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 LAS ESCRITURAS DEL PATRIARCA ALDIS

 

Dos días después Jhasua se dejaba envolver por la suave ternura del hogar paterno, que se sintió rebosante de dicha al cobijarle de nuevo bajo su vieja techumbre.

El lector adivinará los largos relatos que como una hermosa fili­grana de plata se destejía alrededor de aquel hogar, pleno de paz y hon­radez, de sencilla fe y de inagotable piedad.

Jhasua era para todos, el hijo que estudiaba la Divina Sabiduría para ser capaz de hacer el bien a sus semejantes. Se figuraban que él debía saberlo todo y las preguntas le acosaban sin cesar.

Sólo Myriam, su dulce madre, le miraba en silencio sentada junto a él, y parecía querer descubrir con sus insistentes miradas, si la vida se lo había devuelto tal como le vio salir de su lado. Su admirable in­tuición de madre, encontró en la hermosa fisonomía de su hijo, algo así como la leve huella de un dolor secreto y profundo, pero nada dijo por el momento, esperando sin duda estar a solas con él para decírselo.

El joven Maestro que había en verdad alcanzado a desarrollar bas­tante sus facultades superiores y sus poderes internos, también percibió cambios en sus familiares más íntimos.

Joseph, su padre, aparecía más decaído y su corazón funcionaba irregularmente. Cualquier pequeño incidente le producía visible agitación.

Jhosuelín había adelgazado mucho, y tenía una marcada apariencia de enfermo del pecho.

Ana estaba resplandeciente con su ideal belleza de efigie de cera.

Su tío Jaime que tan intensamente le amaba, había venido desde Cana para encontrarse a su llegada.

Sus hermanos mayores ya casados, acudieron con algunos de sus hijos, niños aún, para que Jhasua les dijera algo sobre su porvenir, ¡La eterna ansiedad de los padres por saber anticipadamente si sus retoños tendrán vida próspera y feliz!

—Tú que eres un profeta en ciernes, debes saber estas cosas —le decían medio en broma y medio en serio.

Jhasua, acariciando a sus sobrinos, decía jovialmente tratando de complacer a todos, sin decir necedades.

—Tened por seguro que todos ellos serán lo que el Padre Celestial quiere que sean, y El sólo quiere la paz, la dicha y el bien de todos sus hijos.

Y cuando pasada la cena, fueron retirándose todos a sus respec­tivas moradas, quedaron por fin solos junto a la mesa, Myriam, el tío Jaime y Jhosuelín, para los cuales Jhasua tuvo siempre confidencias más íntimas. Y el alma grande y buena del futuro redentor de humanidades, fue abriendo sus alas lentamente como una blanca garza que presintiera cerca las caricias del sol, y los suaves efluvios de brisas perfumadas de jaz­mines y madreselvas.

—Jhasua... —le dijo tímidamente su madre— ¡en estos 19 meses que duró tu ausencia, has crecido bastante de estatura y creo que también tu corazón se ha ensanchado mucho!... Me parece que has padecido fuertes sacudidas internas, aunque no acierto con la causa de ellas.

"Bien sabes que nosotros tres, hemos comprendido siempre tus más íntimos sentimientos.

"Si necesita tu alma descansar en otras almas muy tuyas, ya lo sabes Jhasua. ¡Somos tuyos siempre!

Ya lo sé madre mía, ya lo sé y esperaba con ansia este momento. En mis varias epístolas familiares, nada puedo deciros de mis intimi­dades, pues sabía que ellas serían leídas por todos mis hermanos y sabéis que ellos muy poco me comprenden, a excepción de Jhosuelín, Jaime y Ana.

Uno de los Terapeutas peregrinos —añadió el tío Jaime— nos trajo la noticia de grandes curaciones que habías hecho, y que todo el camino desde el Tabor a Ribla fue sembrado de obras extraordinarias que el Señor ha obrado por intermedio tuyo. Paralíticos curados, de­mentes vueltos a la razón, y creo que hasta una mujer muerta vuelta a la vida.

Pero el Terapeuta también os habrá dicho —dijo Jhasua—, que nada de todo eso se podía repetir a persona alguna fuera de vosotros.

No pases cuidado, hermano —dijo Jhosuelín—, que de nosotros nada de esto ha salido a la luz. Nos han mandado callar y hemos callado.

—Bien. Veo que en vosotros puedo confiar. No debe importaros que muchos familiares me juzguen duramente, pensando que pierdo el tiempo.

—No, eso no lo piensan por el momento Jhasua —intervino Myriam— pues todos esperan en que tú serás el que des brillo y esplendor a la familia, como muchos de los Profetas del pasado. Y hasta suponen algunos, que acaso tú contribuyas a que salga de la oscuridad la Fra­ternidad Esenia, para libertar a la nación hebrea de la opresión en que se encuentra.

—Y otros esperan —añadió Jaime— que seas tú mismo el salvador de Israel, y me consta que le han hecho grandes averiguaciones a tu padre.

—Y él, ¿qué ha contestado?

—Sencillamente que tú estudias para ser un buen Terapeuta en bien de tus semejantes, y les ha quitado toda ilusión de grandezas ex­traordinarias.

