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Discurso de Paulo Coelho en el acto de su incorporación
a la Academia Brasileña de Letras 28 de octubre de 2002

 

Sic transit gloria mundi. De esta manera San Pablo define la condición humana en una de sus epístolas: la gloria del mundo es transitoria. Y, a pesar de saber esto, el hombre siempre parte en busca del reconocimiento  por su trabajo.

¿Por qué? Uno de los mayores poetas brasileños, Vinícius de Moraes, dice en una de sus  canciones:

  “E no entanto é preciso cantar

mais que nunca é preciso cantar”

 (Y, no obstante, es preciso cantar

más que nunca es preciso cantar)

 Vinícius de Moraes está brillante en esas frases. Recordando a Gertrude Stein en su poema “Una rosa es una rosa, es una rosa”, se limita a decir que es preciso cantar. No da explicaciones, no justifica, no usa metáforas. Cuando presenté mi candidatura a este Sillón, al cumplir el ritual de entrar en contacto con los miembros de la casa de Machado de Assis, escuché del académico Josué Montello algo semejante. Me dijo: “Todo hombre tiene el deber de seguir el camino que pasa por su aldea”. ¿Por qué? ¿Qué es lo que hay en ese camino? ¿Qué fuerza es esa que nos empuja hacia delante, alejándonos del confortable ambiente que nos es familiar y nos lleva a enfrentar desafíos, aun sabiendo que la gloria del mundo es transitoria?

 Creo que ese impulso se llama “la búsqueda del sentido de la vida”. Durante muchos años busqué en los libros, en el arte, en la ciencia, en los  caminos – peligrosos o cómodos – que recorrí, una respuesta definitiva para esa pregunta. Encontré muchas: algunas que me convencieron durante algunos años, otras que no resistieron un solo día de análisis. Sin embargo, ninguna de ellas fue lo suficientemente fuerte como para poder decir ahora: el sentido de la vida es éste. Hoy estoy convencido de que tal respuesta jamás nos será confiada en esta existencia aun cuando al final, en el momento en que volvamos a estar ante el Creador, comprenderemos cada oportunidad que nos fue ofrecida y entonces aceptada o rechazada.

En un sermón de 1890, el pastor Henry Drummond habla de ese encuentro, y de la pregunta que posiblemente nos será hecha. Dice él:

En ese momento, la gran pregunta del ser humano no será “¿Cómo viví?”

Será, esto sí,  “¿Cómo amé?”

La prueba final de toda búsqueda es la dimensión de nuestro Amor. No será tomado en cuenta lo que hicimos, en qué creímos, o lo que conseguimos.

Nada de eso nos será reprochado,  pero sí nuestra manera de amar al prójimo. Los errores que cometimos ni siquiera serán recordados. No seremos juzgados por el mal que hicimos, sino por el bien que dejamos de hacer. Pues mantener el Amor encerrado dentro de sí es  ir en contra del espíritu de Dios, es prueba de que nunca lo  conocimos, de que Él nos amó en vano.”

 Al leer la vida y la obra de aquellos que antes que yo ocuparon el Sillón nº 21, independientemente de que creyeran o no en aquel encuentro con el Creador, veo que éste, el amor, es el elemento más presente. Todos buscaron un sentido para sus vidas, pero mientras lo procuraban, supieron transformar sus pasos en manifestaciones de amor al prójimo. Y ahí el amor es entendido como algo más amplio que el simple acto de gustar.

 Martin Luther King recordaba que los griegos poseen tres palabras para designar ese sentimiento: la primera es “Eros”, el amor saludable y necesario entre dos seres humanos, que se buscan, se encuentran o se desencuentran. La segunda palabra es “Philos”, la pasión que nos empuja al encuentro de la sabiduría, de los amigos, de la filosofía, de los legados que nos dejaron las generaciones anteriores. Finalmente existe la palabra “Ágape”, el amor mayor, aquel al que – como bien recuerda Martin Luther King –  Jesús se refería cuando dijo: “Amad a vuestros enemigos”. Un amor que está más allá del acto de gustar, porque no nos puede gustar quien nos agrede, nos ofende, es injusto en sus comentarios, liviano en sus acusaciones y prejuicioso en sus opiniones. No nos puede gustar pero podemos amarlo y, a través del amor, entender que  detrás de cada actitud mezquina y destructiva existe un inmenso deseo de ser comprendido, aceptado, apreciado.

