Vuelto nuevamente Jhasua
al Santuario del Tabor, reanudó sus silenciosas tareas de orden
espiritual intenso, algo interrumpidas por las actividades exteriores.
Nos referimos en particular a sus ensayos de telepatía y a su Diario,
pues que en la práctica misma del bien, no cesaba de extender sus
admirables facultades, y sus poderes internos en armonía con las fuerzas
y leyes naturales.
Sólo había faltado del
Santuario treinta días escasos, y encontró a su regreso varias epístolas
de diversas partes.
Desde Ribla le había
escrito Nebai con importantes noticias.
Los hijos del sacerdote
de Hornero se habían casado con doncellas sirias.
Los dos hermanos de
Nebai que también estaban en vísperas de celebrar matrimonio, ponían un
movimiento desusado en el gran castillo, antes tan silencioso y sereno.
Y Nebai con mucha gracia
decía en su epístola:
"Me ha llegado el
momento de poner en práctica aquellas enseñanzas tuyas Jhasua, llenas
de sabiduría: Extraer del fondo de todas las cosas lo más hermoso que
hay en ellas. Y en mi caso, lo más hermoso son las almas de las que
van a ser mis cuñadas y que vendrán pronto a vivir al castillo, hasta
ahora casi vacío, y donde se han arreglado dos nidillos independientes
para estos pájaros bulliciosos.
"Los Terapeutas del
Santuario del Hermón nos visitan con frecuencia y con ellos hablo de ti
Jhasua, y ellos me alientan en esta vida mía tan diferentes de las demás
mujeres de mi edad y condiciones.
"Ellos me dicen: Tú las
harás a ellas a tu medida, y no que ellas te hagan a la suya.
"Y será así Jhasua,
porque mis hermanos, sus novias y yo, hemos ingresado al grado primero
de la Fraternidad Esenia y en su próximo viaje, los Terapeutas nos
traerán el libro de la Ley con los Salmos, y el manto blanco
correspondiente al grado que comenzamos.
"Espero que también las
nueras del anciano Menandro, inicien este camino.
"Quiero saber si es
realidad o ilusión lo que me ocurrió hace cuatro días.
"Pensaba yo en la fuente de las palomas de la
casita de piedra, al caer de la tarde, según lo convenido. Me imaginé
que tú no estabas allí, porque mi pensamiento parecía perderse en el
vacío sin que nadie lo acogiera. Pero pasado un buen rato sentí la
vibración tuya Jhasua que desde otro lugar me decía: Nebai, no me
busques en la fuente porque no estoy en el Tabor sino en las montañas de
Samaría. Pronto volveré.
"¿Es cierto esto Jhasua?
¿Cómo es que no me lo anunciaste en tu última epístola?".
Y continuaba así la
epístola de Nebai descubriendo nítidamente las luces y sombras de
aquella hermosa alma, que buscaba cumbres diáfanas con claridades de
estrellas y ansias de inmensidad.
Al regresar de Samaría
Jhasua y el maestro Melkisedec se detuvieron en Nazareth durante
algunos días, para ayudar con fuerzas espirituales y magnéticas a
Joseph y Jhosuelín. Ambos parecían revivir con la sola presencia de
Jhasua.
La llegada del tío Jaime
con su hijo, puso una nota más de íntima ternura en aquella familia,
sobre la cual desbordaba la piedad y magnificencia divinas.
La fisonomía del anciano
Joseph iba adquiriendo esa apacible serenidad que parece tener reflejos
de la vida superior, a que pronto será llamado el espíritu triunfante en
las luchas de la vida.
Joseph el justo,
como le llamaban
muchos porque veían en su vida un crisol de nobleza y equidad, estaba
viviendo sus últimos años y como si una luz superior le iluminase, iba
disponiéndolo todo, para que la familia que le rodeó en el ocaso de su
vida, no se viera perturbada por aquella otra familia de su juventud.
—Todos son honrados y
buenos —decía él muy juiciosamente—' pero entre los buenos, el orden los
ayuda a ser mejores y a comprender más claramente los derechos de los
demás.
Jhasua dijo a sus
padres:
—Voy al Santuario sólo
por una luna y en seguida estoy nuevamente con vosotros por todo este
invierno.
"Entre todos vosotros y
yo tenemos que arreglar muchas asuntos.
Excusado es decir que la
noticia causó a todos indecible alegría.
Su estaría en el
Santuario la emplearía en descanso de su espíritu y para tomar nuevas
energías.
Había gastado muchas en
las obras espirituales y materiales realizadas en favor de sus
semejantes.
El dominar las
corrientes adversas que dificultan la vida del hombre en los mundos de
expiación, requiere esfuerzos mentales demasiado intensos, y esto lo
saben y experimentan todas las almas que en una forma o en otra
consagran su vida a cooperar en la evolución espiritual y moral de la
humanidad.
Las epístolas de Nebai y
de Hallevi (el que años más tarde tomó el nombre de Bernabé) eran su
noticiario del norte, como las de José de Arimathea eran su noticiario
del sur.
Junto con las de este
último, los Terapeutas le traían los mensajes escritos o verbales de sus
amigos del Monte Quarantana, los porteros del Santuario Bartolomé y
Jacobo ya padres de familia, y en cuyas almas seguía vibrando como un
arpa eterna el amor de Jhasua.
Un mensaje del menor
Bartolomé, causó al joven Maestro una tiernísima emoción. Le anunciaba
que el mayor de sus hijitos había cumplido cinco años, y pedía permiso
a Jhasua para empezar a montarlo en aquel asnillo ceniza que le había
regalado en su estadía en el Santuario siete años atrás.
Sus amigos de Bethlehem,
aquellos que le vieron la noche misma de su nacimiento, Elcana y Sara,
Josías, Alfeo y Eleazar, escribían juntos una conmovedora epístola que
era una súplica brotada del fondo de sus corazones:
"Van a llegar las nieves
—le decían-— y con ellas el día glorioso que hará veinte años brilló
sobre Bethlehem como una aurora resplandeciente. Venid con Myriam y
Joseph a pasarlo entre nosotros y haréis florecer una nueva juventud
sobre estas vidas cansadas que ya se inclinan hacia la tierra".
La suave ternura que
saturaba la epístola vibró intensa en el alma del joven Maestro, que
entornando los ojos dejó volar su pensamiento como una mariposa de luz,
hacia aquellos que así llamaban por él.
Volvió a ver mentalmente
a Sara en su incansable ir y venir de las amas de casa consagradas con
amor a velar por el bienestar de toda la familia; a Elcana su
esposo al frente de su taller de tejidos, siendo una discreta
providencia sobre las familias de sus jornaleros; a Alfeo, Josías
y Eleazar, con sus grandes majadas de ovejas y cabras, proveyendo a
toda aquella comarca de los elementos indispensables para la vida como
es el alimento y, el abrigo.
En muchas de aquellas
casas betlehemitas se anudaba un vínculo de amor con el joven Mesías, al
cual no veían desde sus 12 años cuando estuvo en el Templo de Jerusalén.
Y hasta en el oculto
Refugio esenio de los estanques de Salomón, habitado por la mártir
Mariana, llorando eternamente a sus hijitos asesinados por mandato de
Herodes, el nombre de Jhasua era como una luz encendida en las
tinieblas, como un rosal en un páramo desierto, como el raudal fresco de
una fuente en los arenales calcinados por el sol
Todo esto vibró en el
alma de Jhasua como el sonido de una campana lejana, y no pudiendo
resistir a aquel llamado imperioso del amor, contestó con el primer
Terapeuta que salió rumbo al sur, que pasaría en Bethlehem el día que
cumplía sus 20 años de vida terrestre.
Había prometido a sus
padres pasar ese invierno con ellos, y con ellos iría a Jerusalén donde
la Escuela de sus amigos le reclamaba ardientemente, después de la dura
borrasca que hubo de soportar. Allí estaba también Lía, la parienta
viuda que al casarse sus tres hijas, llenó su soledad con las obras de
misericordia que derramó a manos llenas sobre los desamparados y los
enfermos.
"—Son las flores de mi
huerto" —decía ella cuando en determinados días de la semana, su jardín
se llenaba de madres con niños, y con ancianos cargados no sólo de años,
sino más aún de pesadumbre y de miseria.
Lía, la viuda esenia,
silenciosa y discreta, asociaba a sus obras a sus tres hijas casadas,
Susana, Ana y Verónica que ya conoce el lector en los comienzos de esta
obra. Ellas concurrían los días señalados para leer los libros de los
Profetas a los protegidos de su madre, instruyéndolos por este medio en
sus deberes para con Dios, con el prójimo y consigo mismos.
La obra silenciosa y
oculta de los Esenios que quedó olvidada por los cronistas de aquel
siglo de oro, fue en verdad la red prodigiosa en que quedaron prendidas
para toda la eternidad, las almas que en numerosa legión se unieron al
Hombre-Luz, ungido del Amor y de la Fe, que marcó el sendero imborrable
de la fraternidad entre los hombres.
Toda esta inmensa labor
silenciosa como una vid fantástica que extendía sus ramas cargadas de
frutos por todas partes, esperaba a Jhasua en aquella Judea árida y
mustia para los que bajaban de las fértiles montañas samaritanas y
galileas, pero donde el amor silencioso de las familias esenias ponía la
nota tierna y cálida de una piadosa fraternidad más hondamente sentida.
Vemos, pues, que desde
las fértiles montañas del Líbano en la Siria, hasta los ardientes
arenales de la Idumea en el sur, florecía en las almas la esperanza como
un rosal mágico de ensueño.
El Ungido de Jehová
andaba con sus. pies por aquellas tierras, y los dolores humanos
desaparecían a su contacto.
Los Terapeutas
peregrinos que salían de sus Santuarios cargados de amor en el alma,
iban llevando de aldea en aldea el hilo de oro que ataba los corazones
unos con otros en torno al Hombre Ungido de Dios, cuya vida de niño y de
joven les relataban en secreto y minuciosamente.
Bastó que Jhasua
instalase un pequeño recinto de oración en la casa de sus padres en
Nazareth, para que se hiciera lo mismo en todas las familias esenias que
pudieron disponer un rinconcillo discreto con una mesa suntuosa o
desnuda, donde los Salmos y los Profetas estaban presentes con su
pensamiento escrito, y vivido cual si fuera el aliento mismo de la
Divinidad.
Sobre aquella mesa, y
grabada en una lámina de madera, de cobre o de mármol, aparecía
invariablemente el mandato primero dé la Ley de Moisés: "Adorarás al
Señor Dios tuyo con toda tu alma y amarás a tu prójimo como a tí mismo".
Para los más pobres y
que no disponían sino de una cocina con estrados para el descanso, la
piedad esenia tenía el recurso de la oración en casa del vecino, que
tenía abierto su recinto sagrado para aquellos hermanos de ideal que no
podían tenerlo. Tal fue la obra esenia de elevación de las almas a un
nivel superior que las pusiera a tono con el Pensamiento Eterno que el
Cristo traía a la Tierra.
Esta armónica corriente
de amor y de fe, esparcida como un fuego purificador por toda la
Palestina y países circunvecinos, fue la ola mágica en que Jhasua
desenvolvió su vida oculta, que quedó como sepultada en el olvido a
mitad del siglo pasado, a medida que iban desapareciendo del plano
físico los testigos oculares, sus familiares y sus discípulos.!
El recinto de oración en
cada casa esenia, ha dado origen a la afirmación de algunos viajeros
que han escrito sobre el particular, de que toda Palestina estaba llena
de Sinagogas y que en las grandes ciudades se contaban hasta
cuatrocientas o más.
El pensamiento sutil del
lector que analiza y razona, parece estarnos preguntando: ¿Cómo, de
esta ola de paz y amor fraterno, de esta intensidad de vida espiritual
pudo surgir trece años después el horrendo suplicio con que se puso fin
a la vida física del Cristo?
El pontificado y clero
de Jerusalén vio llegado su fin ante el verbo de fuego del gran Maestro
que volvía por los derechos del hombre, y vació el oro acumulado en el
comercio del templo, en las bolsas vacías del populacho ignorante y
hambriento mientras le decía: "Causante de nuestros males, es el
vagabundo que predica el desprecio por los bienes de la tierra, porque
con él ha llegado el reino de Dios que él anuncia".
Calmada así brevemente
la inquietud del lector, continúo la narración:
Diez y seis días antes
del aniversario vigésimo de Jhasua, salió de Nazareth con sus padres en
la caravana que venía de Tolemaida hacia el sur.
El camino se bifurcaba
al llegar a la Llanura de Esdrelón, y el uno recorría el centro de la
provincia de Samaria pasando por Sebaste y Sichen, mientras el otro
tocaba Sevthópolis y seguía por la ribera del Jordán hasta Jericó,
Jerusalén y Bethlehem.
A los viajeros que
seguían el camino del Jordán, se unieron Joseph, Myriam y Jhasua, pues
que en aquel camino se encontraban muchos amigos y familiares. En
Sevthópolis que ya conoce el lector, se hallaba el Santuario esenio
recientemente restaurado, donde los porteros de la amistad del tío
Jaime, les brindarían un cómodo y tranquilo hospedaje.
En Archelais, segundo
punto de parada de la caravana, vivía la familia de Devora, la primera
esposa de Joseph, a la cual se había unido Matías, el segundo hijo de
aquel primer matrimonio.
El justo Joseph había
sido siempre el paño de lágrimas de sus suegros mientras vivieron, y
aún lo era para dos hermanas viudas de su primera esposa, que vivían
pobremente en aquella localidad. La familia había sido avisada y les
esperarían seguramente.
Y finalmente en Jericó,
tercer punto de parada, vivían familiares de Myriam, dos hermanos de
Joaquín su padre, con sus hijos y sus nietos.
Todo esto fue tenido en
cuenta por nuestros viajeros con el fin de estrechar vínculos con seres
que aunque muy queridos se mantenían algo alejados por las escasas
visitas que sólo se hacían de tiempo en tiempo.
Para Jhasua existían a
más, otros poderosos motivos: las grutas refugios que en las montañas de
las riberas del Jordán habían vuelto a ser habitadas, según noticias que
le mandó Judas de Saba, cuyo ardoroso entusiasmo por las obras de
misericordia le había convertido en providencia viviente para los
desamparados de aquella comarca.
Nuestros tres personajes
eran, entre la caravana, los viajeros ricos, pues llevaban tres
asnos con cargamento, cuando todos los demás sólo tenían aquel en que
iban montados.