—En efecto —contestó Jhasua— lo que el Señor hará de mí, no lo sé aún. Yo me dejo guiar d e los que por hoy son mis maestros y me in­dican cual es mi camino. Confieso que por mí mismo sólo una cosa he descubierto y es que por mucho que hagan todos los espíritus de buena voluntad por la dicha de los hombres, aún faltan algunos milenios de años para que ese sueño pueda acercarse a la realidad. Tal sucederá cuando el Bien haya eliminado el Mal, y hoy el mal sobre la tierra es un gigante más grande y más fuerte que Goliat.

—Pero una piedrecilla d« David le tiró a tierra —dijo Jhosuelín— como para alentar a Jhasua en su glorioso camino.

— ¡Sí, es verdad! y Dios hará surgir de entre rebaños de ovejas o de las arenas del desierto, el David de la hora presente —añadió Jaime.

—Así lo dicen los papiros con sus leyendas de los siglos pasados —contestó Jhasua—. La humanidad terrestre fue desde sus comienzos esclava de su propia ignorancia y del feroz egoísmo de unos pocos. Y en todas las épocas desde las más remotas edades, Dios encendió lámparas vivas en medio de las tinieblas. Como los Profetas de Israel, los hubo en todos los continentes, en todos los climas y bajo todos los cielos.

"Y el alma se entristece profundamente cuando ve el desfile heroico de mártires de la Verdad y del Bien, que dieron hasta sus vidas por la dicha de los hombres, y aún ahora el dolor hace presa de ellos.

"Grandes Fraternidades como ahora la Esenia hubo en lejanas edades; los Flamas lémures, los Profetas blancos atlantes, los Dacthylos del Ática, los Samoyedos del Báltico, los Kobdas del Nilo, los ermitaños de las Torres del Silencio de Bombay, los mendicantes de Benarés; y todos ellos que suman millares, hicieron la dicha de los hombres a costa de tremendos martirios que costaron muchas vidas.

"Pero esa dicha fue siempre efímera y fugaz, porque la semilla del mal germina, en esta tierra tan fácil y rápidamente, cuanto con lentitud y esfuerzo germina la buena simiente.

— ¿Qué falta, pues, para que ocurra lo contrario? —interrogó Jaime.

—Falta... falta tío Jaime, más sangre de mártires para abonar la tierra y más lluvia de amor para fecundar la semilla... —contestó Jhasua con la voz solemne de un convencido.

"Creedme, que entrar en el templo de la Divina Sabiduría es abra­zarse con el dolor, con la angustia suprema de querer y no poder llegar, a la satisfacción del íntimo anhelo de encontrar la dicha y la paz para los hombres.

"Los emisarios de Dios de todas las épocas, han marcado el camino, mas la humanidad, en su gran mayoría, no quiso seguirlo y no lo quiere aún hoy. Por eso vemos un mundo de esclavos sometidos a unos pocos ambicio­sos audaces, que pasando sobre cadáveres han escalado las cimas del poder y del oro, y desde allí dictan leyes opuestas a la Ley Divina, pero favorables a sus intereses y conveniencias.

"No es sólo Israel que soporta el humillante dominio de déspotas extranjeros. Toda la humanidad es esclava, aún cuando sea de la misma raza el que gobierna los países que forman la actual sociedad humana.

"Durante más de un milenio, los Kobdas del Nilo en la prehistoria, hicieron sentir brisas de libertad y de paz en tres continentes; ¡pero la humanidad se enfurece un día de verse dichosa, aniquila a quienes tuvie­ron el valor de sacrificarse por su felicidad, y se hunde de nuevo en sus abismos de llanto, de crimen y de horror!

"Adivinabas, madre, que he padecido en mi ausencia. Es verdad y seguiré padeciendo por la inconciencia humana, que ata las manos a los que quieren romper para siempre sus cadenas.

—Piensa, hijo mío, que tu juventud te lleva a tomar las cosas con un ardor y vehemencia excesivos.

¿Acaso eres tú culpable de la dureza de la humanidad para escuchar a los enviados divinos?

—Madre: si tuvieras unos hijos que sin querer escucharte se preci­pitaran en abismos sin salida, ¿no padecerías tú por la dureza de su co­razón?

—Seguramente, pero eran hijos, parte de mi propia vida. Mas tú padeces por la ceguera de seres que en su mayoría no conoces ni has visto nunca.

— ¡Madre!... ¿qué has dicho?

¿Y la Ley?...  ¿no me manda la ley amar al prójimo como a mí mismo, y no somos todos hermanos, hijos del Padre Celestial?

   Sí, hijo mío, pero piensa un momento en que el Padre Celestial permite esos padecimientos y deja en sufrimiento a sus hijos, no obstante de que los ama, acaso más de lo que tú amas a todos tus semejantes. Está bien sembrar el bien, pero padecer tanto por lo irremediable. . . ¡pobre hijo mío!, es padecer inútilmente con perjuicio de tu salud, de tu vida y de la paz y dicha de los tuyos, a los cuales has venido ligado por voluntad divina. ¿No hablo bien, acaso?

Eres como Nebai, la dulce flor de montaña, que amándome casi tanto como tú, sólo piensa en verme feliz y dichoso. ¡Santos y puros amores, que me obligan a plegar mis alas y volver al nido suave y tranquilo, donde no llegan las tormentas de los caminos que corren hacia el ideal supremo de liberación humana!

