Mentía.
Cinco semanas por los campos y, seas quien fueres, tendrás mugre y
aceite en el avión y habrá una brizna de paja en el suelo de la
carlinga, por mucho que te esmeres para evitarlo. Pero aquel
artefacto... ni aceite sobre el parabrisas, ni manchas de heno
volador aplastado contra los fuertes ataques de las alas y los
alerones de la cola, ni insectos estrellados contra la hélice. Un
avión que atraviesa la atmósfera estival de Illinois no puede estar
en semejantes condiciones. Examiné el Travel Air durante otros cinco
minutos. Después volví al punto de partida y me senté sobre el heno,
debajo del ala, de cara al piloto. No tenía miedo. El fulano seguía
resultándome simpático, pero había algo que no encajaba.
- ¿
Porqué no me dices la verdad ?
- Te la
he dicho, Richard - respondió -. Además, puedes ver el nombre
pintado en el avión.
- Nadie
puede estar llevando pasajeros en un Travel Air durante un mes sin
que el avión se le manche de aceite, amigo mío, y de polvo. Sin que
tenga que aplicar un remiendo al fuselaje. Y ¡ por amor de Dios !,
sin que se le llene el suelo de paja.
Sonrió
plácidamente.
- Hay
cosas que ignoras.
En ese
momento era un ser extraño procedente de otro planeta. Le creí, pero
no encontré la forma de explicar la presencia de su avión,
refulgente, posado en el campo estival.
- Es
cierto, pero algún día lo sabré todo. Y entonces te regalaré mi
avión Donald, porque ya no lo necesitaré para volar. Me miró con
interés y arqueó las cejas negras.
- ¿De
veras ? Cuéntamelo.
Estaba
exultante. ¡ Al fin ! Alguien dispuesto a escuchar mi teoría.
- Supongo
que durante mucho tiempo la gente no pudo volar porque no lo creía
posible ; por eso no aprendía los principios elementales de la
aerodinámica. Yo quiero creer que en alguna parte existe otro
principio : no necesitamos aviones para volar, ni para atravesar
paredes, ni para llegar a los planetas. Podemos aprender a hacerlo
sin la ayuda de ningún tipo de máquinas. Si lo deseamos.
Esbozo
una sonrisa a medias, seriamente, y asintió con una sola inclinación
de cabeza.
- Y
piensas que aprenderás lo que deseas recogiendo pasajeros en los
campos, a tres dólares por cabeza.
- El
único aprendizaje digno de ese nombre es el que yo consiga por mi
cuenta. Si en el mundo hubiera alguien, que no lo hay, capaz de
enseñarme más que mi avión, y que el cielo, acerca de lo que deseo
saber, correría ahora mismo a buscarlo. O a buscarla.
Los ojos
oscuros me escrutaron fijamente.
- ¿ Y no
crees que si realmente quieres aprender esto , es que alguien te
está guiando ?
- Me está
guiando, claro. ¿ Acaso no nos guían a todos ? Siempre he sentido
que algo me vigila, como quien dice.
- Y
piensas que te conducirá hasta el maestro que podrá ayudarte.
- Si el
maestro no resulto ser yo, sí.
- A lo
mejor es así como sucede - dijo.
Una
flamante camioneta avanzó silenciosamente por el camino en dirección
a nosotros, levantando una tenue polvareda parda, y se detuvo junto
al campo. Se abrió la puerta y bajaron de ella un anciano y una niña
de unos diez años. La atmósfera estaba tan tranquila que el polvo
continúo flotando.
- ¿
Llevan pasajeros, verdad ? - preguntó el hombre.
Era
Donald Shimoda el que había descubierto el lugar, así que permanecí
callado.
- Sí,
señor - respondió fogosamente -. ¿Anda hoy con ganas de volar ?
- Si
subo, ¿ hará algunas acrobacias, rizará el rizo conmigo allá
arriba ?
Los ojos
del hombre titilaron. Quería saber si lo reconocíamos a pesar de su
jerga de palurdo.
- Si lo
desea, lo haré. Si no, no.
- Y
supongo que me cobrará una fortuna.
- Tres
dólares en metálico, señor, por diez minutos de vuelo. O sea treinta
céntimos por minuto. Y lo vale, según me dice la mayoría de la
gente.
Tuve la
extraña sensación de sentirme un poco espectador mientras permanecía
ahí sentado, ocioso, escuchando el modo en que el individuo
promocionaba su mercancía. Me gustó lo que dijo, siempre en un tono
muy medido. Me había acostumbrado tanto al sistema que utilizaba yo
para reclutar mis clientes ("¡ Os garantizo que arriba la
temperatura es diez grados más baja, amigos ! ¡ Venid a donde solo
vuelan los pájaros y los ángeles ! Todo por solo tres dólares,
apenas doce monedas de veinticinco centavos..."), que había olvidado
que podía haber otro.
Volar y
tener que vender el viaje además, entrañaba una cierta tensión.
Estaba acostumbrado a ella, pero no por eso dejaba de existir : si
no consigo pasajeros, no como. Como en aquel momento podía quedarme
sentado, sin que mi almuerzo dependiera del desenlace, aproveché la
oportunidad para relajarme y mirar.
La niña
también se mantenía apartada, observando. Rubia, de ojos castaños y
expresión solemne, estaba allí porque su abuelo estaba. No quería
volar.
En la
mayoría de los casos se produce la situación inversa : niños ávidos
y adultos cautelosos. Pero cuando uno se gana la vida con ese
trabajo también adquiere un sexto sentido, y comprendí que la niña
no volaría con nosotros en todo el verano.
- ¿ Cuál
de ustedes, caballeros... ?- preguntó el hombre.
Shimoda
se sirvió una taza de agua.