Sólo el jefe de la
caravana sabía que el cargamento de los tres asnos contratados por
Joseph no llevaban oro ni plata, sino pan, frutas secas y ropas para los
refugiados en las grutas del Jordán.
El amor de Jhasua para
sus hermanos menesterosos había prendido un fuego santo en las almas de
sus padres y familiares, hasta el punto de que no podían sustraerse a
esa suave influencia de piedad y conmiseración.
En los tres puntos de
parada de la caravana, dejó Jhasua el rastro luminoso de su paso.
En Sevthópolis,
alrededor de las tiendas movibles que se instalaban cada día, se
observaban a veces algunos infelices contrahechos, niños retardados, o
con parte del cuerpo atacado de parálisis.
Descender de su borrico
e ir derecho hacia ellos, fue cosa tan rápida, que ni aún tuvieron
tiempo sus padres para preguntarle: ¿A dónde vas?
El dolorido grupo miró
con asombro a este hermoso doncel de cabellos castaños y ojos claros,
que les miraba con tanto amor.
—Vosotros estáis
enfermos —les dijo—, porque no os acordáis que vuestro Padre, que está
en los cielos, tiene el poder de curaros y quiere hacerlo. ¿Por qué no
se lo pedís?
—El está muy lejos, y no
oirá nuestros clamores —contestó un jovenzuelo que tenía todo un lado de
su cuerpo rígido y seco como un haz de raíces.
—Os engañáis, amigo mío.
El está en torno a vosotros, y no lo sentís porque no lo amáis lo
bastante para verlo y sentirlo.
Una poderosa vibración de amor comenzó a
flotar como una brisa primaveral, y Jhasua, mirando al asombrado grupo,
comenzó a decir con una voz dulce y profunda:
"Amarás al Señor Dios
tuyo con todas tus fuerzas, con toda tu alma, y a tu prójimo como a tí
mismo".
"Así manda la Ley del
Dios-Amor que vosotros olvidáis".
Repartió unas monedas, y
les dijo:
—Volved a vuestras
casas, y no olvidéis que Dios os ama y vela por vosotros.
Mientras aquellas pobres
mentes estuvieron absortas en la mirada y la palabra de Jhasua, sus
cuerpos recibieron como una ola formidable, la energía y fuerza vital
que él les transmitía, y recién cuando le perdieron de vista en el
tráfago de gentes, bestias y tiendas, se apercibieron que sus males
habían desaparecido.
Los unos corrían por un
lado y los demás por otro como enloquecidos de alegría, y buscando al
doncel de la túnica blanca que no aparecía en parte alguna.
Por fin llegaron a la
conclusión de que debía ser el arcángel Rafael que curó a Tobías,
por cuanto había desaparecido tan misteriosamente.
—Será un mago venido del
norte —decían los extranjeros en el país, que nada sabían del arcángel
Rafael ni de Tobías.
—Pero si estáis curados,
a trabajar —decían otros ofreciéndoles trabajo en sus comercios, cuyas
agitadas actividades necesitaban siempre más y más operarios.
Era inútil que buscaran
a Jhasua, que instaló rápidamente a sus padres bajo la
tienda-hospedería, y corrió al Santuario en busca del portero, con cuya
familia pasaría la noche hasta la hora primera en que la caravana
continuaba el viaje.
Con gran sorpresa de los
solitarios, se les presentó de pronto en el archivo donde todos ellos se
encontraban ordenando de nuevo su abundante documentación.
— ¿No os dije antes que
sería vuestro cirio de la piedad? Pues aquí estoy, pero sólo por
unas horas.
"¿Dónde están los ex
cautivos? —preguntó aludiendo a los tres terapeutas libertados de la
cadena.
—En la cocina preparando
las maletas para ir a las grutas —le contestaron.
—Pues nada más oportuno
—dijo Jhasua—. Traemos un pequeño cargamento para los refugiados.
Indecible fue la alegría
de los tres terapeutas al abrazar de nuevo a Jhasua.
Cuando se acercaba la
hora de partir, ellos acompañaron a los tres viajeros para hacerse cargo
de las provisiones que la familia de Joseph donaba a los refugiados, en
las grutas del Jordán.
Después de pedirles
referencias y detalles minuciosos sobre el estado y condiciones de los
enfermos, Jhasua se despidió de ellos para continuar viaje junto a sus
padres.
Desde que salieron de
Sevthópolis, el camino se deslizaba en plena montaña, costeando
serranías que por estar adelantado el invierno aparecían un tanto
amarillentas y desprovistas, desde luego, de su exuberante verdor.
Todo el trayecto desde
Sevthópolis hasta Archelais ofreció a Jhasua la oportunidad de derramar
como un raudal caudaloso el interno poder que su espíritu-luz había
conquistado en sus largos siglos de amor.
Y continuaba amando, como si no pudiera
más detenerse en la gloriosa ascensión a la cumbre, a la cual parecía
subir en vertiginosa carrera.
"Amar por amar es agua
que no conocen los
hombres.
Amar por amar, es agua
que sólo beben los dioses".
Había cantado así
Bohindra, el genio inmortal de la armonía y del amor, y su verso de
cristal lo vemos vivir en Jhasua con una vida exuberante, que asombra en
verdad a quien !o estudia en su profundo sentir.
Montado en su jumento,
no descuidaba mirar a cada instante en su carpeta que llevaba en su mano
izquierda.
Mira Jhasua que este
camino tan escarpado ofrece tropiezos a cada instante —decíale su
padre—, y temo que por mirar tu carpeta no ayudas al jumento a salvar
los escollos.
—El está bien
amaestrado, padre; no temáis por mí —contestaba él.
¿Se puede saber, hijo
mío, qué te absorbe tanto la atención en esa carpeta? — le preguntaba a
su vez Myriam cuya intuición de mujer estaba adivinando lo que pasaba.
Cosillas mías, madre,
que sólo para mí tienen interés —contestaba sonriente Jhasua, como el
niño que oculta alguna travesura muy dulce a su corazón.
"Aquí están las dos
encinas centenarias —murmuró a media voz—. Es la señal de la gruta de
los leprosos.
Aún estaban a cincuenta
brazas de las encinas, y ya vieron salir un bulto cubierto con un sacón
de piel de cabra que sólo tenía una abertura en la parte superior para
los ojos.
Sólo así les era
permitido a los atacados del horrible mal el acercarse a las gentes que
pasaban, en demanda de un socorro para su irremediable situación.
Jhasua habló pocas
palabras con el jefe de la caravana, que siempre llevaba preparado un
saco con los donativos de algunos de los viajeros para los infelices
enfermos.
—Yo lo llevaré por vos
—dijo Jhasua recibiendo él saco y encaminándose hacia el bulto cubierto
que avanzaba. Los viajeros pasaron de largo, deseando poner mayor
distancia entre el leproso y ellos.
Myriam y Joseph
detuvieron un tanto sus cabalgaduras para dar tiempo a Jhasua.
—Ya imaginaba esto mi
corazón —decía Myriam a su esposo.
"En la carpetita debe
traer Jhasua escritas las señas donde están las grutas, y eso era lo que
absorbía su atención.
— ¡Oh! Este hijo santo
que Jehová nos ha dado, Myriam, nos da cada lección silenciosa, que si
sabemos aprenderla seremos santos también.
Y el anciano, con sus
ojos humedecidos de llanto, continuaba mirando a Jhasua, que llegaba
sin temor alguno al leproso.
Le vieron que le quitó
el sacón de piel y le tomó las manos.
Fue un momento de
mirarle a los ojos con esa irresistible vibración de amor que penetraba
hasta la médula como un fuego vivificante, que no dejaba fibra sin
remover.
Myriam y Joseph no
podían oír sus palabras, pero nosotros podemos oírlas, lector amigo,
después de veinte siglos de haber sido pronunciadas.
En los Archivos Eternos de la Luz, maga de los
cielos, quedaron escritas como queda grabado todo cuanto fue pensado,
hablado y sentido en los planos físicos:
—Eres joven, tienes una
madre que llora por ti; hay una doncella que te ama y te espera unos
hijos que podrán venir a tu lado. Lo sé todo, no me digas nada. Judas de
Saba me ha informado de todo cuanto te concierne.
—Sálvame, Señor, que ya
no resisto más el dolor en el cuerpo y el dolor en el alma —exclamó el
infeliz leproso, que sólo tenía veintiséis años.
—El poder divino que
Dios me ha dado, y que tú fe ha descubierto en mí, te salvan. Anda y
báñate siete veces en el Jordán y vuelve al lado de tu madre. Sé un buen
hijo, un buen esposo y un buen padre, y esa será tu acción de gracia al
Eterno Amor que te ha salvado. Di a tus compañeros que hagan lo mismo, y
si creen como tú en el Poder Divino, serán también purificados.
El enfermo iba a
arrojarse a los pies de aquel hermoso joven, cuyas palabras le
hipnotizaban causándole una profunda conmoción. Pero sintió que todo su
cuerpo temblaba y se sentó sobre el heno seco que bordeaba el camino.
— ¡Anda!, no temas nada
—le dijo Jhasua montando de nuevo y volviendo al lado de sus padres que
le esperaban.
Los otros viajeros se
perdían ya en una de las innumerables vueltas del tortuoso camino
costeando peñascos enormes, y que pensaban sin duda en que el infeliz
leproso sería un familiar de Jhasua por cuanto le prestaba tal atención.
No ha comprendido aún la
humanidad lo que es el amor, que no necesita los vínculos de la sangre
ni las recompensas de la gratitud, para darse en cuanto tiene de grande
y excelso como una vibración permanente del Atman Supremo, que es amor
inmortal por encima de todas las cosas.
Nuestros tres viajeros
quedaron por este retraso a cierta distancia de la caravana, lo cual les
permitía hablar con entera libertad.
— ¡Qué obra grande has
hecho hijo mío! —le dijo Joseph mirando a Jhasua con esa admiración que
producen los hechos extraordinarios.
—Era lástima tan joven y
ya inutilizado para la vida —añadió Myriam, esperando una explicación de
Jhasua que continuaba en silencio—. ¿Se curará hijo mío?
—Sí, madre, porque cree
en el Divino Poder y eso es como abrir todas las puertas y ventanas de
una casa para que entre en torrente avasallador el aire puro que lo
renueva y transforma todo.
— ¿Habrá otros leprosos
allí? —volvió a preguntar ella.
—Han quedado veinte de
los treinta y dos que había desde hace mucho tiempo.
"Los otros murieron
cuando los Terapeutas del Santuario dejaron de socorrerles. Eran ya de
edad y su mal estaba muy avanzado. La miseria los consumió más pronto.
— ¿Y no podría evitarse
Jhasua este mal espantoso que va desarrollándose tanto en nuestro país?
—Cuando los hombres sean
menos egoístas desaparecerá la lepra y la mayoría de los males que
afectan a la humanidad. La extremada pobreza hace a los infelices de la
vida, ingerir en su cuerpo las materias descompuestas como alimento. Los
tóxicos de esas materias ya en estado de putrefacción, entran en la
sangre y la cargan de gérmenes que producen todas las enfermedades. Los
gérmenes corrosivos van pasando de padres a hijos, y la cadena de dolor
se va haciendo más y más larga.
"Cuando los felices de
la vida amen a los infelices tanto como a sí mismos se aman, se acabarán
casi todas las enfermedades, y sólo morirán los hombres por agotamiento
de la vejez o por accidentes inesperados.
"He podido curar
leprosos, paralíticos y ciegos de nacimiento; pero no he podido aún
curar a ningún egoísta. ¡Qué duro mal es el egoísmo! Una honda decepción
pareció dibujarse en el expresivo semblante de Jhasua, cuya palidez
asustó a su madre.
Hijo mío —le dijo—,
estás tan pálido que me pareces enfermo.
Jhasua queda así cuando
salva a otros de sus males. Se diría que por unos momentos absorbe en su
cuerpo físico el mal de los curados —añadió su padre.
Jhasua les miraba a
entrambos y sonreía en silencio.
Veo que os vais tornando
muy observadores —dijo por fin.
Cuando has curado a
Jhosuelín y a mí, te he visto también palidecer —dijo Joseph—. Pero me
figuro que si el Señor te da la fuerza de salud para los otros, te
repondrá la que gastas en ellos.
—Es así padre como lo
piensas. Ya me pasa este estado de laxitud, porque los enfermos ya
entraron en renovación.
— ¿Pero, se curarán
todos? —preguntó alarmada Myriam temerosa de que tantos cuerpos
enfermos agotasen la vida de su hijo. Jhasua comprendió el motivo de esa
alarma.
— ¡Madre! —le dijo con
infinita ternura—. No me des el dolor de adivinar en tu alma ni una
chispa de egoísmo. La vida de tu hijo vale tanto como esas veinte vidas
salvadas.
"También ellos tienen
madres que les aman como tú a mí. Ponte tú en lugar de una de ellas y
entonces pensarás de otra forma.
— ¡Tienes razón hijo
mío! Perdóname el egoísmo de mi amor de madre. Eres la luz mía, y sin
ti, me parece que me quedaría a obscuras.
—Tendrás que aprender a
sentirme a tu lado, aunque yo desaparezca del plano físico...
—¡Dios Padre, no lo
querrá, no!. . ¡Moriré yo antes que tú!... —dijo ella como en un sollozo
de angustia.
— ¿Ves madre el dolor de
esas madres que ven morir vivos a sus hijos en las cavernas de los
leprosos?
—Sí hijo mío!, lo veo y
lo siento. Desde hoy te prometo averiguar donde hay un leproso para que
tú le cures. Yo soy la primera curada por ti del egoísmo.
"¡Ya estoy curada Jhasua!...
¡Ante Dios Padre que nos oye, entrego mi hijo al dolor de la humanidad!
Y la dulce madre
rompió a llorar a grandes sollozos.
— ¿Qué hiciste Jhasua,
hijo mío, qué hiciste? —decía Joseph, tomando una mano de Myriam y
besándola tiernamente.
— ¡Nada padre! Es que al
sacarse ella misma la espina que tenía clavada en el alma, le ha causado
todo este dolor. Pero ya estás curada madre, para siempre, ¿verdad?
Esto lo decía Jhasua ya
desmontado de su asno y rodeando con su brazo la cintura de su madre.
—Sí hijo mío, sí, ya
estoy curada.
Y la admirable mujer
del amor y del silencio, secaba sus lágrimas y sonreía aquel hijo-luz
que tenía al alcance de sus brazos.
El camino se acercaba
más y más al río Jordán, cuyas mansas aguas se veían correr como en el
fondo de un precipicio encajonado entre dos cadenas de montañas.