¡Está bien madre!. . . está bien; ¡el amor vence al amor, mientras llega la hora de un amor más fuerte que el dolor y la muerte!

¿Qué quieres decir con esas palabras? —preguntó inquieta la dulce madre.

—Que tu amor y el amor de Nebai me suavizan de tal modo la vida, que no quisiera pasar de esta edad para continuar viviendo de ese dulce ensueño que ambas tejéis como un dosel de seda y flores para mí.

El tío Jaime y Jhosuelín habían bien comprendido todo el alcance de las palabras de Jhasua, pero callaron para no causar inquietudes en el alma pura y sencilla de Myriam. Unos momentos después, ella se retiró a su alcoba, dichosa de tener de nuevo a su hijo bajo su techo, mientras él con Jaime y su hermano que tenían habitación conjunta, continuaban hablando sobre el estado precario y azaroso en que el pueblo se debatía sin rumbo fijo y dividido en agrupaciones ideológicas, que la lucha continua iba llevando lentamente a un caos, cuyo final nadie podría prever.

La noticia del regreso de Jhasua a la risueña y apacible Galilea, llegó pronto a sus amigos de Jerusalén, y apenas habrían transcurrido 25 días, cuando llegaron a Nazareth cuatro de ellos: José de Arimathea, Nicodemus, Nicolás de Damasco y Gamaliel.

Joseph, el dichoso padre, que sentía verdadera ternura por José de Arimathea, les recibió afablemente, sintiendo grandemente honrada su casa con tan ilustres visitantes.

—Ya sé, ya sé —les decía— que venís curiosos de saber si vuestro discípulo ha aprendido bastante. Yo sólo sé que me hace feliz su regresó, pero si en la sabiduría ha hecho adelantos o no, eso lo sabréis vosotros. Pasad a este cenáculo, que en seguida le haré venir.

Y les dejó para ir en busca de Jhasua que recorría el huerto, ayudando a su madre a recoger frutas y hortalizas.

—He aquí —decía Gamaliel aludiendo a Joseph:— el prototipo del Galileo honrado, justo, que goza de la satisfacción de no desear nada más de lo que tiene.

—En verdad —añadía Nicolás— que la Eterna Ley no pudo elegir sitio más apropiado para la formación y desarrollo espiritual y físico de su Escogido. ¡Aquí todo es sano, puro, noble! Difícilmente se encontraría un corazón perverso en Galilea.

—En cambio, nuestro Jerusalén es como un nidal de víboras —añadió Nicodemus, observador y analítico por naturaleza.

— ¿Y habéis pensado a que se deberá este fenómeno? —interrogó José de Arimathea.

—Tengo observado —contestó Nicodemus— que los sentimientos religiosos muy exaltados hacen de una ciudad cualquiera, un campo de luchas ideológicas que degenera luego en odios profundos y producen la división y el caos. Y creo que esto es lo que pasa en Jerusalén.

—Justamente —afirmó Gamaliel—. La exaltación del sentimiento re­ligioso, obscurece la razón y hace al espíritu intolerante y duro, aferrado a su modo de ver y sin respeto alguno para el modo de ver de los demás.

—Además —dijo Nicolás— los hierosolimitanos se creen la flor y nata de la nación hebrea, y miran con cierta lástima a los galileos y con des­precio a los samaritanos, que ni siquiera se dan por ofendidos de tales sentimientos hacia ellos.

—Aquí llega nuestro Jhasua —dijo José de Arimathea, adelantándose hacia él y abrazándole antes que los demás—. ¡Pero estás hecho un hom­bre! —le decía mirándole por todos lados.

— ¿Querías que siguiera siendo aquel parvulito travieso que os hacia reír con sus diabluras? —preguntaba sonriendo Jhasua, mientras recibía las demostraciones de afecto de aquellos antiguos amigos, todos ellos de edad madura.

Y así que terminaron los saludos de práctica, iniciaron la conversa­ción que deseaban.

Quien mayor confianza tenía en la casa, era José de Arimathea y así fue que él la comenzó:

—Bien sabes Jhasua —dijo— que nuestro grado de conocimiento de las cosas divinas nos pone en la obligación de ayudarte en todo y por todo a desenvolver tu vida actual con las mayores facilidades posibles en este atrasado plan físico. Y cumpliendo ese sagrado deber, aquí estamos Jha­sua esperando escucharte para formar nuestro juicio.

—Continuáis, por lo que veo, pensando siempre que yo soy aquel que vosotros esperabais... —dijo con cierta timidez Jhasua y mirando con delicado afecto a sus cuatro interlocutores.

—Nuestra convicción no ha cambiado absolutamente en nada —dijo Nicodemus.

—Todos pensamos lo mismo —añadió Nicolás.

—Cuando la evidencia se adueña del alma humana, no es posible la vacilación ni la duda —afirmó por su parte Gamaliel.

— ¿Tú no has llegado aún a esta convicción Jhasua? —le interrogó José.

—No —dijo secamente el interrogado—. Aun no he visto claro en mi Yo íntimo, siento a veces en mí una fuerza sobrehumana que me ayuda a realizar obras que pasan el nivel común de las capacidades humanas. Siento que un amor inconmensurable se desata en mi fuero interno como un ven­daval que me inunda de una suavidad divina, y en tales momentos me creo capaz de darme todo en aras de la felicidad humana. Mas todo esto pasa como un relámpago, y se desvanece en el razonamiento que hago, de que todo aquel que ame a su prójimo como a sí mismo en cumplimiento de la Ley, sentirá sin duda lo mismo.