Entonces, la esencia del “Ágape” está  no solamente en los que aquí me precedieron en este Sillón nº 21, sino en todos, en todos los sillones de esta Casa, de este auditorio, en todos los sillones del mundo. Basta apenas con reunir el valor suficiente para luchar por los propios sueños, y – nuevamente me apoyo en una expresión acuñada por el apóstol San Pablo –  “librar el buen combate, es mantener la fe”.

En 1986, cuando hacía el Camino de Santiago en busca de una espada, la misma espada que dentro de poco me será nuevamente entregada, simbólicamente, por el académico Josué Montello, comprendí por primera vez el sentido de esa expresión.

El Buen Combate es aquel trabado porque nuestro corazón lo pide. En las épocas heroicas, en el tiempo de los caballeros andantes, esto era fácil: había mucha tierra para conquistar y mucho por hacer. Hoy, sin embargo, el mundo ha cambiado y el Buen Combate se ha trasladado desde los campos de batalla hasta  nuestro propio interior.

El Buen Combate es aquel que se libra en nombre de nuestros sueños. Cuando éstos estallan dentro nuestro en todo su vigor - en la juventud -  tenemos mucho valor, pero aún no hemos aprendido a luchar. Después de mucho esfuerzo, terminamos aprendiendo, pero entonces ya no tenemos el mismo coraje. Por eso, nos volvemos contra nosotros mismos, y nos transformamos en nuestro peor enemigo. Decimos que nuestros sueños eran infantiles, difíciles de realizar, o fruto de nuestra ignorancia de las realidades de la vida. Matamos nuestros sueños porque tenemos miedo de  librar  el Buen Combate.

El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo. Las personas más ocupadas que conocí en mi vida siempre tienen tiempo para todo y para todos. Las que no hacen nada están siempre cansadas, no terminan el poco trabajo que han de realizar y se quejan constantemente de que el día es demasiado corto. En realidad,  ellas tienen miedo de saber a dónde conduce el misterioso camino que pasa por su aldea.

El segundo síntoma de la muerte de nuestros sueños son nuestras certezas. Porque no queremos aceptar la vida como una gran aventura a ser vivida, pasamos a creernos sabios, justos y correctos. Miramos más allá de las murallas de nuestro mundo organizado, donde la ciencia y la filosofía ya tienen todas las respuestas, donde todas las dudas ya fueron resueltas por las ideologías, juicios y prejuicios. Miramos y vemos las grandes caídas y las miradas sedientas de conquista de los guerreros, oímos el ruido de las lanzas que se quiebran, sentimos el olor de sudor y pólvora. Entonces decimos, desde lo alto de nuestras torres de marfil: “Ellos no saben lo que yo sé”.

Con esa actitud arrogante jamás percibimos la alegría, la inmensa alegría  que existe en el corazón de quienes están luchando, porque para ellos no  importa ni la victoria ni la derrota, sino solamente mirar al mundo como si fuese una pregunta – no una respuesta – y a través de esa pregunta  intentan dignificar sus vidas.

 

Raul Seixas describe bien la alegría en el corazón de los guerreros al escribir:

 Prefiro ser

Uma metamorfose ambulante

Do que ter aquela velha opinião

Formada sobre tudo.

 (Prefiero ser

Una metamorfosis ambulante

Que tener aquella vieja opinión

Formada sobre todo.)

 Finalmente, el tercer síntoma de la muerte de nuestros sueños es la Paz. La vida pasa a ser una tarde de domingo, sin pedirnos grandes cosas, y sin exigir más de lo que queremos dar. Consideramos entonces que estamos maduros, dejamos de lado las fantasías de la infancia y conseguimos nuestra realización personal y profesional. Nos sorprendemos cuando alguien de nuestra edad dice querer aún tal o cual cosa de la vida. Pero, en verdad, en lo íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo que   sucedió fue nuestra renuncia a la lucha por nuestros sueños.