Los viajeros tenían al
occidente la mole gigantesca del monte Ebat de 8.077 pies de altura,
cuyas cimas cubiertas de nieve iluminadas por el sol de la tarde, les
daba el aspecto de cerros de oro recortados sobre el azul turquí de
aquel cielo diáfano y sereno.
— ¡Qué bella es Samaría!...
—exclamaba Jhasua absorto en la contemplación de tan espléndida
naturaleza—. Me recuerda los panoramas del Líbano, con la cordillera del
Hermón, más alto que estos montes Ebat.
—Los recordamos, hijo
mío —contestaba Joseph— pues los hemos contemplado a través de nuestras
lágrimas de desterrados cuando contigo, pequeñito de diez y siete meses
pasamos allí cinco años largos.
—Mi vida os trajo muchas
pesadumbres —dijo Jhasua— y acaso os traerá muchas más.
— ¡No hagas malos
augurios, hijo mío! —le dijo su madre— ni hables de las pesadumbre que
trajo tu vida. ¿Qué padres no las tienen por sus hijos?
—Y más en estos tiempos
—añadió Joseph— en que la dominación romana tiene tan exasperados a
nuestros compatriotas, que cometen serias imprudencias a cada paso. Uno
de los hermanos de Débora está preso en Archelais y no sé si podré
verle.
— ¡Cómo! ¿Y no habías
dicho nada?... Joseph, eso no está bien.
— ¡Mujer!... no quise
decírtelo por evitarte una amargura. Entonces no pensaba en hacer este
viaje y creí que todo pasaría sin que tú lo supieras.
— ¿Y la esposa y los
hijos? —volvió a preguntar Myriam.
—El hijo mayor que ya
tiene veinte años como nuestro Jhasua, está al frente del molino ayudado
por mi hijo Matías a quien le pedí que se ocupase del asunto.
—Y ¿qué crimen le
imputan para llevarlo a la cárcel? —preguntó Jhasua.
—Este cuñado mío —decía
Joseph— estuvo siempre en desacuerdo con los herodianos y sus malas
costumbres, y no se cuidó nunca de hablar en todas partes
exteriorizando sus rebeldías. Cuando Herodes hizo modificar la antigua
ciudad de Yanath y le dio el nombre de su hijo mayor Archelais,
mi cuñado levantó con el pueblo una protesta porque aquel viejo nombre
venía desde el primer patriarca de ¡a tribu de Manases que se estableció
en esa región, y fue quien construyó el primer santuario que el pueblo
hebreo tuvo al entrar en esta tierra de promisión.
"Con esta protesta ya
quedó sindicado como un revoltoso, y cualquier sublevación que hay en
el pueblo, la cargan sobre él. El infeliz tuvo la equivocada idea de que
una protesta justa y razonable como era, pudiera torcer el capricho de
la soberbia de un rey que tenía la pretensión de que los nombres de sus
hijos se inmortalizaran hasta en los peñascos de este país usurpado a
los reyes de Judá.
Hace dos lunas, cuando
los herodianos celebraban el aniversario de la coronación de Herodes el
Grande como rey de la Palestina, apareció apedreada y rota la estatua
suya que estaba en la plaza del mercado, y arrancada la placa de bronce
en que está escrito el nuevo nombre de la ciudad.
"Los herodianos
señalaron en seguida a mi cuñado como incitador a este desorden. Eso es
todo.
— ¿No habéis hecho nada
por salvarle? —preguntó Jhasua interesándose en el asunto.
—Se ha hecho mucho, y
ahora sabremos si hay esperanzas de libertarlo —contestó Joseph.
En Jhasua se había
despertado ya el ansia suprema de justicia y de liberación para el
infeliz cautivo que se hallaba en un calabozo cuando tenia nueve hijos
que alimentar.
Sus padres lo
comprendieron así y Joseph dijo a Myriam en voz baja:
—Aquí va a pasar algo;
ya preveo un prodigio de esos que sólo nuestro Jhasua puede hacer.
— ¡Calla, que no nos
oiga! —Decía Myriam—. Le disgusta mucho que hagamos comentarios sobre
las maravillas que obra.
Cuando llegaron a
Archelais, lo primero que vieron fue la gran plaza mercado y la estatua
del Rey Herodes sin cabeza y sin brazos provocando las risas y burlas de
sus adversarios.
Jhasua sumido en hondo
silencio parecía absorto en la profundidad de sus pensamientos.
—Padre —dijo de pronto—
los que están felices y libres, no necesitan de nosotros. Dejemos a mi
madre en la casa familiar y vamos tú y yo a ver al tío Gabes en su
prisión. —Bien hijo, bien.
La pobre esposa
desconsolada, se abrazó de Myriam y lloró amargamente.
—Sé que tu hijo Jhasua
es un Profeta que hace maravillas en nombre de Jehová —le dijo entre
sollozos.
"Dile tú que salve a mi
esposo del presidio, y mis hijos y yo le seremos fieles siervos hasta el
fin de su vida.
Jhasua alcanzó a oír
estas palabras, y acercándose al tierno grupo, le dijo:
—No llores buena mujer,
que nuestro Padre Celestial ya ha tenido piedad de ti. Hoy mismo comerá
el tío Gabes en tu mesa. Pero, ¡silencio!, ¿eh? que las obras de Dios
gustan albergarse en el corazón y no andar vagando por las calles y las
plazas.
Luego de un breve saludo
a los familiares, Jhasua y su padre, guiados por Matías fueron a la
alcaidía del presidio.
Según habían convenido
mientras iban, Joseph se ofrecería como fianza por la libertad
provisional del preso, con la promesa de pagar la reconstrucción de la
estatua.
El alcaide era un pobre
hombre sin mayor capacidad, pero con una gran dosis de dureza y egoísmo
en su corazón.
Desde que lo vieron,
Jhasua lo tomó como blanco de los rayos magnéticos fulminantes que
emanaba su espíritu en el colmo de la indignación.
—Señor —le dijo, luego
que habló el padre—. Pensad que ese hombre tiene nueve hijos para
mantener y que no hay pruebas dé haber sido él quien rompió la estatua
del Rey.
—No encontrando al
culpable, debe pagar él, que en otras ocasiones amotinó al pueblo por
bagatelas que en nada le perjudicaban —contestó secamente el alcaide.
La presión mental de
Jhasua iba en aumento y el alcaide vacilaba.
—Bien —dijo— que venga
el escriba y firmaréis los tres el compromiso de pagar la restauración
de la estatua. Aunque no sé cómo os arreglaréis porque el escultor que
la hizo, ha muerto, y no se encuentra en todo el país quien quiera
restaurarla.
—Eso corre de nuestra
cuenta —dijo Jhasua—. Hay quien la reconstruye si ponéis en libertad
ahora mismo al prisionero.
El escriba levantó acta
que firmaron Joseph, Matías y Jhasua.
El preso les fue entregado, y Jhasua les
dijo después de la emocionada escena del primer encuentro que ya
imaginará el lector:
—Bendigamos a Dios por
este triunfo, y volved los tres a donde está la familia para salvarles
de la inquietud.
—Esto será por poco
tiempo; de todas maneras os agradezco en el alma cuanto habéis hecho por
mí —le contestó Gabes.
— ¿Por poco tiempo
decís? —Preguntó Jhasua—. ¿Creéis entonces que os detendrán de nuevo?
—Seguramente, en cuanto
no aparezca reconstruida la estatua. Esos herodianos andan como perros
rabiosos. No apareciendo el verdadero culpable, volverán por mí.
— ¡No tío Gabes!... ¡no
volverán! Te lo digo en nombre de Dios —afirmó Jhasua con tal entonación
de voz, que los tres hombres se miraron estupefactos.
— ¡Que Dios te oiga
sobrino, que Dios te oiga!
— ¡Gracias! Yo vuelvo a
la plaza del mercado donde tengo una diligencia urgente que hacer. Y sin
esperar respuesta, Jhasua dio media vuelta y aligeró el paso en la
dirección que había indicado.
— ¿Tiene amigos aquí tu
hijo? —preguntó Gabes a Joseph.
—Que yo sepa no, pero él
ha crecido y vivido hasta ahora entre los Esenios, y es impenetrable
cuando se obstina en el silencio. Es evidente que algo hará en favor
tuyo. Sus palabras parecen indicarlo. Dejémosle hacer. ¡Este hijo es tan
extraordinario en todo!
La alegría de Ana,
esposa de Gabes y de todos sus hijos y familiares, formó un cuadro de
conmovedora ternura al verle ya libre.
"—Hoy mismo comerá el
tío Gabes en tu mesa" —me dijo al llegar esta mañana tu hijo Myriam.
"¡Oh!, ¡es un profeta al
cual el Señor ha llenado de todos sus dones y poderes supremos!...
—exclamaba entre sus lloros y risas la pobre mujer, madre de cuatro
niñitos pequeños, porque los cinco mayores eran de las primeras nupcias
de Gabes.
— ¿Dónde dejasteis a
Jhasua? —preguntaba Myriam a los tres recién llegados— porque vamos a
sentarnos a la mesa, y es triste comer sin él en este día de tanta
alegría.
—Ya le hice esa
observación y dijo que venía en seguida-.
Mientras tanto Jhasua
llegó a la plaza y se ubicó discretamente a la sombra de una hiedra que
formaba una rústica glorieta, a veinte pasos de la estatua rota.
Aunque era invierno, un
sol ardiente caía de plano sobre los bloques de piedra que pavimentaban
la inmensa plaza. Los vendedores encerrados en sus carpas aprovechaban
para comer tranquilos el tiempo de cese de las ventas que marcaba la
ordenanza.
Jhasua se sentó en el
único banco que había en la glorieta y sintió que todo su cuerpo vibraba
sobrecargado de energía, en forma tal, como no se había sentido jamás.
Y oyó en su mundo
interior uno voz muy; profunda que le decía "no temas nada". "Las
fuerzas vivas de la naturaleza te responden. El sol está sobre ti como
un fanal de energía poderosa. La libertad de un hombre que alimenta
nueve hijos, está en juego.
"Entrégate como
instrumento a las fuerzas vivas, y duerme. La Energía Eterna hará lo
demás". Y se durmió profundamente.
Muy pronto se despertó
porque al salir los vendedores de sus tiendas daban gritos ofreciendo
sus mercancías. Miró hacia la estatua rota, y la vio en perfecto estado
como si nada hubiera ocurrido.
Pensó en acercarse a
observarla de cerca, pero no quiso hacerlo para no llamar la atención en
esos momentos. Nadie en la plaza demostraba haber observado el
extraordinario acontecimiento.
Jhasua elevó su
pensamiento de acción de gracias al Supremo Poder que así le permitía
librar a un padre de familia de una injusta prisión, y volvió
apresuradamente a casa de Gabes, donde su tardanza empezaba a causar
inquietudes.
—Tío Gabes —dijo al
entrar— ya no tienes que temer nada del alcaide, porque la estatua rota
ha sido restaurada, y está perfecta.
— ¿Quién lo hizo
—preguntaron varias voces a la vez.
— ¿Quién ha de ser? ¡Los
obreros del Padre Celestial, del cual os acordáis muy poco para lo que
El se merece, con tanto que os ama! contestó Jhasua y se sentó a la
mesa.
Myriam, Joseph y los
dueños de casa se miraron como interrogando. El índice de Myriam puesto
sobre los labios les pidió silencio y callaron.
Cuando se terminó la
comida, todos quisieron ir a la plaza, para ver y tocar la estatua ya
reparada, a la vez que acompañaban a los viajeros a incorporarse a la
caravana.
Gabes y Ana hacían que
todos sus hijos besaran la mano de Jhasua, que de tan prodigiosa manera
había anulado la condena de su padre.
Matías que tenía cuatro
hijos, acercaba los suyos pidiendo a Jhasua que les conservara la salud
y la vida, porque eran débiles y enfermizos.
—Matías —le dijo él—
cuida de enseñar a tus hijos a amar a Dios y al prójimo, y El será quien
cuide y conserve su salud y su vida.
—A mi regreso en la
próxima luna visitaré tu casa —añadió Jhasua— porque he visto que uno de
tus hijos vendrá conmigo.
Cuando montó en su
cabalgadura luego de haber ayudado a su madre, todas las manos se
agitaban en torno de él que les decía:
—Porque me amáis, callad
lo ocurrido, que el silencio .es hermano de la paz.
— ¡Es un Profeta de
Dios!... —quedaron diciendo en voz baja todos.
—Myriam y Joseph
merecían tal hijo y el Señor se los ha dado —decía Gabes.
—Pero la pobre madre
vive temblando por ese hijo —añadió Ana, pues desde muy pequeño se vio
obligado a huir de persecuciones de muerte.
—Fue cuando la matanza
de niños betlehemitas —dijo Matías— que mi padre tuvo que llevarle muy
lejos porque era a él a quien buscaban por orden de Herodes el viejo,
cuya estatua acaba de restaurar Jhasua con él poder de Dios.
Mientras los familiares
comentan a media voz los sucesos, nosotros, lector amigo, lo haremos
también con la antorcha de la razón y el estilete de la lógica.
El prodigioso
acontecimiento que llenaba de asombro a los familiares de Jhasua, está
dentro de la ley de integración y desintegración de
cuerpos orgánicos, inorgánicos y materia muerta, lo cual es
perfectamente posible a las inteligencias desencarnadas que dominan los
elementos de la naturaleza, y que tienen en el plano físico, un sujeto
cuyos poderes internos pueden servirles de agente directo para la
realización del fenómeno.
Más admirable es aún el
desintegrar un cuerpo y reintegrarlo en otro sitio diferente, lo cual
está asimismo dentro de la ley. El hecho de la estatua rota en la plaza
de Archelais, sólo era reintegración parcial por acumulación de
moléculas de una materia inorgánica y muerta.
Los seres que fueron
testigos oculares de este hecho, .no estaban sin duda en condiciones
mentales de asimilar la explicación científica que pudiera darles Jhasua,
el cual se limitó a responder a las preguntas de "quién lo hizo"
con su sencillez habitual: —"Los obreros del Padre Celestial" con lo
cual decía la verdad, sin entrar en las honduras de una explicación que
no alcanzarían a comprender.
Cuando nuestros viajeros
llegaron a Jericó, se encontraron con la caravana que venía desde Bozra,
en Arabia, y atravesaba la Perea por Filadelfia y Hesbon.