"Las Escrituras Sagradas nos dicen de hombres justos, que poseídos del amor de Dios y del prójimo, realizaron obras que causaron gran admi­ración en sus contemporáneos. Esto lo sabéis vosotros mejor que yo.

—Y vuestros maestros Esenios ¿cómo es que no os han llevado a tal convicción? —preguntó Gamaliel.

—Porque esta convicción —según ellos— no debe venir a mí del exte­rior, o sea del convencimiento de los demás, sino que debe levantarse desde lo más profundo de mi Yo íntimo. Ellos esperan tranquilamente que ese momento llegará, más pronto o más tarde, pero llegará. Yo participo de la tranquilidad de ellos y no me preocupo mayormente de lo que seré, sino de debo ser en esta hora de mi vida; un jovenzuelo que estudia la divina sabiduría y trata de desarrollar sus poderes internos lo más posible, a fin de ser útil y benéfico para sus hermanos que sufren.

— ¡Magnífico, Jhasua! —Exclamaron todos a la vez—.

Has hablado como debías hablar tú, niño escogido de Dios en esta hora, para el más alto destino —añadió conmovido José de Arimathea.

— ¿Y qué impresiones has recibido en este viaje de estudio? —le interrogo. Nicodemus

— ¡Algunas buenas!... A propósito; os he traído algo que creo os gustará mucho.

—Veamos, Jhasua. Dilo.

_ —He tomado para vosotros copias de fragmentos de prehistoria que creo que no conocéis.

¿De veras? ¿Y dónde encontraste esos tesoros?

Jhasua les refirió que, un viejo sacerdote de Homero encontrado en Ribla, lo había obsequiado con un valioso Archivo; que según los Esenios venía a llenar grandes vacíos en las antiguas crónicas conservadas por

— ¿Y esas copias de que tratan? —preguntó Nicolás.

Ponen en claro muchos relatos que las Escrituras Sagradas de Israel han tratado muy ligeramente, acaso por falta de datos, o porque en los continuos éxodos de nuestro pueblo, tantas veces cautivo en países extran­jeros, se perdieron los originales.

"Por ejemplo, nuestros libros Sagrados dedican sólo unos pocos ver­sículos a Adán, a Eva, a Abel, y no mencionan ni de paso, a los pueblos y a los personajes que guiaron a la humanidad en aquellos lejanos tiempos.

"Bien veis que salta a la vista lo mucho que falta para decir en nues­tros libros. Adán, Eva, Abel y Caín, no estaban solos en las regiones del Eufrates, puesto que ruinas antiquísimas demuestran que todo aquello estaba lleno de pueblos y ciudades muy importantes.

"¿Quién gobernaba esos pueblos? ¿Qué fue de Adán?, ¿qué fue de Eva?, ¿qué fue de Caín? Si la Escritura atribuida a Moisés llama a Abel el justo amado de Dios, sería por grandes obras de bien que hizo. ¿Qué obras fueron esas, y quiénes fueron los favorecidos por ellas?

"Nuestros libros sólo dicen que fue un pastor de ovejas, pero no podemos pensar que por solo cuidar ovejas, Moisés le llamara el justo, ama­do de Dios.

"Mis copias del Archivo, sacadas para vosotros, explican todo lo que falta a nuestros libros Sagrados que aparecen truncos, sin continuidad, ni ilación lógica en muchos de sus relatos. Sería un agravio a Moisés, pensar que fuera tan deficiente y mal hilvanada la historia escrita por él sobre los orígenes de la Civilización Adámica. Yo creo que vosotros estaréis de acuer­do conmigo sobre este punto.

Los cuatro interlocutores de Jhasua se miraron con asombro de la perspicacia y buena lógica con que el joven maestro defendía sus argu­mentos.

—Bien razonas Jhasua —díjole José de Arimathea— y por mi parte, estoy de acuerdo contigo, tanto más, cuanto que hace años andaba yo a la busca de los datos necesarios para llenar los vacíos inmensos de nuestros Libros Sagrados, que en muchas de sus partes no resisten a un análisis por ligero que sea.

—Perfectamente —añadió Gamaliel—. Estoy encantado de vuestra forma de razonar, pero creo que estaréis de acuerdo conmigo, que es ese un terreno en el cual se debe entrar con pies de plomo.

—No olvidéis que nuestro grande y llorado Hillel, perdió la vida en el suplicio por haber removido esos escombros, y haber dejado al descubierto lo que había debajo de ellos.

—Y en pos de Hillel, muchos otros que corrieron igual suerte —dijo Nicolás—. También yo buscaba al igual que José, pero silenciosamente a la espera de mejores tiempos.

—Creo —observó Nicodemus— que estudios de esta naturaleza de­ben realizarse con gran cautela hasta conseguir poner completamente en claro cuanto se ignora.

—Y así que se haya conseguido, muy tercos serán si se niegan Pontífices y Doctores a aceptar la verdad.