- Richard
le llevará. Yo estoy comiendo. A menos que prefiera esperar.
- No,
señor. Estoy listo para partir. ¿Podremos volar sobre mi granja ?
- Desde
luego - asentí - . Bastará que señale en que dirección desea ir,
señor.
Saqué las
mantas, la caja de herramientas y las cacerolas de la carlinga del
Fleet, le ayudé a instalarse en el asiento para pasajeros y le puse
el cinturón de seguridad. Después me deslicé en la carlinga
posterior y ajusté mi propio cinturón.
- ¿ Me
echas una mano, Don ?
- Sí. -
Se colocó junto a la hélice, sin soltar la taza con agua -. ¿Qué
quieres ?
- Hazlo
despacio. El impulso te la sacará de la mano.
Siempre
que alguien acciona la hélice del Fleet, tira con demasiada fuerza y
por complejas razones el motor no arranca. Pero aquel hombre la hizo
girar muy lentamente, como si la conociera de toda la vida. El
muelle de arranque chasqueó, las chispas saltaron en los cilindros y
el viejo motor se puso en marcha, con la mayor espontaneidad. Don
volvió a su avión , se sentó y entabló conversación con la niña.
El Fleet
levantó vuelo en medio de una fuerte descarga de potencia y de pajas
arremolinadas. Subió treinta metros (si el motor se detiene ahora,
nos asentaremos sobre el maíz), ciento cincuenta metros ( ya podemos
volver y posarnos sobre el heno... al oeste tenemos ya la dehesa),
trescientos metros y luego nos enderezamos en medio del viento,
siguiendo el rumbo que marcaba el dedo del hombre, hacia el
sudoeste.
Tres
minutos de vuelo y describimos un círculo sobre una granja con
establos del color de carbones incandescentes y una casa marfileña
en medio de un océano de menta. En el fondo, un huerto con maíz
tierno, lechuga y tomates. El ocupante de la carlinga delantera miró
hacia abajo mientras sobrevolábamos la finca, enmarcada entre las
alas y los cables del Fleet.
En la
galería apareció una mujer, con un delantal blanco sobre el vestido
azul, saludando con la mano. El hombre contestó el saludo. Más tarde
comentarían la nitidez con que se habían visto a través del cielo.
Finalmente me miró e hizo una inclinación de cabeza. Ya era
suficiente, gracias, y que podíamos regresar.
Describí
un vasto círculo alrededor del Ferris, para que la gente se enterara
de que había una función de vuelo, y después tracé una espiral sobre
el campo de heno para enseñar, exactamente , el escenario.. En el
momento en que planeaba para aterrizar, sesgándome sobre el maizal,
el Travel Air despegó y se dirigió inmediatamente hacia la granja
que nosotros acabábamos de dejar atrás.
Yo formé
parte, hace tiempo, de una cuadrilla de cinco acróbatas del aire, y
por un momento tuve la misma sensación de actividad febril... un
avión que remontaba el vuelo al tiempo que otro aterrizaba. Tocamos
tierra con un plácido impacto ronroneante y rodamos hasta el otro
extremo del campo, junto al camino.
El motor
se detuvo, el hombre se desabrochó su cinturón de seguridad y le
ayudé a bajar. Sacó la cartera del interior del mono y contó los
billetes de dólar, mientras movía la cabeza.
- Ha sido
un paseo estupendo, hijo.
- Eso
pensamos. Vendemos un buen producto.
- ¡ El
que vende es su amigo !
- ¿ Cómo
dice ?
- Lo que
he dicho. Su amigo sería capaz de venderle rizones al diablo, sí
señor. ¿ No piensa lo mismo ?
- ¿ Por
qué lo dice ?
- Por la
niña, claro. ¡ Mi nieta Sarah volando !
Mientras
decía esto miraba al Travel Air que, como una lejana mota de plata
en el aire, sobrevolaba la granja. Hablaba con la serenidad con que
lo habría hecho si hubiera notado que en la rama seca del huerto
acabaran de brotar flores y manzanas maduras.
- Desde
que nació, esa criatura huye despavorida de los lugares altos.
Grita, se espanta. Es tan difícil que Sarah trepe a un árbol como
que sacuda un avispero con la mano desnuda. Ni siquiera se atreve a
subir la escalera del desván, y no lo haría aunque el Diluvio
estuviera inundando el patio. Es un prodigio con las máquinas, no le
tiene miedo a los animales...¡ pero tiene fobia a las alturas ! Y
ahí está, volando.
Me habló
de eso y de otros tiempos singulares. Recordaba la época en que los
acróbatas del aire pasaban por Galesburg, hacia muchos años, y por
Monmouth, pilotando biplanos iguales a los nuestros pero realizando
con ellos toda clase de piruetas.
Observé
como el lejano Travel Air aumentaba de tamaño, picaba sobre el campo
en un ángulo mucho más empinado del que yo habría intentado con una
niña que tenía miedo a las alturas, sobrevolaba el maíz y la cerca y
se posaba en un aterrizaje en tres etapas realmente espectacular.
Donald Shimoda debía tener mucha experiencia como piloto para tomar
tierra así con un Travel Air.
El avión
fue a detenerse junto a nosotros, sin consumir más combustible, y la
hélice traqueteó apaciblemente hasta inmovilizarse. La observé con
atención. No había insectos aplastados contra la superficie. Ni una
sola mosca estrellada contra la gran pala de dos metros cuarenta.
Me
levanté de un salto para ayudarles, desabroché el cinturón de
seguridad de la niña, abrí la portezuela de la carlinga delantera
para que saliese y le mostré donde debía pisar para que su pie no
atravesara la tela del ala.
- ¿ Te ha
gustado ? - pregunté.
No me
prestó atención.