Llamaba la atención de
las gentes, una gran carroza que sólo usaban para viajar las personas
de alta posición, mayormente si eran mujeres.
Venía en ella una hija
del Rey de Arabia con un niño suyo, atacado de una fiebre infecciosa
que. le llevaba irremediablemente a la muerte. El llanto de la joven
madre partía el alma.
Un mago judío le había
asegurado que si lo llevaba al templo de Jerusalén y ofrecía allí
sacrificios a Jehová, su hijo sería curado. Y la infeliz madre había
emprendido el largo viaje desde su palacio enclavado como un cofre de
pórfido en los montes Bazán, en busca de la vida de aquel hijo único que
sólo contaba diez años de edad.
Oír el lastimoso llorar
de aquella mujer y acercarse al lujoso carro, fue todo un solo momento
para Jhasua.
—¿Por qué lloras mujer
con tan hondo desconsuelo? —le preguntó.
— ¡Mi hijo se muere!...
¿no lo veis? Ni aún a mí me reconoce ya, y veo que no alcanzaré a llegar
al templo de Jerusalén para que sea curado.
—Todo el universo es
templo de nuestro Dios Creador, y todo dolor llega hasta El, como le
llega el tuyo en este instante.
Mientras así decía, se
sentó en el lecho del niño a cuyo rostro lívido y sudoroso acercó el
suyo enrojecido como por una llama viva que vibraba en todo su ser.
Unió sus labios con aquellos labios incoloros, y en largos hálitos que
resonaban como un soplo de viento poderoso, inyectaba vitalidad nueva
en aquel pobre organismo que ya abandonaba la vida.
El cuerpecito empezó a
temblar, y luego a dar fuertes sacudidas, después de las cuales la
sangre afluyó de nuevo a su rostro y el niño abrió los ojos para buscar
a su madre.
— ¿Ves mujer cómo aquí
también es el templo de Dios que oye todos los clamores de sus hijos
sin pedirles sacrificios de bestias, sino sólo la ofrenda del amor y de
la fe? —preguntó Jhasua a la joven princesa arabeña que no salía de su
asombro.
— ¿Quién eres tú que das
la vida a los que llama la muerte? —preguntó ella espantada.
—Un hombre que ama a
Dios y al prójimo. Tu hijo está curado.
La madre se abrazó de su
niño, cuyo rostro cubría de besos y de lágrimas.
Jhasua bajó de la
carroza para volver al lado de sus padres, pero aquella mujer le llamó
ansiosamente.
—No os vayáis así —le
dijo— sin poner precio a vuestro trabajo.
"¿Cuánto vale la vida de
mi hijo?
—Dios sólo sabe el precio de una vida
humana. La vida de tu hijo es un don suyo, si quieres agradecerlo como
El desea, sigue un poco más el viaje hasta pasar Jericó y yo te enseñaré
dónde puedes salvar vidas humanas como Dios salvó la de tu hijo.
_
¡Qué Alá te bendiga,
pues que eres un arcángel de su cielo! contestó la mujer bajando la
cortina que cerraba la carroza.
Aún alcanzó a oír Jhasua
su voz cuando decía a los criados:
—Seguid a ese joven y no
detengáis la marcha hasta que él os mande.
—Esperadme aquí —les
dijo Jhasua—, que entro a la ciudad hasta que la caravana siga el viaje.
Los familiares de Myriam
les esperaban en la balaustrada que cercaba la plaza de las caravanas.
Sus ancianos tíos Andrés
y Benjamín, hermanos de su padre, con sus hijos y nietos formaban un
grupo numeroso.
Aunque se habían visto
algunas veces en las fiestas de Pascua en el Templo de Jerusalén, la
ausencia continuaba, hacía más emotivas la escena de un encuentro nuevo
entre seres de la misma sangre y del mismo pensar y sentir.
A Jhasua no le veían
desde los doce años, y se asombraron grandemente ante aquel hermoso
joven de alta estatura y de fina silueta, que sobrepasaba a sus padres.
Los dos ancianos tíos de
Myriam, creyeron tener el derecho de apoyarse en sus brazos, y así
vemos a nuestro hermoso y juvenil Jhasua en medio de ambos ancianos
cuyas cabelleras y barbas blancas formaban un llamativo contraste con
los cabellos dorados de aquél.
Toda esta antigua
familia era esenia desde sus lejanos antepasados, y Andrés y Benjamín,
hermanos de Joaquín, padre de Myriam, eran como libros vivos, en que
estaba escrita la extensa crónica de las persecuciones y sufrimientos
de la Fraternidad Esenia desde siglos atrás.
Tenían ambos por Jhasua
un amor delirante, pues que habían seguido desde lejos sus pasos, y los
Terapeutas peregrinos les tenían al corriente de su vida de niño y de
joven.
Para ellos, el gran
Profeta estaba bien diseñado desde los primeros años. Pero cuando ellos
pasaron al grado tercero cuatro años más hacía, en el Santuario del
monte Quarantana les fue avisado que el Mesías estaba en medio de la
humanidad, encarnado en el hijo de Myriam su amada sobrina.
¿Qué significaría pues,
para aquellos dos buenos ancianos, el verse apoyados en los brazos de
Jhasua que caminaba entre ellos, hablándoles de las glorias de una
ancianidad coronada de justicia, de paz y de amor?
Y tan pronto lloraban
como reían, pareciéndoles un sueño aquel hermoso cuadro formado por
ellos y su inseparable sobrino nieto, con su belleza física _y moral
extraordinarias.
—Eres un sol naciente
entre dos ocasos nebulosos —decía graciosamente Benjamín, el mayor de
los dos.
Mientras tanto, las
primas de Myriam, eran incansables en preguntar si eran verdades los
hechos que les habían referido los Terapeutas referentes a Jhasua.
La discreta Myriam,
siempre corta en el hablar, sólo respondía:
—Cuando los Terapeutas
hablan, ellos saben bien lo que dicen y la verdad está siempre con
ellos. Mi Jhasua es grande ante Dios, ya lo sé; pero como yo soy débil y
mi corazón es de carne, padezco por él. Soy su madre y estoy siempre
temerosa de que su misma grandeza le traiga notoriedad. Mientras le
tengo escondido de las gentes, le veo más seguro. El día que salga al
mundo ¿qué hará el mundo con él?
"Casi todos nuestros grandes Profetas
fueron sacrificados. ¿Lo será él también?
— ¡Debido a eso —dijo
una de las primas de Myriam— nos aconsejaron loa Terapeutas no hacer
comentario alguno referente al Mesías encarnado en tu hijo! Queda esto
muy cerca a Jerusalén —dijeron— y el sacerdocio del templo está
vigilante y alerta.
Jhasua no perdía su
tiempo a donde quiera que llegaba, y aprovechó las breves horas de
estadía en la ciudad de las flores, oasis de la árida Judea, para
averiguar quiénes padecían en ella.
—Los enfermos incurables
—le contestaba alguno de los ancianos tíos— fueron llevados a las grutas
del monte de los Olivos, y aquí sólo hay un refugio de ancianos
desvalidos que sostenemos entre todos los Esenios de la ciudad, que
somos una gran mayoría.
—Parece que tenemos la
bendición del Señor —añadía el otro anciano, porque en la aldea de
Bethania hay un florecimiento de abundancia en los huertos y cabañas,
que de allí solamente podrían alimentarse bien las grutas y refugios de
estas montañas.
—El amor a Dios y al
prójimo —dijo Jhasua— es la más pura oración que puede elevar el alma
hasta los cielos infinitos, para atraer el bien en todos sus aspectos y
formas.
—Así lo dice la ley de
Moisés —añadió uno de los viejos tíos— la cual resume todos sus mandatos
en "amar a Dios y al prójimo como a sí mismo".
—Lo cual no es tan fácil
como parece —añadió el otro—. ¿Verdad Jhasua?
— ¡Y tanta verdad tío
Andrés!
"La humanidad en
general, hace como el niño que antes de repartir entre amiguitos una
cestilla de melocotones, mira bien cuál es el mejor, que dejará para sí
mismo. Por eso la prescripción esenia dice: "Da al que no tiene, de
lo que tienes sobre tu mesa".
—Y por eso —añadió el
tío Benjamín—, los Esenios de Jericó hemos formado una pequeña
congregación que se llama "Pan de Elías",' nombre que no puede
causar alarma ninguna ni a las autoridades romanas, ni sacerdotales de
Jerusalén. Significa y alude a la forma en que la piadosa viuda de
Sarepta socorría al Profeta Elías, fugitivo y perseguido por el rey
Achab. Según la historia, hacía dos grandes panes cada día y llenaba dos
cestillas de frutas y dos tazones de manteca, tal como si hubiese dos
personas en la casa. Una porción era de Elías y la otra para sí; jamás
hizo diferencia alguna entre el donativo- y lo suyo, y si alguna ventaja
hubo, fue en favor de su protegido.
— ¡Comprendo!... —dijo
Jhasua— y en vuestra congregación de misericordia, hacéis como la viuda
de Sarepta, y llamáis a vuestra discreta piedad "Pan de Elías". ¿Hace
mucho que hacéis esto?
—Cuando la persecución a
los niños bethlemitas —le contestaron.
"Fueron tantos los
refugiados en toda la extensión del monte de los Olivos, que fue
necesario hacer mayor distribución de alimentos. Las grutas aparecían
como hormigueros de madres con niños. Y hasta en las grutas sepulcrales
se escondían huyendo de la cuchilla de Herodes.
—Eras tú .Jhasua, la
víctima que buscaba el rey.
—La ignorancia da cabida
en los hombres a todos los fanatismos, y la ambición los lleva a todas
las crueldades y crímenes —dijo Jhasua.
"Figuraos el mundo sin
Ignorancia y sin ambición. Sería un huerto de paz lleno de flores,
frutas y pájaros. Un ensueño primaveral. Un reflejo de los cielos de
Dios donde aman y cantan los que triunfaron de la ignorancia y de la
ambición..."
"¿Tenéis aquí, muchas
Sinagogas? —preguntó de pronto.
—Tenemos una, puesta y
sostenida por el templo de Jerusalén, que es la menos concurrida. Hay
otras diez más, particulares, sostenidas por vecinos pudientes. La que
tiene mejores concurrentes es la de Gamaliel el viejo. La dirige él
mismo, y concurre dos sábados por mes, lo más sano y puro del doctorado
de Jerusalén.
—Nada sabía de eso —dijo
Jhasua.
—Son Esenios, hijo mío y
hablan muy poco por las calles. ¡Pero hay que oírlos entre los muros de
la sinagoga! Hay dos doctores jóvenes todavía que concurren desde hace
poco tiempo, y que son como una luz en las tinieblas. Al uno lo llaman
José y al otro Nicodemus. Son inseparables. Saben que está el Mesías
entre nosotros y sus palabras son como una llama viva. A veces vienen
también con ellos otros nombrados Rubén, Nicolás y Gamaliel el joven.
—Nosotros no faltamos de
allí ningún sábado —añadió el tío Andrés— porque se está comentando el
Génesis de Moisés, y estos doctores jóvenes han comenzado a echar luz
sobre todas las obscuridades con que los siglos o la malicia humana, han
desfigurado los grandes libros que tenemos como única orientación.
Jhasua escuchaba en
silencio y comprendía que sus amigos de Jerusalén no perdían el tiempo,
y que iban desgranando lenta y discretamente el magnífico collar de
diamantas que habían extraído del viejo archivo de Ribla.
Comprendió asimismo, que
estos dos ancianos eran, entre la turbamulta, de lo más adelantado que
encontrara en su camino.
— ¿Queréis asociaros a
un pequeña obra mía? —les preguntó.
—Con toda el alma, hijo
mío —contestaron ambos a la vez.
Jhasua les refirió la
llegada de la princesa arabeña con su niño moribundo y ya curado. Se
encontraba ella en su carroza como sabe el lector.
—Pensaba conducirla
hasta las grutas de los refugiados para que ella misma les ofreciera sus
dones; pero puesto que estáis tan bien organizados para el sostenimiento
de los pobres enfermos, os propongo entrar en relación con ella,
instruirla en la verdadera doctrina de sabiduría divina, y orientarla
para el bien y la justicia. He comprendido que es un alma ya preparada
para la verdad y el bien.
—Es un honor, hijo mío,
colaborar contigo en tus obras de apóstol.
Vamos a verla —dijo el
tío Andrés.
Poco antes de la salida
de la caravana se encaminaron todos hacia la plaza, donde la gran
carroza de la arabeña era lo primero que se veía entre el movimiento de
los viajeros y vendedores ambulantes. Jhasua se adelantó.
El rostro de aquella
mujer pareció iluminarse de dicha al ver de nuevo a Jhasua.
—Como los arcángeles de
Jehová aparecen y desaparecen —dijo—, creí que no os vería más. Este es
el Profeta que te curó, hijo mío —dijo al niño que sentado en el lecho
se divertía haciendo dibujos de los animales más comunes de su país.
— ¿Cómo te llamas para
recordarte siempre? —preguntó.
—Mi nombre es Jhasua —le
contestó en árabe—. ¿Y tú?
—Ibraín, para servirte
Profeta —le contestó el niño. Mataste a la fiebre que quería matarme a
mí. ¡Eres muy valiente! En mi tierra dan un premio al que mata a las
panteras y las víboras "cobra" que traen la muerte.
"Y yo quiero darte mi mejor libro de
dibujos; es éste con cubierta de piel de cobra, ¿lo ves? En mi
libro, los animales hablan y dicen cosas mejores de las que hablan los
hombres a veces.
Jhasua y la madre
sonreían del afán de hablar del niño que no paraba en su charla.
Al joven Maestro le
bastó un instante para comprender la viva inteligencia de aquella
criatura y sus buenos sentimientos.
Hojeando el álbum de
dibujos se veían tigres y panteras, lobos y víboras cobras
amarradas al tronco de un árbol para que los corderinos bebieran
tranquilos en un remanso; unos buitres descomunales colgados de las
patas, para que no hicieran daño a las tórtolas que tomaban sol al borde
de la fuente, y todo por el estilo.
—Eres amante de la
justicia —le decía Jhasua— y ¡qué bien la haces, con los malos y con los
buenos! Y ¿qué te parece si perdonamos al tigre, al lobo y pantera, les
soltamos de nuevo y les recomendamos que no hagan a los otros animales
lo que no quieran que les hagan a ellos?
— ¡No, no, no
Profeta!..., ¡por favor!... en menos tiempo que se abre y se cierra un
ojo, me comerían todas las palomas y corderitos...