—Poco es lo que he podido copiar, pero ello os dará una idea de lo enorme del Archivo encontrado en Ribla —dijo Jhasua—. Muchas mejo­res informaciones podréis obtener si algún día visitáis el Archivo en el Santuario del Tabor a donde ha sido traído.

— ¿Desde Ribla, más allá de Damasco?

—Desde Ribla, en pleno Líbano.

—"¡Oh, desciende del Líbano, esposa mía, y ven para ser coronada con jacintos y renuevos de palmas!"... —recitó solemnemente Nicode­mus parodiando un pasaje de los Cantares—. Del Líbano tenía que ba­jar la Sabiduría, porque Ella busca las cumbres a donde no llegan los libertinos y los ignorantes. Empiezo a entusiasmarme Jhasua con ese Archivo, y desde luego propongo que vayamos cuanto antes a visitarlo.

—Como gustéis.

— ¿Cuándo regresas tú al Tabor —interrogó José.

—Aun no lo sé, pues dependerá de especiales circunstancias de mi familia. Y como apenas he llegado...

—Sí, sí, comprendo. Pongámonos de acuerdo, y cuando tú decidas volver allá, nos mandas un aviso, y alguno de nosotros irá contigo. ¿Qué os parece?

—Muy bien, José; elijamos de entre nosotros los que deben ir.

—Yo estoy dispuesto y tengo el tiempo suficiente —dijo Nicolás de Damasco.

—Y yo igualmente —añadió Nicodemus—. Pero habrá que llevar intérprete, pues no sé si las lenguas en que aparezcan los papiros serán de nuestro dominio.

—Por esa parte no hay dificultad —observó Jhasua—. En el Tabor hay actualmente diez ancianos escogidos en todos los Santuarios para servirme de Instructores, y entre ellos hay traductores de todas las len­guas más antiguas. Y actualmente ellos están haciendo las traducciones necesarias.

—Bien, bien; quedamos en que irán al Archivo Nicolás y Nicodemus.

—Convenido —contestaron ambos.

—Ahora Jhasua, tráenos tus copias y explícanos, pequeño Maestro como tú lo comprendes —le dijo José afablemente—. Mientras, yo ha­blaré con tus padres para ver si es posible hospedarnos aquí por tres o cuatro días que pensamos permanecer.

—Yo tengo unos parientes cercanos —dijo Nicolás y pernoctaré allí.

—Y yo soy esperado por el Hazzán de la Sinagoga, que es hermano de mi mujer —añadió Gamaliel.

—Entonces Nicodemus y yo seremos tus huéspedes, Jhasua —dijo José saliendo del cenáculo juntamente con él para entrevistarse con Myriam y Joseph.

José de Arimathea y Nicodemus eran familiares, pues recordará el lector que estaban casados con dos hijas de Lía, la honorable viuda de Jerusalén que ya conocemos.

—Y poco después de la comida del mediodía, en el modesto cenáculo de Joseph, el honrado artesano de Nazareth, se formó como una minús­cula aula donde los cuatro ilustres viajeros venidos de Jerusalén, el tío Jaime y Jhosuelín, escuchaban a Jhasua que leía su copia de fragmentos del Archivo y hacía los más hermosos y acertados comentarios.

_ Tomé copia —dijo Jhasua— de la parte final de la actuación de

Adán y Eva, y de Abel su hijo, sacrificado por la maldad de los hombres. Fue lo que mayor interés me despertó, porque no lo dicen nuestros Li­bros y yo lo ignoraba por completo. Adán y Eva no fueron los rústicos personajes que nos figuramos, sino figuras descollantes en esa civiliza­ción neolítica, y a su hijo Abel, lo llaman esas Escrituras, el Hombre-Luz.

"¡Quién sabe si no ha sido él el Mesías Salvador del Mundo que nosotros esperamos aun, por ignorar la historia de aquellos tiempos remotos!

—Cada época tiene su luz —dijo Gamaliel—. En los campos side­rales como en los campos terrestres, aparecen de tanto en tanto estre­llas nuevas y lámparas vivas que iluminan las tinieblas de la humanidad.

—Sí, es verdad —afirmó Nicodemus—. Bien pudo ser Abel el Me­sías de aquella época, como puede ser Jhasua, el Mesías de la hora pre­sente.

Este guardó silencio, se inclinó sobre su copia como si sólo esto le absorbiera el pensamiento, y luego de unos instantes dijo:

—Uno de los diez Instructores que tengo en el Tabor, permaneció catorce años en la gran Biblioteca de Alejandría por orden de la Fra­ternidad Esenia, y allí, en unión de nuestro gran hermano de ideales Filón, han extraído cuanto allí encontraron para los fines que se buscan, que como todos lo sabéis, es el poner en claro los orígenes del actual ciclo de evolución humana, porque en las Escrituras Sagradas hebreas, ni en las persas, ni en las indostánicas, no se encuentra una verdadera historia que resistan un buen análisis.

—Es verdad —dijo Gamaliel—. Todo aparece brumoso, cargado de simbolismo y de fantasías hermosas si se quiere, pero que no están de acuerdo ni con la razón ni con la lógica.

—Y es necesario —añadió Nicolás— que al comenzar el ciclo veni­dero, la humanidad nueva que ha de venir, encuentre la verdadera his­toria de su pasado, a fin de que, la oscuridad no la lleve a renegar de unos ideales que no le merecen fe, pues que están edificados sobre cas­tillos de ilusiones, propias sólo para niños que no han llegado a usar la razón.