Cuando encontramos la paz, tenemos un corto período de tranquilidad. Pero los sueños muertos comienzan a pudrirse dentro nuestro, y a infestar el ambiente en que vivimos. Comenzamos a volvernos crueles con aquellos que nos rodean, y finalmente pasamos a dirigir esa crueldad contra nosotros mismos. Surgen las enfermedades y las psicosis. Lo que queríamos evitar en el combate  - la decepción y la derrota – pasa a ser el único legado de nuestra cobardía. Y, un buen día, los sueños muertos y  podridos tornan el aire difícil de respirar y pasamos a desear la muerte, la muerte que nos libre de nuestras certezas, de nuestras ocupaciones y de la paz de las tardes de domingo.

Ninguno de los ocupantes de este Sillón nº 21 experimentó – gracias a Dios – esa terrible paz. El teatrólogo Dias Gomes, en su discurso de posesión, lo llamó “El sillón de la libertad”. El economista Roberto Campos lo llamó “Sillón del eclecticismo”. Yo preferiría llamarlo, sin embargo, “Sillón de la Utopía”. Utopía en su sentido clásico, refiriéndome al momento ideal de la historia de la civilización en el cual todas las conquistas del hombre serían consolidadas entre sus semejantes: el país imaginario del escritor inglés Thomas Morus (1480-1535), en el cual un gobierno, organizado de la mejor manera, proporciona óptimas condiciones de vida a un pueblo equilibrado y feliz.

 El primer ocupante del Sillón nº 21, José do Patrocínio, héroe de la abolición de la esclavitud, dije en uno de sus discursos:

 “Dentro de tres días comenzará la historia moderna del Brasil, y se cerrará la triste historia de los tiempos bárbaros de nuestra tierra. No es demasiado optimismo profetizar que nuestra evolución nacional se hará con la misma rapidez que la de los Estados Unidos. Las estrellas del sur, dentro de un cuarto de siglo, no envidiarán el fulgor de la constelación del norte.”

 Pasó un cuarto de siglo, y otro, y muchos otros. A pesar de la abolición de la esclavitud, todos nosotros sabemos que hasta hoy el sueño de José do Patrocinio aún no se tornó realidad. Sin embargo, él nos legó su utopía, y nosotros continuamos  luchando por ella.

...(habla de los ocupantes del Sillon 21, según la tradición de la Academia, y sigue)

...De nuevo el péndulo del Sillón nº 21 oscila hacia una utopía opuesta: es el turno de Dias Gomes de entrar en la Academia Brasileña de Letras, trayendo en su teatro y en su vasto bagaje literario el sueño de un Brasil redimido por la victoria del oprimido sobre el opresor. Su nombre se torna mundialmente conocido cuando una de sus obras, “El Pagador de Promesas”, es transformada en película y gana la Palma de Oro del Festival de Cannes, en Francia. Dueño de un lenguaje moderno, es llevado por las circunstancias a escribir para la televisión, y lo hace de forma innovadora, creando obras que hasta hoy permanecen en la tradición popular, como “El Bien Amado” y “Roque Santeiro”. En una de sus piezas,  “El Santo Inquérito”, el personaje de Blanca comenta sobre el abismo que separa el sueño de la realidad:

 “Dios debe de estar donde hay más claridad, pienso yo. Y le debe de gustar ver a las criaturas libres como Él las hizo, usando y gozando de esa libertad, porque fue así como nacieron y así deben vivir. Todo esto que les estoy diciendo, es con la esperanza de que ustedes entiendan... Porque ellos, no entienden... Dirán que soy una hereje y que estoy poseída por el demonio.

 Con su muerte trágica, prematura, que privó al Brasil contemporáneo de una de sus inteligencias más brillantes, el péndulo vuelve a oscilar y, en una elección caracterizada por la discusión sobre utopías, Roberto Campos consigue la mayoría necesaria para ocupar el Sillón nº 21.