"Con los malos hay que
ser malo. Mi abuelo los encierra en una fortaleza y de allí no salen
más. Son hombres como los tigres, los lobos y las panteras. ¡Hacen daño
siempre!
Mientras el niño
hablaba, Jhasua había diseñado en una página, un sol naciente detrás de
las cumbres de una montaña. En el valle un remanso.
—Mira Ibraín: dibuja
alrededor de este remanso, lobos, corderos, tigres y gacelas bebiendo
todos tranquilamente.
— ¡imposible Profeta...
imposible! ¿Crees que el lobo no se comerá al cordero, y el tigre a las
gacelas? A no ser que tú hagas con ellos como has hecho con la fiebre
que me mataba…
— ¡Justamente Ibraín!...
así quería verte razonar. Este sol que aparece sobre la montaña, es el
amor coronando como una diadema la vida de los hombres y triunfando de
todas sus maldades. Entonces no habrá lobos ni panteras, ni víboras
cobra, sino que todos serán corderitos, gacelas y palomas. ¿No es esto
mucho más hermoso, Ibraín?... ¡así será un día la tierra!
El niño lo miró
espantado y le tomó las manos.
— ¡Tú deliras Profeta!.
. . ¡Mi fiebre mala se entró en tu cuerpo y vas a morir!... ¡Yo no
quiero que te mueras!... y el niño se abrazó a Jhasua con los ojos
llenos: de lágrimas. El joven Maestro enternecido hondamente, abrazó
también al niño y puso un largo beso en su frente. La madre lloraba en
silencio.
—No temas, Ibraín, no
tengo fiebre.
— ¿Por qué deliras
entonces?...
—Eres pequeñito aún y no
puedes comprender, pero me comprenderás más tarde. Mi delirio será
realidad algún día... muy lejano quizá, pero llegará.
"Aquí llega mi familia
—dijo Jhasua interrumpiendo su diálogo con el niño. Son mis tíos Andrés
y Benjamín, que os guiarán para que hagáis con los pobres y enfermos
como Jehová lo hizo con vosotros.
—Yo quiero vivir —dijo
la princesa, cuyo nombre era Zaida—, yo quiero vivir en tu tierra,
Profeta, y en este sitio donde recobré la vida de mi hijo. ¿No puedo
hacerlo acaso? ¿Vuestra religión me rechazaría?
—No, de ninguna manera.
Haced vuestra voluntad, y mis tíos os servirán de guías hasta que os
orientéis en este país.
—Aquella mujer debe ser
vuestra madre —si es que la tenéis en la tierra y no habéis bajado de
los cielos de Alá —decía Zaida mirando a Myriam que hablaba con sus
primas.
—Sí, es mi madre —contestó Jhasua.
La árabe no esperó más y
bajando por la plataforma en declive que desde la carroza llegaba hasta
la tierra, corrió hacia Myriam a la cual tomó las manos y las besó con
delirio mientras le decía:
—Tu hijo es un Profeta
de Alá que ha curado a mi hijo consumido por la fiebre. Eres una madre
dichosa, porque trajiste al mundo un Profeta que vence el dolor y a la
muerte...
En ese momento bajaba de
la carroza Jhasua con el niño de la mano. Su aspecto débil y
enflaquecido, declaraba muy alto que acababa de pasar una grave
enfermedad.
—Nuestro Dios-Amor le ha
salvado la vida, y la madre quiere vivir en Jericó y compensar con
donativos a los necesitados, el bien que ella ha recibido.
Myriam y sus primas
abrieron el corazón para la extranjera que tan agradecida se mostraba a
los beneficios de Dios.
—Seremos vuestras
hermanas —le decían— y contad que estáis como en vuestro país.
—Mi hijo y yo seguiremos
viaje al sur —díjole Myriam— pero si os quedáis entre mis familiares,
nos volveremos a ver cada vez que pasemos por Jericó.
Joseph con los dos
ancianos tíos, conversaban aparte.
Temían un desacuerdo con
el rey de Arabia, padre de Zaida, y trataron de aclarar ese punto.
La arabeña que hablaba
por intermedio de su intérprete, uno de sus criados, les dijo que su
padre tenía muchas esposas, y que sus hijos e hijas se contaban por
docenas; que él les dejaba libertad para vivir donde quisieran, más en
un país limítrofe con el cual mantenía buenas relaciones.
Eliminado este temor,
los ancianos Andrés y Benjamín se encargaron de hospedar a Zaida hasta
que ella adquiriese su propia vivienda.
—Ha de ser —dijo ella—
en el sitio en que me fue devuelto mi hijo.
—Junto a la plaza de las
caravanas, hay una antigua casona en venta con un hermoso huerto —dijo
uno de los ancianos. Estoy encargado de ella por sus dueños que se han
establecido en Tiro. ¿Vuestro marido estará de acuerdo con vuestras
resoluciones? —preguntó el anciano.
—No tengo marido
—contestó Zaida. Se enemistó con mi padre y huyó a tierras lejanas para
conservar la vida. Hace seis años de esto y no le he visto más. Pero no
creáis que vivo sola. Si me quedo aquí, mi madre vendrá conmigo y todos
mis criados.
—Bien mujer, que nuestro
país te sea propicio —añadió el anciano. Haremos por ti cuanto podamos.
Mientras tanto el niño
no podía separarse de Jhasua, con el cual hablaba siempre de lo
imposible que era la unión de los tigres de sus dibujos, con las palomas
y los corderos.
—A mi regreso —decíale
el joven Maestro y en muchas veces que nos veremos, hemos de llegar a un
acuerdo sobre ese punto.
Llegó la hora de la
partida y la caravana salió de Jericó, dejando en el alma de la arabeña
y de su hijo grabada para siempre la imagen del joven Profeta, que al
devolverle la vida al niño había anudado con ambos un lazo de amor que
no se rompería jamás. A este amor se debió acaso que el rey Hareth,
guerrero y conquistador, respetase el país amigo donde encontró la vida
su nieto, y protegiera más tarde el Santuario-escuela de monte Horeb y
del Sinaí, donde vivía Melchor y sus numerosos discípulos.
El amor silencioso de Jhasua, extendía sus
velos mágicos de luz, allí donde encontraba una lamparilla para encender
entre las tinieblas heladas de la humanidad.
El Hijo de Dios a sus
veinte años entraba en Jerusalén sin que ésta se apercibiera de que
aquel por quien había suspirado tantos siglos, estaba dentro de sus
muros y respiraba su aire cargado de aroma de mirra, y olores de carnes
de sacrificio quemadas en el altar.
Fue un día de gloria
para Lía la parienta viuda, que ya les esperaba en su vieja jasa
solitaria. Jhasua dejó allí a sus padres y quiso visitar el templo, que
no siendo época de fiestas, debió hallarse lleno de silencio y soledad.
Así quería verle. Así quería encontrarse, sólo bajo aquella techumbre
ensombrecida de humo, entre aquellas columnatas, arcadas y pórticos,
llenos de rumores, de ecos, donde un vientecillo imperceptible agitaba
la llama de los cirios, y ondulaba el gran velo que interceptaba la
entrada al Santa Sanctorum.
Un anciano sacerdote
quemaba esencias en el altar de los holocaustos, y a lo lejos sonaba un
laúd.
Era el caer de la tarde,
y la vieja ciudad empezaba a dormirse en la quietud profunda, del
anochecer en la Judea y en pleno invierno. Subió las gradas del recinto
en que se deliberaban todos los asuntos religiosos y civiles, y se sentó
en uno de los estrados.
Una indefinible angustia
se apoderó de él... No había allí su ambiente, su bóveda psíquica, mil
veces más hermosa y radiante que aquella techumbre de oro y jaspe, que
parecía aplastarle el alma como una montaña de granito.
Su gran sensibilidad
percibió vibraciones de terror, de espanto, de desesperada agonía. Un
penoso hálito de muerte soplaba de todos lados, como un sutil veneno que
le penetraba hasta la médula.
— ¡Es este un recinto de
matanza y de tortura! —exclamó desesperado... ¿Cómo ha de encontrarse
aquí la suavidad divina del Padre-Amor, de mis sueños?. . .
Vio un libro abierto
sobre el atril, donde el sacerdote de turno debió leer en la última
reunión. Era el Deuteronomio, o libro de los secretos, atribuido a
Moisés.
Estaba abierto en el
capítulo XVII,
en cuyos versículos 3-4
y 5, manda matar a pedradas a todo hebreo, hombre o mujer que hubiese
demostrado veneración a los astros que brillen en el cielo.
Y subrayando con su
punzón aquellas palabras, puso una llamada al margen con este
interrogante:
"¿Cuál es el Moisés
iluminado de Jehová; el que escribió en tablas de piedra "no matarás"
o el que manda matar?"
Un ventanal se abrió con
estrépito, y agitando el gran velo del templo, fue a rozar la llama de
los cirios que ardían perennemente ante el tabernáculo con el Arca de la
Alianza.
Jhasua no alcanzó a ver
este principio de incendio porque salió precipitadamente a la calle,
como si horrendos fantasmas de muerte y sangre le persiguieran.
Dos ancianos que oraban
en la penumbra de un rincón apartado, comenzaron a dar gritos.
"— ¡El velo arde, el
templo se quema!... Un hermoso doncel de túnica blanca estaba aquí y
debió salir por el ventanal que se abrió con gran ruido...
"—Pecados horrendos debe
haber en el templo, cuando un ángel de Jehová ha encendido este fuego
demoledor".
Un ejército de Levitas invadió el recinto
y descolgaron rápidamente el velo, que aplastado en el pavimento bajo
sacos de arena mojada, el fuego se extinguió con facilidad.
Nadie logró descifrar
aquel enigma. Para los sacerdotes de turno, era evidente que alguien
estuvo en el recinto de las asambleas, puesto que en el libro
abierto en el atril, habían escrito la misteriosa y terrible pregunta en
que tan mal parada quedaba la ley dada por Moisés. Los fariseos y gentes
devotas hicieron un ayuno de siete días, para aplacar la cólera de
Jehová por los pecados de los sacerdotes, causa sin duda de aquel
desventurado accidente.
Un descanso de dos días
en Jerusalén permitió a Jhasua entrevistarse con sus amigos Nicodemus,
José, Nicolás y Gamaliel, que eran los dirigentes de la escuela de
Divina Sabiduría ya conocida por el lector.
Rubén, esposo de
Verónica., la tercera hija de Lia y Marcos, el discípulo de Filón de
Alejandría, se habían unido íntimamente a aquellos cuatro desde que
trajeron las copias del archivo de Ribla. Eran .sólo diez, los afiliados
a esta agrupación de buscadores de la Verdad Eterna.
Comprendieron que la
pasada borrasca tuvo por causa la indiscreción de algunos, que sin
estar por completo despiertos a la responsabilidad que asumían: al
afiliarse, no pudieron resistir la hora de la prueba.
También los dirigentes
se culparon a sí mismos, de inexperiencia en la recepción de adeptos,
que en esta clase de estudios, nada significa el número sino la
capacidad intelectual y moral.
Los diez que quedaron
después de la persecución sufrida, fueron José de Arimathea, Nicodemus y
Andrés de Nicópolis, Rubén de Engedí y Nathaniel de Hebrón, Nicolás de
Damasco, Gamaliel (sobrino), José Aar Saba, Santiago Aberroes y Marcos
de Bethel.
Todos ellos de ciudades
vecinas a Jerusalén, pero radicados en la vieja ciudad de los Reyes,
tenían la creencia que de ella debía surgir la luz de la Verdad Divina
para todo el mundo. Eran asimismo, hombres de estudio que estaban al
tanto de las doctrinas de Sócrates y Platón sobre Dios y el alma humana,
y que mantenían correspondencia con la escuela alejandrina de Filón, y
con las escuelas de Tarsis, de donde surgió el apóstol Pablo años más
adelante.
A esta creencia suya se
debe, el que se empeñaran en mantener allí su escuela de Divina
Sabiduría, y arrostraran los riesgos en que debía tenerles
necesariamente la vetusta capital, donde imperaba el clero más duro e
intransigente que han conocido aquellas edades.
Llamaron a sus reuniones
"Kabal", palabra hebrea que significa convocación. Nuestro
Jhasua concurrió al Kabal dos veces antes de pasar a Bethlehem, punto
terminal de su viaja.
Uno de los diez ya
nombrados mantenía vinculaciones con los grupos de descontentos, que
desde los tiempos de las antiguas sublevaciones habían quedado medio
ocultos, por temor a las sangrienta» represalias del clero aliado con
los Herodes. Era José Aar-Saba, hombre de clara visión del futuro de los
pueblos y que aborrecía todo lo que fuera encadenar el pensamiento
humano y la libertad de conciencia. Debido a esto, le llamaban el
justo, y gozaba de gran prestigio entre las masas de pueblo más
despreciadas.
Como por una secreta
intuición, comprendió, al conocer personalmente a Jhasua, que sería el
hombre capacitado para llevar al pueblo a conseguir el máximun de sus
derechos, y le habló sobre el tema.
—Bien puesto es que
llevas el nombre de justo —le contestó el joven Maestro— pues veo
que tienes el alma herida por las injusticias sociales. Soy demasiado
joven para tener la experiencia que es necesaria en esta clase de
asuntos, pero te diré !o que pienso sobre el particular.
"Me parece que hay que
comenzar por preparar a las masas para reclamar sus derechos con éxito,
esto es, instruirlas en la verdadera doctrina del bien y de la justicia.
"El hombre, para ocupar
su lugar en el concierto de la vida universal, debe saber en primer
lugar quién es, de dónde ha venido y hada dónde va. Debe saber su
origen y su destino, lo cual lo llevará a comprender claramente la ley
de solidaridad, o sea le necesidad absoluta de unión y armonía entre
todos, para conquistar juntos esa estrella mágica que todos anhelamos:
1.a felicidad.
"Esta es la obra que
hace en silencio la Fraternidad Esenia, por medio de sus Terapeutas
peregrinos que van de casa en casa curando los cuerpos enfermos y las
almas afiebradas o decaídas.
"Me figuro, José Aar-Saba,
que te debates en medio de innumerables almas consumidas por esta
fiebre, o abatidas por el desaliento. Bebes el agua clara y el pan
blanco de la Verdad Eterna, constituyéndote en maestro suyo, y harás la
obra más grande que puede hacer una inteligencia encarnada sobre la
tierra: iluminar el pasaje de las multitudes, para que encuentren su
verdadero camino y marchen por él.
"¿Quieres que te dé la
clave?