—Creo que llegaremos a un éxito bastante halagüeño si no com­pleto— observó Jhasua.

"Este relato, por ejemplo, es parte de los ochenta rollos de papiro que se conocen bajo el nombre de "Escrituráis del Patriarca Aldis", que un escultor alejandrino encontró excavando en los subsuelos de las vie­jas ruinas de granito y mármol, sobre las cuales hizo levantar Ptolomeo I, Alejandría, la gran ciudad egipcia que inmortalizó el nombre de Alejandro. El escultor buscaba bloques dé mármol para sus trabajos, y al romper un trozo de muralla derruida, se encontró con una lápida funeraria que indicaba cubrir las cenizas del Patriarca Aldis, muerto a la edad de ciento tres años.

"Al levantar la losa se encontró un cuerpo momificado, que había sido sometido al embalsamamiento acostumbrado por los egipcios desde la más remota antigüedad.

"Y en la urna funeraria se encontró hacia la cabeza, un volumi­noso rollo de papiros bajo doble cubierta de lino encerado y de piel de foca: eran estas "Escrituras del Patriarca Aldis" que parecen ser el re­lato más extenso conocido hasta hoy, sobre el asunto que nos ocupa a todos los que anhelamos conocer la verdad.

—Y ese Patriarca Aldis, ¿qué actuación tuvo en aquella lejana edad? —interrogó Nicodemus.

—Fue el padre de Adamú, que estudiando el relato, se ve, que este nombre corresponde al de Adán de los libros hebreos. El Patriarca Aldis era originario de un país de Atlántida, que se llamaba Otlana, y que fue de los últimos en hundirse cuando la gran catástrofe de aquel Continen­te. Refiere con muchos detalles, la salida de la gran flota marítima del Rey de Otlana huyendo de la invasión de las aguas hacia el Continente Europeo. Entre el numeroso acompañamiento de tropas, servidumbre y familiares, Aldis era Centurión de los lanceros del rey, casado con una doncella de la servidumbre particular de la princesa Sophía, hija única del soberano, la cual amaba al capitán de la escolta real. Co­mo el rey se opuso a tales amores, allí empezó la lucha, pues al llegar al Ática, la princesa debía casarse con el heredero de aquel antiguo rei­no, enlace de pura conveniencia para la alianza de fuerza que se quería realizar entre el soberano Atlante y el poderoso monarca del Ática pre­histórica.

"Fue entonces que resolvieron huir: Aldis con su mujer Milcha, y la Princesa Sophía con Johevan, Capitán de la Guardia del Rey; y en una pequeña embarcación de las numerosas que formaban la flota lle­garon a una pequeña isla del Mar Egeo. Las dos parejas prófugas se internaron luego hacia el oriente, de isla en isla, y luego por la costa norte del Mar Grande. De Milcha nació Adamú, y de Sophía nació Evana. "Aldis y Johevan fueron luego capturados por los piratas que comerciaban con esclavos, y llevados a una gran ciudad riel Nilo, Neghadá, donde una antigua institución de beneficencia y de estudio pagaba muy buenos rescates. La embarcación con las dos mujeres y los niños muy pequeñitos, fue llevada por la corriente en una noche de viento has­ta la costa de lo que hoy es Fenicia, donde encalló.

"Y en una caverna de las montañas de la costa, hallaron refugio aquellas cuatro débiles criaturas humanas. La caverna había sido habi­tación de muchos años de un solitario, muerto ya de vejez, y había de­jado allí con sus siembras y cultivos, una pequeña majada de renos do­mésticos que ayudaron a vivir a los desterrados, pues una reno madre crió con su leche a los pequeños. Las madres acostumbradas a otro gé­nero de vida, se agotaron prontamente, sobre todo la princesa Sophía que murió la primera. Poco después murió Milcha, y los dos niños de muy pocos años quedaron solos con la majada de renos, viviendo de los peces que arrojaban las olas a la costa, y de las frutas y legumbres se­cas almacenadas por el solitario. El gran río Eufrates llegaba entonces casi hasta la orilla del mar, pues fue siglos después que desvió su curso un gran rey de Babilonia, para hacerlo pasar por en medio de la ciudad y construir así los jardines colgantes que fueron por mucho tiempo la más grande maravilla del mundo. Y entre las praderas deliciosas del Eufrates y la costa accidentada del mar, pasaron su primera vida Adamú y Evana. Allí fue que encontraron a Caín en una barquilla abandonada, con su madre muerta, lo cual ocurría con mucha frecuencia en esclavas que huían por los malos tratamientos, o esposas secundarias que no soportaban el despotismo de la primera esposa.

"La joven pareja que sólo tenía 13 años adoptó al huerfanito, al cual se unió tiempo después Abel nacido de Evana, lo cual parece haber dado motivo a que se creyera que ambos fueran hijos de Adamú y Evana.

"Yo os lo cuento a grandes rasgos, pero "Las Escrituras del Pa­triarca Aldis" que más tarde encontró a los niños, ya padres de Abel, relatan con minuciosos detalles todos los acontecimientos y de tal for­ma, que la verdad razonable y de una lógica irresistible, fluye de aquel relato como el agua clara de un manantial.