Recuerdo, siendo aún joven, haber ido por las calles protestando contra su política económica – aun cuando en aquella época no tuviese la menor idea de lo que eso significaba. Fernando Sabino, no obstante, creó una expresión deliciosa: “Todo hombre es incendiario a los  veinte años, y bombero a los cuarenta.” A los cuarenta años, cuando resolví comprar mi primer ordenador, vi un Brasil paralizado por la Ley de la Informática, caminando a grandes pasos no en dirección al futuro, sino hacia el pasado. Esa ley, que Roberto Campos tanto había combatido, y que antes era una abstracción para mí, ahora se transformaba  en algo concreto: me estaba privando de un instrumento de trabajo.

Aún durante esa transición de incendiario a bombero, tuve la oportunidad de leer muchos artículos suyos, y a pesar mío – ya que siempre somos más sectarios de lo que osamos admitir – terminé por darle la razón. Mi supuesto enemigo de antes se transformaba en un hombre capaz de defender con coherencia y responsabilidad su utopía.

Mi admiración llegó a tal punto que, sabiendo que se celebraba una noche de autógrafos de su libro “Linterna de Popa”, fui hasta  el barrio de Gávea para encontrarlo. Una lluvia torrencial impidió que muchas personas compareciesen, por lo que tuve la oportunidad de gozar, durante media hora, de su intimidad y su inteligencia fulgurante.

Firme en las convicciones, elocuente en las argumentaciones, polémico y provocador, Roberto de Oliveira Campos marcó la historia del Brasil moderno. Corriendo siempre el riesgo de no ser comprendido, era capaz de luchar hasta el fin por todo aquello que juzgaba mejor para nuestra Patria.

Pocos fueron los que se aplicaron en identificar profundamente el pensamiento de Roberto Campos, y, entre ellos se encuentra el periodista Olavo Luz. En su biografía “Roberto Campos, el hombre detrás del mito”, Olavo nos ofreció la dimensión humana de este  Economista, Profesor, Embajador, Ministro de Estado, Senador y Diputado.

            Roberto Campos vivió entre el amor y el odio. Despertaba la furia rabiosa de los contendientes y la pasión extremada, casi religiosa, de los admiradores. Un episodio en la vida de mi antecesor merece especial atención:

            Corrían los llamados “años de plomo”, cuya prolongación Roberto Campos tanto condenó, defendiendo el retorno del poder a la sociedad civil, después del gobierno de Castelo Branco, al que se refería como  “puesta en orden de la casa”. Carlos Lacerda, también un brillante político y entonces diputado federal y, en aquel momento, en campo opuesto al  entonces Ministro Extraordinario de Planificación, acuñó una frase histórica:

“El señor Roberto Campos irrita a todos: mata a los ricos de rabia y a los pobres de hambre.”

Impasible y flemático, Roberto Campos respondió con otra frase histórica, que sería también una declaración honrada de armisticio:

            “La violencia de la flecha dignifica el blanco”

Muchas veces, en momentos en que me sentía juzgado con excesiva severidad por la crítica, me acordaba de esa frase. Y me acordaba también de otro sueño, del cual yo no estaba dispuesto a desistir: entrar, un día, en la Academia Brasileña de Letras.

            Hace cinco años, María Eugenia Stein, vieja amiga mía, decidió concertar un encuentro entre el académico Arnaldo Niskier y yo. Retiré el sueño de mi corazón, invité a Niskier a tomar un té en mi casa, conversé abiertamente con él sobre mis pretensiones, y volví a guardar mi sueño en un lugar donde pudiese contemplarlo de vez en cuando.

            El 9 de octubre del 2001, yo estaba participando en el Festival de Autores y Cineastas, en Monte Carlo.  Dialogaba despreocupadamente con el director americano Sidney Pollack, cuando sonó mi teléfono móvil: era Arnaldo Niskier, comunicando la muerte de Roberto Campos, y preguntando si yo aceptaba concurrir a la vacante entonces abierta.