— ¡Eso es lo que quiero,
Maestro! —le contestó José con vehemencia.
— ¿Tienen punto de
reunión? —volvió a preguntar el Maestro.
—Como los búhos, en las
antiguas tumbas que nadie visita, pero más frecuentemente en el sepulcro
de David, a poco andar desde la puerta de Sión.
"Han descubierto la
entrada a las galerías subterráneas, y allí es el refugio de los
perseguidos.
—Quiero ir contigo hoy
mismo, pues mañana sigo viaje a Bethlehem.
—Y conmigo —dijo José de
Arimathea—. Ya sabes Jhasua mis promesas a tus padres. No puedo faltar a
ellas.
—Y las mías —añadió
Nicodemus—. Soy también de la partida.
—Bien, somos cuatro
—contestó Jhasua—, y entre cuatro veremos más que entre dos.
Al atardecer de ese día
y cuando ya comenzaba la quietud en la vetusta ciudad, salieron los
cuatro amigos en dirección a la tumba de David, que era un enorme
acumulamiento de bloques de piedra sin arte alguno, y ya cubierto de
musgo y de hiedra.
Quien lo hizo, no debió
tener otra idea fija, que la de construir un sepulcro inmensamente
grande y fuerte, capaz de contener toda una dinastía de muertos de la
estirpe davídica. Sólo había en la bóveda principal ocho o diez
sarcófagos, visibles sólo por una mirilla practicada en la loza que
cerraba la entrada a esa cámara. La sala de los embalsamamientos estaba
vacía, y las galerías contiguas también. Los candelabros y las
lamparillas de aceite, listas para encender, denotaban bien a las
claras que aquel enorme panteón, daba entrada más a vivos que a
muertos.
Pero esto, a nadie podía
extrañar, pues había viudas piadosas que tenían como una devoción la
costumbre de alumbrar las tumbas de personajes, cuyo recuerdo
permanecía vivo en el pueblo.
Eran además tiempos
demasiado agitados y difíciles, para que las autoridades romanas o
judías se preocupasen de un antiguo panteón sepulcral, máxime cuando
Herodes el ambicioso idumeo, prohibió con severas penas que se
reconstruyesen tumbas de los reyes de Israel, hasta tanto que él mandara
construir un soberbio panteón de estilo griego para su propia sepultura,
a donde serían trasladados los sarcófagos reales.
A pocos pasos de la
inmensa mole de rocas y hiedra, les salió al encuentro una ancianita con
una cestilla de flores y pequeñas bolsitas blancas con incienso, mirra y
áloe. Se acercó a José Aar-Saba que conocía, y haciendo como que le
vendía, le dijo:
—No pude avisar a todos,
pero hay más de un ciento esperando.
José tomó algunas
bolsitas y ramilletes a cambio de unas monedas, y luego de observar que
nadie andaba por aquel árido y polvoriento camino, se hundió seguido
por sus amigos, entre los pesados cortinajes de hiedra que cubrían por
completo la tumba.
La puertecita de la
galería subterránea se cerró detrás de ellos. Un hombre joven, de franca
y noble fisonomía, era quien hizo de portero, y Jhasua observó que aquel
rostro no le era desconocido, mas no pudo recordar al pronto, dónde
podía haberle visto.
Tanto él como sus tres
compañeros, iban cubiertos con los mantos color de nogal seco que usaban
los Terapeutas peregrinos.
En la sala de los
embalsamamientos encontraron una multitud de hombres ancianos y
jóvenes, sentados en los estrados de piedra, y hasta en los bordes del
acueducto seco que atravesaba el recinto funerario.
Una lámpara de aceite y
algunos cirios de cera, alumbraban a medias aquella vasta sala de
techumbre abovedada, porque las luceras abiertas en lo alto de los
muros estaban completamente cubiertas de hiedra y musgos.
La sensibilidad extrema
de Jhasua percibió de inmediato como un hálito de pavor, de espanto, de
suprema angustia bajo aquellas bóvedas sepulcrales, donde las sombras
indecisas y animadas por el rutilar de la llama de los cirios, hacía
aparecer un doble de sombra a todos los cuerpos vivos e inertes.
Los grandes cántaros y
ánforas que en otros tiempos habrían contenido vino de palmera y los
aceites aromáticos; los cubiletes donde se depositaban los utensilios
para el lavado de los cadáveres, hasta ser esterilizados debidamente
para el embalsamamiento; los caballetes en que se colocaban las tablas
cubiertas de blanco lino para las envolturas de estilo, en fin, cuanto
objeto allí había, proyectaba una sombra temblorosa sobre el blanco
pavimento, dándoles aspecto de vida en aquel antro de silencio y de
muerte.
De pie Jhasua en medio
de la sala, con su oscuro manto caído ya de sus hombros, y sólo sujeto
en su brazo derecho dejando ver la blanca túnica de los maestros Esenios,
aparecía como el personaje central de un cuadro de obscuras penumbras,
con sólo aquella claridad que atraía todas las miradas.
Su alta y fina silueta,
su extremada juventud, la perfección de líneas de aquella cabeza de
arcángel y la inteligencia que fluía de su mirada, causaron tal asombro
en aquella ansiosa multitud de perseguidos, que se hizo un silencio
profundo.
José Aar-Saba, lo
interrumpió con estas palabras:
—He cumplido mi palabra
amigos míos, como debe cumplirla todo hombre sincero que lucha por un
ideal de justicia y de libertad. Aquí tenéis al hombre de que os había
hablado. Sé que os asombra su extremada juventud, sinónimo de
inexperiencia en las luchas de la vida.
"Estamos reunidos en la
tumba de David, vencedor de Goliath cuando apenas había salido de la
adolescencia, y coronado rey mientras apacentaba los corderillos de su
majada. Esta coincidencia no buscada, puede ser una promesa para nuestro
pueblo vejado y perseguido por usurpadores y negociantes; vestidos de
púrpuras sacerdotales o de púrpuras reales.
"Vosotros decidiréis.
El hombre que les abrió
la entrada, se destacó de en medio de aquella silenciosa multitud y
acercándose a Jhasua rodeado por sus tres amigos, le observó por unos
momentos.
—Estos dos son doctores
de Israel —dijo aludiendo a José de Arimathea y a Nicodemus— les he oído
hablar en el templo y en las sinagogas más notables de la ciudad.
"A este maestro-niño, no
le he visto nunca, pero el mirar de esos ojos no miente, porque todo él
está diciendo la verdad.
— ¡Viva Samuel Profeta,
que dio rey a Israel!
— ¡Que viva y salve a su
pueblo!
Fue un grito unánime
cuyo eco corrió en prolongado sonido por la sala y galerías contiguas.
Mientras tanto, Jhasua
observaba en silencio todas aquellas fisonomías, espejo, para él, de
las almas que las animaban.
—No os hagáis ilusiones
respecto a mi persona, amigos míos —dijo por fin—. He venido hacia
vosotros porque sé que padecéis persecuciones a causa de vuestras
ansias de justicia, de libertad y de paz, esa hermosa trilogía, reflejo
de la Inteligencia Suprema que gobierna los mundos.
"Mas no creáis que me
impulse ambición alguna de ser dirigente de multitudes que reclaman sus
derechos ante los poderes civiles, usurpados o no. Soy simplemente un
hombre que ama a sus semejantes, porque reconoce en todos ellos a
hermanos nacidos de un mismo origen y que caminan hacia un mismo
destino: Dios-Amor, justicia, paz y libertad por encima de todas las
cosas.
"Las mismas ansias de
liberación y de luz que os hace exponer vuestras vidas a cada instante,
vive y palpita en mi ser con una fuerza que acaso no sospecháis, no
obstante yo vivo en tranquilidad y paz, buscando el bien que anhelo por
otro camino que vosotros.
"Vosotros veis vuestro
mal, vuestra desgracia, vuestros sufrimientos, surgiendo como
animalejos dañinos de un soberano que usurpó el trono de Israel, y su
horrible latrocinio quedó en herencia a sus descendientes ; los veis en
el poderío romano, cuyas ansias de conquista le atrajo hacia estas
tierras, como a la mayoría de los países que forman la civilización
actual. Pero vuestro verdadero mal no está en todo eso, según el prisma
por el cual yo contemplo la situación de los pueblos, sino en el atraso
intelectual y moral en que los pueblos viven, preocupados solamente de
acrecentar sus bienes materiales, y dar así a su cuerpo de carne, la
vida más cómoda y halagüeña que puede imaginarse.
"Son muy pocos los que
llegan a pensar, en que el principio inteligente que anima los cuerpos,
tiene también sus derechos a la verdad y a la luz, y nadie se los da,
antes al contrario, se busca el modo de que no los conquiste jamás.
"¿No habéis pensado
nunca en que la ignorancia es la madre de toda esclavitud? Pensadlo
ahora, y poned todo vuestro esfuerzo en luchar contra la ignorancia en
que vive la mayoría de la humanidad, y habréis puesto al hombre en el
camino de conseguir los derechos que con justicia reclama. Bien veis
que, todas las rebeliones, los clamores, los tumultos, no han hecho más
que aumentar la nómina de vuestros compañeros sacrificados al hacha de
los poderosos, sin que hayáis conseguido dar un paso hacia la justicia y
la libertad.
"Ni en las sinagogas, ni en el templo, se
pone sobre la mesa el pan blanco de la Verdad Divina. Debe cada cual
buscarlo por sí mismo y ponerlo en su propia mesa, al calor santo del
hogar, de la familia, como el maná celestial caído en el desierto y que
cada cual recogía para sí.
"¿Cuántos sois vosotros?
_
¡Ciento treinta y
dos!... —se oyeron varias voces.
—Bien; son ciento
treinta y dos hogares hebreos o no hebreos, que comerán el pan de la
Verdad y beberán el agua del Conocimiento Divino que forma los hombres
fuertes, justos y libres, con la santa libertad del Dios Creador que los
hizo a todos iguales, llevando en sí mismos, los poderes necesarios para
cumplir su cometido en la tierra.
"¿De qué, y por qué
viven los tiranos, los déspotas, los opresores de los pueblos? De la
ambición de unos pocos, y de la ignorancia de todos.
"Demos al hombre de la
actualidad, la lámpara de la Verdad Eterna encendida por el Creador
para todas las almas, y haremos imposibles las tiranías, los
despotismos, abortos nefandos de las fuerzas del mal, predominante por
la ignorancia de las multitudes.
— ¡Pero decid
Maestro!... ¿quién nos sacará de la ignorancia, si en el templo y en las
sinagogas se esconde la verdad? —preguntó la voz del hombre que les
abrió la puerta al entrar.
—Yo soy un portavoz de
la Verdad Eterna —contestó Jhasua—, y como yo, están aquí estos amigos
que lo son también y al lado de ellos, otros muchos.
"¿Os reunís en el
panteón sepulcral del rey David para desahogaros mutuamente de vuestros
anhelos, rotos en pedazos por la prepotencia de los dominadores?
Continuad reunidos para encender la lámpara de la Divina Sabiduría, y
prepararos así a las grandes conquistas de la justicia y de la libertad.
Un aplauso unánime
indicó a Jhasua que las almas habían despertado de su letargo.
— ¿Quién sois?... ¿quién
sois? —gritaban en todos los tonos.
—Me llamo Jhasua, soy
hijo de un artesano; estudié la Divina Sabiduría desde niño; soy feliz
por mis conquistas en el sendero de la verdad, y por eso os invito a
recorrerlo, en la seguridad de que os llevará a la paz, a la justicia y
a la libertad.
De todo esto resultó que
formaron allí mismo una alianza que se llamó "Justicia y Libertad'' bajo
la dirección de un triunvirato formado por José Aar-Saba, José de
Arimathea y Al-Jacub de Filadelfia, el portero que abrió la galería
secreta del sepulcro de David.
Este hizo un aparte con
Jhasua.
—Habéis hablado como un
iluminado —dijo— y habéis mencionado que representamos ciento treinta y
dos hogares; pero es el caso que la mayoría de nosotros no tiene un
hogar.
— ¿Quién os impide
tenerlo? —preguntó Jhasua.
—La injusticia de los
poderosos. Yo soy yerno del rey de Arabia, casado con una de sus
numerosas hijas... tengo un hijito que ahora debe tener diez años...
La voz del relator
pareció temblar de emoción y sus ojos se humedecieron de llanto.
— ¡Nada sé de él!
—continuó— porque la prepotencia de mi suegro quiso poner cadenas hasta
en mi libertad de pensar. Aunque nací hijo de padres árabes, mis ideas
no tienen raza ni suelo natal, porque son hijas de mí mismo, y no podía
aceptar imposiciones arbitrarias dentro de mi mundo interno.
"Para salvar la vida, me
vi obligado a huir donde la familia de mi esposa no supiera jamás de mí.
Ante esta confidencia,
en la mente lúcida de Jhasua se reflejó el niño Ibraín, hijo de la
princesa árabe Zaida, que él curó en Jericó de la fiebre infecciosa que
lo consumía.
— ¿Tu esposa se llama
Zaida y tu hijo Ibraín? —le preguntó.
— ¡Justamente!... ¿cómo
lo sabéis? ¿Les conocéis acaso?
El joven Maestro le
refirió cuanto había ocurrido en Jericó.
Aquel hombre no pudo
contenerse y abrazó a Jhasua como si un torrente de ternura largo tiempo
contenido, se desbordara de pronto.
— ¡Gracias, gracias!...
Profeta, ¡qué Dios te bendiga!
—Creo que el hogar tuyo,
puedo ayudarte a reconstruirlo —le dijo Jhasua conmovido profundamente.
"Vete a Jericó a casa de
mis tíos Andrés y Benjamín apellidados del olivar, debido al
cultivo del olivar que poseen y del cual viven. Encargada a ellos quedó
tu esposa y tu hijo, hasta que se arregle su propia morada.
"Di a mis hijos "que
te manda Jhasua su sobrino", al que has encontrado en Jerusalén.
Guarda silencio sobre cuanto ha ocurrido aquí en la tumba de David.
En pos de Al-Jacub de
Filadelfia, fueron acercándose muchos otros de los allí congregados, y
Jhasua vio con inmenso dolor que la mayoría de ellos habían sido
víctimas en una forma o en otra de las arbitrariedades, atropellos e
injusticias de los dirigentes de pueblo.
