica y le pregunté por qué
había dicho aquello. Entonces me enteré de que nunca había dicho
nada semejante, de modo que no nos peleamos».
La
historia parece suficientemente irrelevante pero debemos tener en
cuenta que la chica en cuestión ya había sido expulsada de otra
escuela por pelearse, ya que su antigua pauta de acción había sido
la de primero golpear y luego preguntar, o no preguntar en absoluto.
En estas condiciones, el hecho de entablar una conversación
constructiva con un posible adversario en lugar de enzarzarse en una
confrontación inmediata constituye una auténtica victoria.
Los
datos más impresionantes tal vez sean los que me proporcionó el
director de una de estas escuelas que ya llevaba doce años
impartiendo clases de alfabetización emocional. Una regla inapelable
en estas clases es que los niños que son descubiertos peleándose son
mandados temporalmente a casa. Pero a lo largo de los años en que
han ido impartiéndose las clases de alfabeti zación emocional ha
habido un descenso continuo en el número de estas expulsiones
provisionales. «El último año escolar —me dijo el director— hubo 106
suspensiones de este tipo. En lo que llevamos de año (y estamos en
marzo) solo ha habido 26.» Estos son beneficios bien palpables.
Pero,
aparte de estos datos anecdóticos en cuanto a la mejora de las vidas
de los implicados, queda todavía por responder la cuestión de cuál
es la importancia real que tienen las clases de alfabetización
emocional para los implicados. Los datos sugieren que, aunque tales
cursos no cambien a nadie de la noche a la mañana, a medida que los
niños van atravesando los distintos cursos del programa, existen
evidentes mejoras en el clima emocional de la escuela, en las
perspectivas vitales y en el nivel de competencia emocional de
quienes reciben este tipo de formación.
Existen varias evaluaciones objetivas realizadas a este respecto.
Una de ellas, tal vez la mejor, la han realizado observadores
independientes y se ha centrado en comparar la conducta de aquellos
alumnos que han pasado por estos cursos con otros que no lo han
hecho. Otro método consiste en detectar los cambios que han tenido
lugar en un determinado grupo de estudiantes, basandose en unas
cuantas medidas objetivas de su conducta (como el número de peleas
que tienen lugar en el patio de recreo o el número de suspensiones
provisionales) antes y después de haber participado en el programa.
Los datos de estos estudios muestran la considerable mejora que
suponen para la competencia emocional y social de los alumnos, para
su conducta dentro y fuera del aula y para su capacidad de
aprendizaje (véase Apéndice F para más detalles a este
respecto).
AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL
•Mejor
reconocimiento y designación de las emociones.
•Mayor
comprensión de las causas de los sentimientos.
•Reconocimiento de las diferencias existentes entre los sentimientos
y las acciones.
EL
CONTROL DE LAS EMOCIONES
•Mayor
tolerancia a la frustración y mejor manejo de la ira.
•Menos
agresiones verbales, menos peleas y menos interrupciones en clase.
•Mayor
capacidad de expresar el enfado de una manera adecuada, sin
necesidad de llegar a las manos.
•Menos
índice de suspensiones y expulsiones.
•Conducta menos agresiva y menos autodestructiva.
•Sentimientos más positivos con respecto a uno mismo, la escuela y
la familia.
•Mejor
control del estrés.
•Menor
sensación de aislamiento y de ansiedad social.
APROVECHAMIENTO PRODUCTIVO DE LAS EMOCIONES
•Mayor
responsabilidad.
•Capacidad de concentración y de prestar atención a la tarea que se
lleve a cabo.
•Menor
impulsividad y mayor autocontrol.
•Mejora de las puntuaciones obtenidas en los tests de rendimiento.
EMPATÍA: LA COMPRENSIÓN DE LAS EMOCIONES
•Capacidad de asumir el punto de vista de otra persona.
•Mayor
empatia y sensibilidad hacia los sentimientos de los demás.
•Mayor
capacidad de escuchar al otro.
DIRIGIR LAS RELACIONES
•Mayor
capacidad de analizar y comprender las relaciones.