El Patriarca Aldis —observó Nicodemus—, fue, pues, un testigo ocular de los acontecimientos, lo cual da motivo bien fundamentado para que podamos decir que estamos en posesión de la verdadera historia.

Y un testigo ocular desde los 24 años de su edad hasta los 103 que duró su vida física —añadió Jhasua—. Sólo hay un paréntesis —di­jo el joven Maestro— y es desde que Aldis y Johevan fueron capturados por los piratas, hasta que nuestro Patriarca Aldis encontró de nuevo a los niños, ya de 14 años, en la misma caverna entre el Eufrates y el mar donde los dejaron sus madres. Pero este paréntesis se salva lógica­mente con lo que los mismos niños ya adolescentes debieron referir al Patriarca, en cuanto a los detalles de su vida desde que ellos lo recordaban.

"A más, el mismo Patriarca Aldis hace referencia en el primer papiro, a un tierno y conmovedor relato escrito por la princesa Sophía en su propia lengua atlante, el cual refiere detalladamente la vida que ambas mujeres hicieron en la caverna desde que sus esposos fueron cau­tivos.

"La princesa lo escribió para que los niños supieran su origen, y lo confió a Mucha, madre de Adamú, que la sobrevivió varios años. 1      —La evidencia es notoria —dijo José de Arimathea— y sobre todo, una lógica tan natural, tan sin artificio que no deja la menor sombra de duda respecto a los acontecimientos.

—Y aún hay más —afirmó Jhasua— y es la concordancia de ciertos hechos del relato en cuanto a fechas, con lo que se sabe por otras antiguas escrituras de otros autores y otros países. Por ejemplo: las invasiones de los mares sobre los Continentes, en forma que toda Europa y Asia Cen­tral quedaron bajo las aguas, coincide con la fecha en que el Patriarca Aldis relata que abandonó su país el rey Atlante Nohepastro, y su gran buque-palacio con toda su flota anduvo varios meses sobre las aguas, hasta que éstas bajaron y sus barcos encallaron en las cimas de las mon­tañas de Manh, la Armenia de ahora, que salieron a flor de agua por su elevación.

—¡Oh! mi querido Jhasua, todo esto es maravilloso y podemos decir con toda satisfacción que la Fraternidad Esenia, nuestra madre, es dueña de la verdad en cuanto a los orígenes de esta civilización que hasta hoy, triste es decirlo, estaba basada sobre una fábula infantil: Dios formando con sus manos un muñeco de barro al cual sopla y le da vida; le arranca luego una costilla y sale la mujer, compañera de su existencia —decía Nicolás de Damasco, como si se le quitara un enorme peso de encima.

—Y aún hay más —observó Nicodemus— y es que de ninguna for­ma la lógica podía arreglar lo que siguió después. En los principios del Libro del Génesis luego de relatar el asesinato que hizo Caín en la per­sona de Abel, añade que el asesino huyó hacia el oriente al país de Nod, donde se casó y tuvo hijas y fundó un pueblo. ¿De dónde sacó Caín mujer para casarse, si la única mujer del mundo era Eva sacada de la costilla de Adán? Esto sólo prueba que había seres humanos en aquellas comar­cas, y que el origen de la especie humana se remonta a muchísimos siglos anteriores al relato de nuestro Génesis, que en esa parte tan reñida con la razón y con la lógica, no puede de ninguna manera atribuirse a Moisés, sin hacer un estupendo agravio al gran genio que dio a los hombres el grandioso Decálogo, que servirá a la humanidad de norma de vida justa, mientras habite este planeta.

—Sobre este punto —respondió Jhasua— he presenciado largos de­bates y comentarios entre mis sabios maestros Esenios, y todos hemos llegado a la conclusión siguiente:

"La verdadera historia debió perderse en la noche de los tiempos al finalizar la Civilización Sumeriana, en el Asia Central y Mesopotámia Norte, por la invasión de los hielos polares que durante una larga época devastaron esas regiones, al extremo de quedar casi desiertas.

"Esto sin duda dio motivo a que Adán y Eva niños y solos con sus madres en el país de Ethea, que hoy es Fenicia, se creyeran por largo tiempo únicos habitantes de la comarca.

"Más tarde, o sea tres siglos después de Adán y Eva, la gran Alian­za de los pueblos fundada por los Kobdas del Nilo, fue destruida por luchas fratricidas, por invasiones de razas bárbaras que asolaron toda la región del Eufrates, llegaron hasta el África Norte y destruyeron a sangre y fuego cuanto había hecho de grande y bueno la gloriosa Frater­nidad Kobda.

"Neghadá era por entonces el Archivo de mundo civilizado y Neghadá fue destruida y degollados sus moradores.

"Dios quiso que aquel inmenso Santuario guardase en los sub­suelos, y entre las urnas funerarias labradas en granito, muchas y valio­sas Escrituras, debido a la costumbre de los antiguos Kobdas, de guardar junto a la momia de un hermano fallecido, algo de lo que en vida hu­biera hecho. Y así el que había escrito algo, tenía allí sus papiros; el que había sido artífice, tenía también junto a su momia algunos de sus trabajos, el que había sido geómetra, químico, astrónomo o cultivador de cualquier rama del saber humano, algo de todo ello tenía en su urna funeraria. Y nuestro hermano Filón conserva en su museo particular, una momia encontrada en excavaciones de las ruinas de Neghadá, con una lira de oro colocada sobre el pecho.