Los unos víctimas de los
esbirros o cortesanos de Herodes el idumeo, o de sus hijos, herederos de
todos los vicios del padre. Los otros habían sido atropellados en sus
derechos de hombres, por el alto clero de Jerusalén, o por hombres
poderosos de la numerosa secta de fariseos. Otros se veían perseguidos
por las fuerzas dependientes del procurador romano, representante del
César en la Palestina. Algunos habían cometido asesinatos
impremeditados, en defensa de la propia vida, cuando sus familias y sus
posiciones fueron asaltadas como rebaño por lobos hambrientos.
Uno de aquellos hombres,
llamado Judas de Kerioth se acercó también. Era de los más jóvenes, y
refirió a Jhasua cómo sus dos únicas hermanas le fueron sacrificadas a
la lascivia de un legionario. Su padre murió por las heridas recibidas
en defensa de sus hijas. Su madre falleció pocos días después a
consecuencia del horrible suceso. Estaba él solo en el mundo.
Jhasua, herido en su
sensibilidad, en sus sentimientos más íntimos de hombre justo y noble,
se dejó caer sin fuerzas sobre un estrado y cerró los ojos como para
aislarse de aquellas visiones de espanto, y a la vez recobrar las
energías perdidas en aquel desfile de horrores sufridos por corazones
humanos, por criaturas de Dios, despedazados y deshechos por otros seres
humanos... ¡también criaturas de Dios!
Este Judas de Kerioth,
cuyo relato colmó la medida de la angustia que el corazón de Jhasua
podía soportar, fue años más tarde el apóstol Judas, cuyo defecto
dominante, los celos, le llevaron a señalar a los esbirros del
pontífice Caifás el refugio de su Maestro en el huerto de Gethsemani.
Quizá la innoble acción de Judas llamado el traidor tuvo su
origen en el horrible drama de su juventud, que le despojó de todos los
afectos legítimos que puede tener un hombre, como alimento y estímulo
de su vida interior. Su carácter agriado se tornó receloso y
desconfiado; se enamoró apasionadamente de Jhasua y no le sufrió el
corazón, ver su gran predilección por Juan, el discípulo adolescente...
Comprendo lectores
amigos, que he anticipado acontecimientos, debido a mi deseo de haceros
comprender hasta qué punto las injusticias de los poderosos, llevan el
desquicio a las almas débiles, incapaces de soportar con altura la
vejación de sus derechos de hombres.
Destruyen los cuerpos y
las vidas, dejando las almas atrofiadas, enloquecidas, enfermas, y
predispuestas para los más dolorosos extravíos morales…
Los amigos íntimos de
Jhasua le rodearon al verle así pálido y agotado. Fue sólo un momento.
La reacción vino de inmediato en aquella hermosa naturaleza, dócil
siempre al gran espíritu que al animaba.
Se levantó de nuevo y
con una voz clara y dulce dijo con gran firmeza:
—Amigos, os doy a todos
un gran abrazo de hermano, porque siento en mi propio corazón todos
vuestros dolores. Mas, no busquéis en la violencia la satisfacción de
vuestros anhelos, porque sería colocaros al mismo nivel de aquellos,
contra cuyas injusticias lucháis.
"Haceos superiores a los
adversarios por la grandeza moral, que se conquista acercándose el
hombre al Dios-Amor que le dio vida, y cuanto bello y bueno tiene la
vida.
"Volveré a encontraros
en este mismo lugar, y no me apartaré de vosotros, mientras vosotros
queráis permanecer a mi lado.
La noche había avanzado
notablemente, y Jhasua se retiró seguido por sus amigos, mientras
aquellos ciento treinta y dos hombres, después de largos comentarios,
fueron saliendo en pequeños grupos de dos o tres para no llamar
demasiado la atención de los guardias de la ciudad.
Algunos no tenían otro
techo ni otro hogar que aquel viejo panteón sepulcral, cuya existencia
de siglos habría visto desfilar innumerables generaciones de
perseguidos.
Entre éstos estaba el
esposo de Zaida, la princesa árabe. Ella no imaginaba quizá, que el
Profeta-médico, salvador de su hijo moribundo, le devolvería también
vivo, el amor del hombre al que había unido su vida.
¡Para el inmenso amor
del Hombre-Dios por la humanidad, no era prodigio sino ley, devolver la
vitalidad a los cuerpos, la energía y la esperanza a las almas!
A la mañana siguiente
salieron, los ya escasos viajeros, pues la mayoría de la caravana
quedaba en Jerusalén.
Bethlehem está a media
jornada escasa de Jerusalén, y el camino corría paralelo al acueducto
que iba desde Jerusalén a los llamados Estanques de Salomón.
Grises peñascales a un
lado y otro del camino, daban árido y entristecido aspecto a aquellos
parajes, máxime cuando el invierno pone en los campos sus escarchas y
sus nieves.
El viajero no encuentra
belleza alguna para solaz del espíritu contemplativo, que se encierra
en sí mismo a buscar en las actividades de su mundo interno, las
bellezas que no encuentra al exterior.
Aquellos peñascales
llenos de grutas sepulcrales cubiertos de enmarañados zarzales y secos
arbustos, era en general la angustia del viajero que hasta Beersheba
debían recorrerlo forzosamente.
Sólo para Jhasua, ungido
del Amor Eterno, aquel camino ofrecía un gran interés. La proximidad de
la Piscina de Siloé, poblaba aquellas grutas de enfermos de todas
clases, a los fines de acudir a las aguas que llamaban milagrosas,
cuando el viento cálido del desierto las agitaba y removía.
La tradición antigua a
este respecto decía que un ángel bajaba de los cielos a agitar las aguas
que en una hora precisa, se tornaban curativas de todas las
enfermedades. Tal era la creencia vulgar de aquel tiempo.
El hecho real era, que
aquellos remansos que siglos atrás fueron muy profundos, eran
alimentados en épocas determinadas por una subterránea filtración, que
venía desde los grandes peñascales del Mar Muerto, donde en épocas muy
remotas existían volcanes en erupción. Se habían apagado al exterior,
pero en las profundidades de las montañas, continuaban su vida ígnea,
que desahogaban su enorme caloría, por aquella filtración de agua
subterránea que iba a estancarse en la Piscina de Siloé. Al recibir el
torbellino de aguas hirvientes que desde las entrañas de la roca ígnea,
venían con espantosa fuerza, las aguas de la superficie se agitaban
naturalmente ante la mirada atónita de las gentes. Es bien sabido que
las aguas termales son curativas para muchas enfermedades.
Tal era la razón, de que
los peñascales grises y áridos de aquel camino, estuviesen siempre
poblados de enfermos de toda especie.
Los Terapeutas
peregrinos, sin pretender luchar con el fanatismo de las gentes que
veían "Un ángel de Dios en la agitación de las aguas", se ocupaban
piadosamente de ayudar a los enfermos a entrar a las aguas medicinales
cuando aparecían agitadas, que era cuando tenían más subida temperatura.
Los enfermos, que aparte
de serlo, sufrían también abandono y miseria, salían de ordinario al
paso de la caravana en busca de piedad de los viajeros.
Jhasua vio aquella turba
doliente que se arrastraba entre los zarzales y los barrancos, y su
corazón se estremeció de angustia hasta el punto de quedar paralizado el
asno que lo llevaba, porque le sujetó por la brida.
— ¿Te detienes Jhasua?
—le preguntó su padre. El Maestro le miró con sus grandes ojos claros
inundados de llanto, y los volvió nuevamente a los enfermos que se
acercaban.
Joseph comprendió y se
detuvo también. Los otros viajeros continuaron la marcha.
Muchas manos extendidas
y temblorosas tocaban casi las cabalgaduras.
Mientras Myriam y Joseph
repartían unas monedas, Jhasua les miraba en silencio. Su pensamiento
les envolvía, por completo.
— ¿Venís a la espera del
ángel que removerá las aguas? —les preguntó.
—Sí señor viajero, pero
esta vez tarda mucho —le contestaron.
—El Señor de los cielos
y de la tierra, tiene la salud de los hombres en su mano, y la da a
quienes le aman, con ángel o sin ángel que remueva las aguas... —dijo el
Maestro.
"Entrad a la Piscina
ahora mismo y decid: "¡Padre Nuestro que estás en los cielos! ¡Por tu
amor quiero ser curado del mal que me aqueja!" Yo os aseguro que
estaréis sanos a la hora nona.
—Y vos, ¿quién sois?...
preguntaron.
—Pensad que soy el ángel
del Señor que esperáis y que se os presenta en carne y hueso para
deciros: ¡El Señor quiere que seáis sanos!
Y siguió su viaje,
dejando a aquellas pobres gentes con una llamarada de esperanza en el
alma.
El lector ya comprenderá
que a la hora indicada por Jhasua, todos aquellos enfermos estaban
libres de sus dolencias.
Poco después nuestros
viajeros entregaban las cabalgaduras a la caravana, y entraban a
Bethlehem, donde eran esperados por Elcana, Sara y los tres amigos Alfeo,
Josías y Eleazar, por encima de cuya firme amistad habían pasado veinte
años desde la noche gloriosa en que el Verbo de Dios llegó a la vida
física.
Sus familias rejuvenecidas en los nietos
ya adolescentes y jovenzuelos, parecían un pequeño vergel de flores
nuevas que rodeaban a los vetustos cedros, bajo cuya sombra se
amparaban.
El mayor de todos ellos,
Elcana estaba aún fuerte y vigoroso, como si aquellos veinte años no
hicieran peso alguno en su organismo físico. Tenía en su hogar una
parejita de nietos de diez y seis y diez y ocho años de edad: Sarai y
Elcanin. Eran los nombres de los abuelos transformados en diminutivo.
Alfeo tenía consigo tres
nietos varones, y había recogido además una hermana viuda, Ruth, para
que le hiciera de ama de casa, pues recordará el lector que era viudo.
Josías, viudo también,
tenía a su lado una nietecilla de doce años, Elizabeth, una prima
anciana, que tenía dos hijos y una hijo.
Y por fin Eleazar, el de
la numerosa familia, con varios de sus hijos ya casados y ausentes, sólo
tenía a su lado al menor, Efraín, dos años mayor que Jhasua, y una
hermana viuda con dos hijos de ocho y diez años.
Tal era el grupo de
familiares y amigos que esperaban a los viajeros en la vieja ciudad de
David.
¡Cuántos recuerdos
tejieron filigrana en la mente de los que, veinte años atrás, estuvieron
íntimamente unidos en torno al Niño-Luz que llegaba!
Dejamos a la ardiente
imaginación del lector, la tarea muy grata por cierto, de adivinar las
conversaciones, y el largo y minucioso noticiario que se desarrolló en
la gran cocina-comedor de Elcana, al calor de aquella hoguera alimentada
con gruesos troncos, allí mismo donde en la gloriosa noche aquella,
habían bebido juntos el vino de la alianza, mientras el recién nacido
dormía en el regazo materno, su primer sueño de encarnado.
Jhasua se les aparecía
ahora a sus veinte años, como una visión de triunfo, de gloria, de santa
esperanza.
Su aureola de Profeta,
de Maestro, de Taumaturgo, casi les deslumbraba. Sabían toda su vida,
habían seguido a distancia todos sus pasos, guiados siempre por la
piedad y la justicia para todos. Era un justo que encerraba en sí mismo,
los más hermosos poderes divinos. Era un Profeta. Era un Maestro. Era la
Misericordia de Dios hecha hombre. Era su Amor Eterno hecho corazón de
carne, que se identificaba con todos los dolores humanos.
Y éste gran ser había
nacido entre ellos, y ahora le tenían nuevamente al cumplir sus veinte
años de vida terrestre.
Solo sintiendo en alma
propia las profundas convicciones que ellos sentían, podemos comprender
las emociones profundas, el delirante entusiasmo y amor que debieron
sentir aquellas buenas familias betlemitas junto a Jhasua, al volver a
verle en medio de ellos a los veinte años de su vida.
Visitó las sinagogas que
eran cuatro-, y en ellas no encontró lo que su alma buscaba. La letra
muerta de los libros sagrados, aparecían como el cauce seco de un
antiguo río. Faltaba luz, fuego; faltaba alma en aquellos fríos centros
de cultura religiosa y civil.
Los oradores hablaban
con ese miedo propio de un pueblo invadido por un poder extraño.
Ajustaban sus disertaciones a los textos que menos se prestaban para los
grandes vuelos de las almas. ¡Siempre el Jehová colérico, fulminando a
sus imperfectas criaturas y conminándolas con terribles amenazas al
cumplimiento del deber!
— ¿Y el Amor del Dios
que yo siento en mí mismo?, ¿dónde está? —preguntaba Jhasua dialogando
consigo mismo.
Y desesperanzado, desilusionado, salía al
campo a buscar entre la aridez de los peñascos cubiertos de seca
hojarasca, el amor inefable del Padre Universal.
En la misma tarde del
día que llegó a Bethlehem, cuando él volvía de su visita a las
sinagogas, se encontró con una agradable sorpresa; la llegada de un
Esenio del Monte Quarantana que venía de paso para Sevthópolis, a
incorporarse al pequeño grupo que había quedado en aquel santuario
recientemente restaurado.
La casa de Elcana era
como el hogar propio, donde los solitarios encontraban siempre, junto
con el afable hospedaje, las noticias más recientes del Mesías y de sus
obras apostólicas.
La situación misma de la
casa de Elcana, muy cerca a la explanada donde entraban las caravanas, y
cuyo inmenso huerto de olivos y nogales, llegaba hasta el camino, la
hacía el lugar más apropiado para reuniones de personas que no deseaban
llamar la atención.
El Esenio recién llegado
era samaritano de origen, gran amigo del Servidor del Santuario
devastado, y los solitarios del Quarantana lo enviaron como
contribución viva a su restauración.
El encuentro inesperado,
los hizo felices a entrambos. Desde los doce años de Jhasua no se habían
visto. ¡Y habían ocurrido tantas cosas!
Una larga confidencia
entre ambos, hizo comprender a Jhasua hasta qué punto, la Fraternidad
Esenia secundaba la Idea Divina, hecha ley de amor para esa hora de la
humanidad.
Este Esenio cuyo nombre
era Isaac de Sichar, llevaba a la Palestina, la misión de transmitir a
los Santuarios y a los Esenios diseminados en familias, un mensaje de
los Setenta Ancianos de Moab.
Lo habían recibido en
Monte Nebo, en la gruta sepulcral de Moisés, en el último aniversario
del día que el gran vidente recibió por divina inspiración los Diez
Mandamientos de la Ley Eterna para la humanidad terrestre.