•Mejora en la capacidad de resolver conflictos y negociar
desacuerdos.
•Mejora en la solución de los problemas de relación.
•Mayor
afirmatividad y destreza en la comunicación.
•Mayor
popularidad y sociabilidad. Amistad y compromiso con los compañeros.
•Mayor
atractivo social.
•Más
preocupación y consideración hacia los demás.
•Más
sociables y armoniosos en los grupos.
•Más
participativos, cooperadores y solidarios.
•Más
democráticos en el trato con los demás.
Señalemos ahora uno de los puntos enumerados que requiere una
especial atención porque se repite una y otra vez en este tipo de
estudios: el hecho de que los programas de alfabetización emocional
mejoran las puntuaciones del rendimiento académico y escolar, un
verdadero descubrimiento. En un tiempo en el que demasiados niños
carecen de la capacidad de dominar sus enfados, de escuchar, de
atender, de reprimir sus impulsos, de sentirse responsables de su
propio trabajo o de cuidar su aprendizaje, todo lo que consolide
estas habilidades será de gran ayuda en su proceso de aprendizaje.
En este sentido, la alfabetización emocional incrementa la capacidad
docente de la escuela. Aun en tiempos de vuelta a lo esencial y de
recortes presupuestarios, hay que decir que estos programas
contribuyen a invertir la crisis educativa y ayudan a las escuelas a
cumplir su principal misión, lo cual bien merece una adecuada
inversión.
Pero,
más allá de estas ventajas en el ámbito educativo, los cursos
parecen ayudar a los niños a desempeñar mejor sus roles vitales y
fomentar que lleguen a ser mejores amigos, mejores estudiantes,
mejores hijos y mejores hijas, y muy probablemente, en el futuro,
mejores maridos, mejores esposas, mejores trabajadores, mejores
jefes, mejores padres y también mejores ciudadanos. Hasta el momento
en que todos los niños y niñas dispongan de las mismas
probabilidades de acceso a estas habilidades, nuestro intento
merecerá la pena. Como dice Tom Shriver: «El ascenso de la marea
levanta a todos los barcos. En este sentido, estas habilidades no
sólo son adecuadas para los niños problemáticos sino que cualquiera
puede beneficiarse de ellas, puesto que constituyen una auténtica
vacuna para la vida».
EL CARACTER,
LA MORAL Y LAS ARTES DE LA DEMOCRACIA
Existe
una palabra muy antigua para referirse a todo el conjunto de
habilidades representadas por la inteligencia emocional: carácter.
Según Amitai Etzioni, un teórico social de la Universidad George
Washington, el carácter es «el músculo psicológico que
requiere la conducta moral» y, en opinión del filósofo John
DewCy, la educación moral es más poderosa cuando las lecciones se
enseñan entremezcladas con el curso real de los acontecimientos —la
modalidad educativa propia de la alfabetización emocional—, no
cuando se imparten en forma de lecciones abstractas. Si el
desarrollo del carácter constituye uno de los fundamentos de las
sociedades democráticas, la inteligencia emocional es uno de los
armazones básicos del carácter. La piedra de toque del carácter es
la autodisciplina —la vida virtuosa— que, como han señalado tantos
filósofos desde Aristóteles, se basa en el autocontrol.
Otro
elemento fundamental del carácter es la capacidad de motivarse y
guiarse uno mismo, ya sea para hacer los deberes, terminar un
trabajo o levantarse cada mañana. Y, como ya hemos visto antes, la
capacidad de demorar la gratificación y de controlar y canalizar los
impulsos constituye otra habilidad emocional fundamental a la que
antiguamente se llamó voluntad. «Para actuar correctamente con los
demás debemos comenzar dominándonos a nosotros mismos (a nuestros
apetitos y a nuestras pasiones) —señala Thomas Lickona, a propósito
de la educación del carácter,« quien luego prosigue diciendo—. Así,
la emoción permanecerá bajo el control de la razón.»