            Me despedí de Pollack, fui hasta la playa, y me quedé contemplando el Mediterráneo. En los momentos en que hemos de tomar una decisión muy importante, es mejor confiar en el impulso, en la pasión, porque la razón generalmente procura alejarnos del sueño – justificando que aún no ha llegado la hora. La razón teme la derrota. Pero a la intuición le gusta la vida, y los desafíos de la vida. A mí también me gustan, de manera que acepté la invitación, envié la carta, y confié en mis amigos de la Academia.  Las personas más próximas me preguntaban: “¿Pero crees que es el momento? ¿Por qué no dejas esto para más adelante?” Yo respondía:  “¿Cómo  sabes que “más adelante” es el momento adecuado?”  Y seguí en mi determinación.

            De vez en cuando me acordaba de un episodio de mi adolescencia: con un grupo de amigos de la Academia de Letras del Colegio San Ignacio - donde cursaba el bachillerato - vinimos aquí para asistir a una conferencia. Tuvimos que vestirnos con traje y corbata, tomar el tranvía y viajar mucho tiempo para llegar al centro de la ciudad. No me acuerdo de la conferencia ni del disertante, pero la primera impresión de este lugar jamás salió de mi cabeza.

            Hoy, casi cuarenta años después, estoy en esta tribuna, haciendo mi discurso de toma de posesión. Lo que era una utopía de adolescente se transformó, a principios de la década del 90, en una verdadera herejía. Pero, como sucede con algunas herejías, ésta también se ha transformado en realidad. Luché por este sueño, confié en mis amigos, libré el buen combate y mantuve la fe. Aprendí con Jorge Amado, el mayor escritor brasileño del siglo XX, el insustituible, el grande, el generoso, el digno Jorge Amado, que las utopías son posibles.

            Antes de terminar me gustaría citar a otros dos escritores que jamás conocieron la gloria, pero que realizaron su trabajo con dignidad y  dedicación. Uno de ellos jamás soñó que un día su nombre sería pronunciado en esta tribuna, y tal vez algunos consideren esto un anatema, pero no puedo dejar pasar la oportunidad: se trata de José Mauro Vasconcellos. Jamás leí un libro suyo, pero no puedo perder este momento único para agradecerle haber llevado su trabajo a los cuatro rincones del mundo, ayudando a mostrar a las más diferentes culturas qué es lo que existe en el alma intensa y conmovedora del pueblo brasileño.

            El otro escritor, un profesor de matemáticas escondido detrás de un seudónimo misterioso, que pobló mi imaginación infantil con leyendas del desierto, de los cielos y de la tierra, de las mil infinitas historias contadas por el pueblo árabe, y que, más tarde, estarían en la gestación de mi libro más conocido: “El Alquimista”. Se trata de Júlio César de Mello e Souza, conocido por todos sus lectores como Malba Tahan. Es de su autoría la historia que ahora voy a contar, con mis palabras, y que tan bien refleja la frase de San Pablo sobre la gloria del mundo:

                        “En la antigua Roma, en la época del emperador Tiberio, vivía un hombre muy bueno que tenía dos hijos: uno era militar, y cuando entró al ejército fue enviado a las regiones más distantes del Imperio. El otro hijo, versado en letras, llegó a ser un poeta famoso, que encantaba a toda Roma con sus hermosos versos.

                        “Cierta noche, el hombre tuvo un sueño. Un ángel se le apareció para decirle que las palabras de uno de sus hijos serían  conocidas y repetidas en el mundo entero por todas las generaciones venideras. Aquella noche se despertó agradecido y llorando, porque la vida era generosa, y le había revelado una cosa que cualquier padre estaría orgulloso de saber.

                        “Poco tiempo después, murió al intentar salvar una criatura que iba a ser atropellada por las ruedas de un carruaje. Como había  actuado de manera correcta y justa toda su vida, fue directo al cielo, donde se encontró con el ángel que se le había aparecido en sueños.

                        “- Fuiste un hombre bueno – le dijo el ángel. – Has vivido tu existencia con amor, y has muerto con dignidad. Puedo realizar ahora tus deseos.

                        “- La vida también fue buena para mí – respondió el hombre. – Cuando te me apareciste en sueños, sentí que todos mis esfuerzos estaban justificados. Porque los versos de mi hijo pasarán de generación en generación. Nada tengo que pedir para mí; sin embargo, cualquier padre se enorgullecería  de comprobar  la fama inmortal de alguien a quien cuidó cuando era niño y educó cuando era joven.