Siendo así que Elcana,
Sara y los tres amigos Josías, Alfeo y Eleazar eran Esenios de grado
tercero; que estaban presentes Myriam y Joseph, que lo eran también y
con la presencia material del Hombre-Luz, nada más justo que iniciar en
Bethlehem el cumplimiento de aquella misión.
El anuncio pasó
discretamente por los hogares Esenios de la ciudad, para que al
anochecer acudiesen los jefes de familia a la casa de Elcana a escuchar
el mensaje de los Setenta.
El gran cenáculo
apareció lleno de dos filas, alrededor de la larga mesa de encina
cubierta del tapiz de púrpura que sólo aparecía en las grandes
solemnidades de la casa de Elcana, considerado como un hermano mayor
entre los Esenios bethlemitas.
Lo que era Joseph en
Nazareth, era Elcana en Bethlehem: el hombre justo y prudente, cuya
clara comprensión y dotes persuasivos sabían encontrar una solución
pacífica y noble a todas las situaciones difíciles, que le eran
consultadas por sus hermanos de ideales.
Reunidos, pues, en su
cenáculo cuarenta y dos Esenios jefes de familias, se inició la
asamblea con la lectura del capítulo
V
del Deuteronomio, donde
Moisés recuerda al pueblo hebreo el mensaje de Jehová: los Diez
Mandamientos eternos que forman la Ley.
Esta lectura la hizo
Jhasua por indicación de Isaac, que inmediatamente después les dirigió
estas breves palabras:
—Os hemos reunido aquí,
para que escuchéis un mensaje de los Setenta Ancianos de Moab, a cuyo
retiro llegan los ecos de las luchas y dolores de este pueblo escogido
por Dios, para la gran manifestación de su amor en esta hora de la
humanidad.
"Oídlo, pues: "A nuestros hermanos de la
Tierra de Promisión, paz y Salud.
"Nuestro Dios, Padre
Universal de todo lo creado, nos ha hecho llegar por celestial
mensajero, su divina voluntad en esta hora solemne y difícil que
atravesamos.
"La Eterna Inteligencia
designó a nuestro pueblo, habitante de este país para ser en esta hora
la casa nativa de su Enviado Divino, de su Verbo Eterno, Instructor de
esta humanidad! Designación honrosa sobre manera, y a la cual debemos
responder con una voluntad amplia, clara y precisa, sin claudicaciones
de ninguna especie, si no queremos atraer sobre nosotros las
consecuencias terribles para muchos siglos., que nos traería la
disociación con la Eterna Idea.
"El gran templo
espiritual formado en esta hora con los pensamientos de amor de todos
los que conocemos el gran secreto de Dios, está conmoviéndose por falta
de perfecta unidad entre todas las almas, y este gravísimo mal debe ser
remediado de inmediato antes que venga un derrumbamiento parcial, que
pondría en peligro el equilibrio de la vida física y de la obra
espiritual del gran Enviado que está entre nosotros.
"Los componentes de este
gran templo espiritual, somos los miembros todos de la Fraternidad
Esenia, de los cuales deben estar muy lejos todas las tempestades
promovidas por el choque de las pasiones humanas, puestas en actividad
por las ambiciones de poder, de oro, de grandeza y de dominación.
"El trabajo honrado, el
estudio, la oración y la misericordia, son las únicas actividades
permitidas al esenio consciente de su deber, en esta hora solemne que
atraviesa la humanidad.
"Cuidad, pues, que
vuestro espíritu generador de vuestros pensamientos, no dé entrada en
sí mismo, a los odios que nacen naturalmente en las almas que participan
de las luchas por conquistar los poderes y grandezas humanas. Si así no
lo hiciereis, sabed que perjudicáis inmensamente a la realización de la
Idea Divina en medio de nosotros, y que toda demora, todo atraso y
desequilibrio que por esa causa pueda venir, vosotros seréis los
responsables, y sobre vosotros caerán las consecuencias para muchas
edades futuras.
"Pensad que al ingresar
a la Fraternidad Esenia, habéis dejado de ser turbamulta ciega e
inconsciente. Se os ha dado una lámpara encendida, y no podéis alegar
que vais a obscuras por vuestro camino. Pensad, que por el amor se
salvará la humanidad, y no deis cabida en vosotros al odio, contra unos
u otros de los que luchan por la conquista de los poderes y grandezas
humanas. Son como perrillos que pelean por roer un mismo hueso, y no
sois vosotros quienes podréis ponerlos de acuerdo. Dios-Padre hará
surgir a su hora, quien lleve a la humanidad ciega, hacia su verdadera
grandeza.
"Dos corrientes
contrarias avanzan a disputarse el dominio de las almas: la material y
la espiritual. La primera dice: el fin justifica los medios, y no
se detiene ni ante los más espantosos crímenes para conseguir el éxito.
"La segunda dice: el
bien por el bien mismo, y dándose con amor que no espera recompensa,
busca el triunfo por la paz y la justicia, pero nunca por la violencia.
La Fraternidad Esenia está, bien lo comprenderéis, en la corriente
espiritual que busca el triunfo de la Verdad y del Amor entre los
hombres, en primer término, entre los que convivimos en el país elegido
por la Eterna Ley, para hospedar en su seno al Verbo encarnado.
"Hermanos Esenios de la
hora solemne, que vio al Cristo Divino formando parte de esta
humanidad, despertad a vuestro deber, y no derrumbéis con vuestra
inconciencia, el templo espiritual cuya edificación ha costado muchos
siglos de vida oculta entre las rocas a los profetas hijos de Moisés.
"Sabed ser más grandes,
que los que buscan serlo por el triunfo de sus ambiciones y de su
soberbia, tenebroso camino, al final del cual se encuentra el abismo
sin salida. Recogidos en vuestro mundo interno, consagrados al trabajo
honrado y santo que os dan el pan, a las obras de misericordia en que
florece el amor de los que saben amar, a la oración, que es estudio de
las obras de Dios y unificación con El, descansad en paz y no alteréis
vuestros pensamientos, ni manchéis con lodo vuestra túnica, ni con
sangre vuestras manos. Sólo así habitará el Señor en vuestra morada
interna, y El será vuestro guardián, vuestra abundancia, salud y bien
para todos los días de vuestra vida, y para los que dejéis en pos de
vosotros después de vuestra vida.
"Que la luz de la Divina
Sabiduría os lleve a comprender las palabras que os dirigen con amor
vuestros hermanos.
"Los Setenta Ancianos de
Moab".
Un gran silencio llenaba
el cenáculo de la casa de Elcana, a la terminación del mensaje de los
Setenta.
Cada uno de los que lo
escucharon llamó a cuentas a su propia conciencia, y algunos se
encontraron culpables de haber participado indirectamente en las luchas
por conquistar sitios estratégicos, donde otros podían recoger oro y
placeres; y más, de haber dado cabida en sí mismos a pensamientos de
odios en contra de los que habían llevado al pueblo hebreo a la triste
situación en que se encontraba: dominación romana que le exigía pesados
tributos; dominación de reyezuelos extranjeros usurpadores del gobierno
en contra de la voluntad popular; dominación de un clero ambicioso y
sensualista, que había hecho un mercado de las cosas de Dios y de su
templo de oración.
¡Qué gran purificación
debieron tener los Esenios de aquella hora, para hacerse superiores a
las corrientes de aversión y de odio en contra de tal estado de cosas!
Pero ese odio, justificado hasta cierto punto, entorpecía la cooperación
espiritual en la obra de redención humana del gran Misionero de la
Verdad y del Amor, y los Setenta reclamaban por este entorpecimiento,
que podía traer desequilibrios presentes, y grandes males para el
futuro.
Pasado este gran
silencio en que las almas se habían sumido, como si hubieran sido
llamadas al supremo tribunal de Dios, Isaac de Sichar el esenio
mensajero de los Setenta, invitó a Jhasua a que expusiera su pensamiento
a la vista de sus hermanos, a fin de que les sirviera de orientación en
esa hora de perturbaciones ideológicas y sociales. Y el joven
Maestro se expresó así:
—Creo que aún no es
llegada la hora de que yo me presente a mis hermanos como un Maestro,
pues que aún estoy aprendiendo a conocer a Dios y a las almas,
creaciones suyas. ¡Me falta aun tanto por saber! Fecundos fueron estos
veinte años de vida, debido a la abnegación y sabiduría de mis maestros
Esenios, y a la solicitud infatigable de todos los que me han amado;
pero ya que tanto lo deseáis, os expondré mis puntos de vista en los
actuales momentos:
"El hombre dado a la
vida del espíritu con preferencia a la de la materia, debe mirar todos
los acontecimientos como mira un maestro de alta enseñanza a los niños
que comienzan su aprendizaje. Les ve obrar mal en pequeñas o grandes
equivocaciones. Les ve darse golpes o trabarse en luchas por la
conquista de un juguete, de una golosina, de un pajarillo que morirá en
sus manos, de un objeto cualquiera que le entusiasma por un momento, y
que luego desprecia porque su anhelo se ha fijado en otro mejor. Pero su
yo interno permanece sereno, inalterable, sin permitir que encarne en él
la ardorosa pasión, madre de odios infecundos y destructores.
"Bien veo que en nuestro
pueblo fermenta sordamente un odio concentrado contra la dominación
romana, contra reyes ilegítimos, contra un sacerdocio sin más ideales,
que el comercio vil de las cosas sagradas. Tan grandes y dolorosos
males, son simples consecuencias de la ignorancia en que se ha mantenido
a este pueblo, como a ¡a mayoría de los pueblos de la actual
civilización.
"Una fue la enseñanza de
Moisés y de los Profetas, y otra muy diferente se dio como orientación a
los pueblos.
"Moisés dijo: "Amarás al
Señor Dios tuyo, por encima de todas las cosas, y al prójimo como a ti
mismo". Y el pueblo ve que en los atrios mismos del templo se ama el oro
y el poder, por encima de todas las cosas; que se castiga con penas y
torturas terribles a los acusados de faltas en que incurren a diario,
los que se hacen jueces de sus hermanos indefensos; que los poderosos
mandatarios viven en un festín eterno, y el pueblo que riega la tierra
con el sudor de su frente, carece hasta del pan y la lumbre bajo su
mísero techo.
"Moisés dijo en su
inspirada ley: "No matarás, no hurtarás, no cometerán adulterio",
y el pueblo ve que los poderosos mandatarios, asesinan a todo el que
estorba en su camino, hurtan por ruines y engañosos medios, todo aquello
que excita su avaricia, y destruyen los hogares, arrebatando
traidoramente la esposa compañera fiel.
"¿Quién contiene al
torrente que se desborda desde la cima de altas montañas? El pueblo se
hizo eco de las falsas acusaciones de los ambiciosos y libertinos
contra los Profetas, que le hablaban en nombre de la Eterna Ley de amor
y justicia, y acalló sus voces, entregándolos a la muerte en medio de
crueles suplicios. Ahora el pueblo paga las consecuencias de su
ignorancia, y de sus odios inconscientes.
"Veo la sabiduría más
alta en el mensaje de los Setenta que acabáis de escuchar. No hemos de
sacrificar inútilmente la paz que goza todo hombre de bien, todo esenio
consciente de su deber, a la idea de que mezclándose a las luchas
sórdidas y apasionadas de la turbamulta, pueda conseguirse de inmediato
la transformación de este doloroso estado actual.
"Destruir la ignorancia
respecto de Dios y de sus relaciones con sus criaturas, es !a obra que
realiza en secreto la Fraternidad Esenia, y nuestro deber es secundarla
en su labor misionera encendiendo la lámpara del divino conocimiento, o
sea la ciencia sublime y eterna de Dios en relación directa con el alma
humana.
"Padres, madres, jefes
de familia, haced de vuestros hogares, santuarios de la verdad, del
bien, del amor y de la justicia, sin más códigos ni ordenanzas que los
diez mandatos divinos que trajo Moisés a esta tierra, y será como
la marca indeleble puesta en vuestra puerta, que quedará cerrada a todos
los males, y dolores que afligen a la humanidad.
"Tomad mis palabras
pronunciadas con el alma saliendo a mis labios, no como de un Maestro
que os enseña, sino como de un joven aprendiz que ha vislumbrado la
eterna belleza de la Idea Divina, en las penumbras apacibles de los
santuarios de rocas, bajo los cuales se cobijan los verdaderos
discípulos de Moisés".
— ¡Habló como un
Profeta!... ¡Habló corno un iluminado!... —se oyeron varias voces
rompiendo el silencio.
—Habló como el que es
—dijo solemnemente Isaac de Sichar—: como el Enviado Divino para esta
hora de la humanidad. ¡Alma de luz y de amor!.. . ¡Qué Dios te bendiga
como lo hago yo, en nombre de los Setenta Ancianos de Moab!
— ¡Gracias, maestro
Isaac! —dijo emocionado Jhasua y fue a ocupar su sitio al lado de sus
padres.
Vio que su madre lloraba
silenciosamente.
— ¿Te hice daño madre
con mis palabras? —le preguntó tiernamente.
—No hijo mío, tú no
puedes hacerme nunca daño —le contestó ella.
"Pero mientras tú
hablas, en mi mente se formó como un arrebol de luz donde te vi rodeado
por todos nuestros antiguos Profetas que fueron sacrificados como
corderos por los mismos a quienes enseñaron el bien, la justicia y el
amor.
"¡Hijo mío!... un día te
dije que para matar mi egoísmo de madre, te entregaba al dolor de la
humanidad. ¡No sé por qué en este momento he sentido muy hondo el dolor
de este sacrificio!"... tal como si lo viera realizarse de terrible
manera...
—Dios Padre, se nos da a
cada instante en todos los dones y bellezas de su creación universal; y
nosotros cuando pensamos darle algo, nos atormentamos anticipadamente,
aun sin la certeza de que El acepte o no, nuestra dádiva. ¿Por qué crear
dolores imaginarios, cuando la paz, la alegría y el amor florecen en
torno nuestro?
—Tienes razón Jhasua...
perdóname. Mi amor te engrandece tanto ante mí misma, que me lleno de
temores por ti.
Los concurrentes
comenzaron a retirarse cuando era ya bastante entrada la noche.
Bethlehem quieta y
silenciosa como de costumbre, dormía bajo la nieve iluminada por la
luna, que veinte años atrás, cuando los clarividentes que velaban
espiando la conjunción de los astros anunciadores, oyeron voces no
humanas cerniéndose como polvo de luz en el éter, que cantaban en un
concierto inmortal:
"GLORIA A DIOS EN LO MAS ALTO DE LOS CIELOS Y PAZ
EN LA TIERRA A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD”