EL SENDERO DEL MAGO
“Hay una enseñanza”, dijo Merlín, “denominada el modo del mago. ¿Has
oído hablar de ella?”
El joven Arturo levantó la vista del fuego que, sin éxito, trataba
de encender. Casi nunca era fácil encender el
fuego en las húmedas mañanas de comienzos de primavera en el País de
Occidente.
“No, nunca he oído hablar de eso”, contestó Arturo tras pensar un
momento. “¿Magos? ¿Quieres decir que
ellos tienen un modo diferente de hacer las cosas?”
“No, las hacen exactamente como nosotros”, replicó Merlín, y
chasqueando los dedos encendió el montón de
leña húmeda que Arturo había recogido, impaciente ante los torpes
esfuerzos del muchacho por encender el
fuego. Al instante se formó una gran llama. Acto seguido, Merlín
abrió las manos y sacó de la nada un par de
patatas y un puñado de setas silvestres. “Ensártalas en una broqueta
y ponías a tostar sobre el fuego, por
favor”, dijo.
Arturo obedeció sin más. Tenía unos diez años y la única persona a
quien conocía era Merlín. Estaban juntos
desde que tenía memoria. Seguramente había tenido madre pero no
tenía el más mínimo recuerdo de su
rostro.
El anciano de luenga barba blanca había reclamado su derecho sobre
el infante real a las pocas horas de su
nacimiento.
“Soy el último guardián del sendero del mago”, dijo Merlín. “Y
quizás tú seas el último en conocerlo”.
Poniendo las broquetas sobre el fuego, Arturo miró sobre el hombro.
La curiosidad le había picado. ¿Merlín
un mago?
Nunca lo había pensado. Los dos vivían solos en el bosque, en la
cueva de cristal. El brillo de la cueva les
proporcionaba la luz. Arturo había aprendido a nadar convirtiéndose
en pez. Cuando deseaba comida, ésta
aparecía, o Merlín le daba un poco. ¿Acaso no era así como todo el
mundo vivía?
“Verás, dentro de poco te irás de aquí”, continuó Merlín. “No vayas
a dejar caer esa patata entre la ceniza”.
Por supuesto, el muchacho ya la había dejado caer. Como Merlín vivía
hacia atrás en el tiempo, sus
advertencias siempre llegaban demasiado tarde, después de ocurridos
los percances. Arturo limpió la patata y
la ensartó de nuevo en la broqueta, hecha de la madera verde de un
tilo.
“No importa”, dijo Merlín. “esa puede ser la tuya”. “¿Cómo así que
me iré?”, preguntó Arturo. Sólo había ido
de vez en cuando al pueblo cercano, cuando Merlín deseaba ir al
mercado, y en esas ocasiones el mago
siempre tenía cuidado de ocultar la identidad de los dos bajo
pesadas capas. Pero el muchacho era gran
observador, y lo que había visto en los demás le preocupaba.
Merlín miró de soslayo a su discípulo. “Pienso enviarte al pantano
o, como dicen los mortales, al mundo. Te
he mantenido lejos del pantano durante todos estos años, enseñándote
algo que no debes olvidar”.
Merlín calló para ver el efecto de sus palabras, y luego continuó:
“El sendero del mago”.
Tras pronunciar estas palabras, ambos quedaron en silencio, como
suele suceder entre quienes llevan
mucho tiempo juntos. Anciano y niño casi respiraban al unísono, de
tal manera que Merlín debió percibir la
inquietud que daba vueltas en la mente de Arturo, cual pantera
enjaulada.