                        “El ángel tocó su hombro, y los dos fueron proyectados hacia un futuro distante. A su alrededor apareció un lugar inmenso, con miles de personas que hablaban una lengua extraña.

                        “El hombre lloró de alegría.

                        “-Yo sabía que los versos de mi hijo eran buenos e inmortales – dijo al ángel, entre lágrimas. Toda Roma se encantaba con ellos, y sé algunas de sus poesías de memoria: me gustaría que me dijeras cuáles de estas personas las están repitiendo.

                        “- Los versos de tu hijo poeta fueron muy populares en Roma - le dijo el ángel. Gustaban a todos, y se divertían con ellos. Pero, cuando el reinado de Tiberio acabó, sus versos también fueron olvidados. Estas palabras son las de tu hijo que entró en el ejército.

                        “El hombre miró sorprendido al ángel, que continuó:

                        “- Tu hijo fue a servir a un lugar muy lejano, y se hizo centurión. También era un hombre justo y bueno. Cierta tarde, uno de sus siervos enfermó, y estuvo a punto de morir. Tu hijo, entonces, oyó hablar de un rabino que curaba a los enfermos, y caminó días y días en busca de aquella persona. Mientras caminaba, descubrió que el hombre a quien  buscaba era el hijo de Dios. Encontró a otras personas que habían sido curadas por Él, aprendió sus enseñanzas y, a pesar de ser un centurión romano, se convirtió a su credo. Hasta que cierta mañana llegó frente al Rabino.

                        “Le contó que tenía un siervo enfermo, y el rabino se ofreció a ir hasta su casa. Pero el centurión era un hombre de fe, y mirando al fondo de los ojos del rabino dijo que no era necesario.

                        “El ángel volvió a mostrar a las personas y, de repente, todas se levantaron:

                        “Éstas son las palabras de tu hijo soldado – dijo el ángel al hombre. – Son las palabras que le dijo al rabino en aquel momento y que nunca más fueron olvidadas:

                        “Señor, yo no soy digno de que entréis en mi casa, pero decid una sola palabra y mi siervo se salvará.

SIC TRANSIT GLORIA MUNDI. La gloria del mundo es transitoria, y no es ella la que nos da la dimensión de nuestra vida sino la elección que hacemos de seguir nuestra leyenda personal, tener fe en nuestras utopías y luchar por nuestros sueños. Somos todos protagonistas de nuestras vidas, y muchas veces son los héroes anónimos – como el centurión romano –  los que dejan las marcas más duraderas.

 

                        Cuenta una leyenda japonesa que cierto monje, entusiasmado por la belleza del libro chino Tao Te King,  resolvió recolectar fondos para traducir y publicar aquellos versos en su lengua patria. Demoró diez años hasta conseguir lo suficiente.

            Mientras tanto, una peste asoló su país y el monje decidió usar el  dinero para aliviar el sufrimiento de los enfermos. Pero en cuanto la situación se normalizó, nuevamente partió para recaudar la cantidad necesaria para la publicación del Tao; otros diez años pasaron, y cuando ya se preparaba para imprimir el libro, un maremoto dejó a centenares de personas sin hogar.

            El monje de nuevo gastó el dinero en la reconstrucción de casas para los que lo habían perdido todo. Pasaron otros diez años, él volvió a recoger el dinero y finalmente el pueblo japonés pudo leer el Tao Te King.

            Dicen los sabios que, en verdad, ese monje hizo tres ediciones del Tao: dos invisibles y una impresa. Él creyó en su utopía, libró el buen combate, mantuvo la fe en su objetivo, pero no dejó de prestar atención  a sus semejantes. Que así sea con todos nosotros: a veces los libros invisibles, nacidos de la generosidad hacia el prójimo, son tan importantes como aquellos que llevan a los escritores a ocupar una vacante en la Academia Brasileña de Letras.

                                                            Muchas gracias.

           © Traducción de Montserrat Mira

 
 

 

 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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