La capacidad para dejar de tener en cuenta exclusivamente nuestros
propios intereses e impulsos tiene considerables beneficios
sociales, puesto que abre el camino a la empatía, a la auténtica
escucha y a asumir el punto de vista de los demás. Y la empatía,
como ya hemos visto, conduce al respeto, al altruismo y a la
compasión. Ver las cosas desde el punto de vista de los demás nos
permite trascender los estereotipos sesgados y alienta la aceptación
de las diferencias y de la tolerancia, aptitudes más necesarias hoy
que nunca en una sociedad cada vez más plural, permitiéndonos vivir
así en una comunidad basada en el respeto mutuo que propicia la
existencia de un discurso público constructivo.
Éstas,
precisamente, son las artes fundamentales de la democracía.
Las
escuelas, señala Etzioni, desempeñan un papel esencial en el cultivo
del carácter, enseñando la autodisciplina y la empatía, lo cual, a
su vez, hace posible el auténtico compromiso con los valores cívicos
y morales. Pero para ello no basta con adoctrinar a los niños sobre
los valores sino que es absolutamente necesario practicarlos, algo
que sólo se da en la medida en que el niño va consolidando las
habilidades emocionales y sociales fundamentales. En este sentido,
la alfabetización emocional discurre pareja a la educación del
carácter, el desarrollo moral y el civismo.
UNA ÚLTIMA
PALABRA
Cuando
finalicé este libro leí algunos artículos impresionantes del
periódico que llamaron poderosamente mi atención. Uno de ellos
señalaba que las armas se habían convertido en la principal causa de
muerte en los Estados Unidos, desplazando al número de víctimas
mortales por accidente de automóvil. La segunda afirmaba que, en el
último año, la tasa de asesinatos creció un 39%. Especialmente
inquietante me resultó la predicción realizada -en el segundo
artículo— por un criminólogo, de que nos hallamos en una especie de
calma previa a la «tormenta de crímenes» que nos aguarda en la
próxima década. La razón que aduce para justificar tan espantoso
pronóstico descansa en el hecho de que está creciendo el índice de
asesinatos cometidos por jóvenes de catorce y quince años, lo cual
constituye una especie de un bomba de relojería. En la próxima
década, este grupo tendrá entre dieciocho y veinticuatro años de
edad, la edad clave de los crímenes más violentos de una carrera
delictiva. Estos augurios comienzan ya a vislumbrarse en nuestro
horizonte porque, según dice un tercer artículo, entre los años 1988
y 1992, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos registró
un aumento del 68% en el número de jóvenes acusados de asesinato,
robo, asalto con premeditación (un apartado que, por sí sólo,
aumentó un 80%) y violación. Estos adolescentes constituyen la
primera generación que no sólo tiene acceso a pistolas sino también
a todo tipo de armas automáticas, del mismo modo que la generación
de sus padres fue la primera en poder acceder a las drogas. Esta
difusión de las armas entre los adolescentes supone que los
desacuerdos que antiguamente se hubieran resuelto a puñetazos, ahora
pueden terminar fácilmente en un tiroteo. Y, como concluye otro
experto, estos adolescentes «no son precisamente especialistas en
evitar disputas».
Es
evidente que una de las razones que explica la carencia de esta
habilidad vital fundamental es que hasta el momento la sociedad no
se ha preocupado de que cada niño sepa canalizar su cólera ni de que
conozca los fundamentos de la resolución positiva de los conflictos,
como tampoco nos hemos molestado en enseñarles la empatía, el
dominio de los impulsos ni ninguno de los otros elementos
fundamentales de la inteligencia emocional.
Pero,
al dejar que los niños aprendan por su cuenta estas lecciones
emocionales, corremos el riesgo de perder la crucial oportunidad que
supone acomodar estas enseñanzas a cada uno de los pasos de la lenta
maduración del cerebro y ayudar así a que los niños desarrollen un
repertorio emocional más saludable.
A
pesar del extraordinario interés demostrado por algunos educadores
hacia la alfabetización emocional, estos cursos son todavía
excepcionales y la mayoría de los maestros, directores de escuela y
padres simplemente ignoran su existencia. Los príncipales modelos al
respecto tienen lugar fuera de la corriente principal de la
educación en un puñado de escuelas privadas y en unos pocos cientos
de escuelas públicas.