"Pero volviendo al punto iniciado por Nicolás de Damasco a lo cual he querido contestar con todo lo dicho, debo añadir lo que oí a mis maestros del Tabor: No sabiendo la verdadera historia del origen de la civilización Adámica, los primitivos cronistas creyeron sin duda engrandecer los acontecimientos envolviéndolos en esa bruma maravillosa. Es bien sabido y bien conocida la tendencia de las humanidades primitivas a lo maravilloso, a lo que sobrepasa el límite a donde llega la razón, en todos los casos en que no ha sabido dar explicación lógica de un hecho cualquiera.

"Durante la Civilización Sumeriana, se sabe que hubo una especie de sociedad secreta cuyo origen venía del lejano oriente. La formaban magos negros de la peor y más funesta especie conocida entre los huma­nos, y para ocultar su existencia la llamaban "La Serpiente" y "Anillos" a los que formaban dicha agrupación. Todos los males, todas las enfer­medades, epidemias, tempestades, inundaciones, todo era atribuido a "La Serpiente", y nuestros comentaristas Esenios juzgan, acertadamente, que de allí surgió la fábula de la serpiente que engañó a Eva. En fin, que si algún día vosotros estudiáis a fondo las "Escrituras del Patriarca Aldis" y otras más que hay, creo que comprenderéis como yo, y como todos los que anhelamos la verdad, y no una leyenda que no puede satisfacer jamás a quienes buscan razonamiento y clara lógica en lo que se refiere a la his­toria de nuestra civilización.

Pasado el preludio, Jhasua —dijo José de Arimathea—, creo que bien podríamos iniciar la lectura de la copia que nos has traído.

Como todos demostrasen asentimiento, el joven Maestro comenzó así:

"Escrituras del Patriarca Aldis — Papiro Setenta — Refiere la muerte del Thidalá de la Gran Alianza, Bohindra, y su reemplazo por el joven Abel, llamado el Hombre-Luz.

"Una ola inmensa de paz y de justicia se extendía desde los países del Nilo, por las costas del Mar Grande, y hacia el oriente en las tierras bañadas por el gran río Eufrates y sus afluentes; y. hacia el norte hasta el Ponto Euxino y el Mar del hielo (el Báltico) y hasta las faldas de la cordillera del Káucaso.

"A tres Continentes había llegado la influencia de los hombres de la toga azul, entre lote cuales había bajado como una estrella de un cielo lejano, el Ungido del Altísimo para elevar el nivel moral y espiritual de la humanidad.

"Dos centenares de pueblos se habían unido al influjo de un hombre, mago del amor, el incomparable Bohindra, genio organizador de socie­dades humanas, entre las cuales desenvolvió su misión Abel, el Hombre-Luz, hijo de Adamú y Evana.

"Una larga vida había permitido a Bohindra recoger el fruto de su inmensa siembra, y la Fraternidad humana era una hermosa realidad en los países a donde había llegado la Ley de la Gran Alianza, esa obra magna del genio y del amor, puestos al servicio de la gran causa de la unificación de pueblos, razas y naciones.

"Bohindra, anciano ya y cargado, más que de años, de merecimien­tos, veía terminada su labor. Veía a su biznieto Abel, retoño de Evana hija de su hijo Johevan, que se levantaba como un joven roble pleno de savia, de fuerza, de genio; y sonreía lleno de noble satisfacción. Veía a bu nieta Evana ya llegada a los treinta años, apoyada en Adamú su com­pañero de la niñez que habían respondido ampliamente a la educación recibida de las Matriarcas Kobdas, y eran Regentes de los "Pabellones de los Reyes" escuelas-templos, donde se formaba la juventud de los paí­ses aliados.

"¿Qué más podía desear? ¿Qué le faltaba por hacer?

"El Altísimo había fecundado todos sus esfuerzos, dado vida real a todos sus anhelos de paz y fraternidad humana, y nadie padecía hambre y miseria en toda la extensión de la Gran Alianza.

"Y por fin, como un halo de luz orlando su cabeza, veía a su fiel compañera Ada que circunstancias especiales pusieron a su lado como una aurora de placidez que ahuyentaba todas las sombras, como un fresco rosal plantado inesperadamente en su camino, como un don de Dios a su corazón solitario. Y rebosante su alma de dicha y de paz, con los ojos húmedos de emoción decía la frase habitual del Kobda agradecido a la Divinidad: "¡Basta, Señor, basta!... que en este pobre vaso de arcilla no cabe ni una gota más!"...

"Y haciendo un postrer saludo con ambas manos a todos cuantos le amaban, y a la muchedumbre que le aclamaba desde la gran plaza del Santuario, se retiró del ventanal porque ya la emoción le ahogaba y se sentó ante su mesa de trabajo donde durante tantas noches y tantos días había dado vida a sabias y prudentes leyes, a combinaciones ideológicas grandiosas, a sus sueños de paz y fraternidad entre los hombres.

   

 

"Y su alma que ya desbordaba, se vació sobre un papiro de su car­peta. .. el último papiro que debía grabar:

 

—"¡Señor!... ¿qué puedo ya darte

Si cuanto tuve lo di?...

¿Qué puede hacer esta chispa

Que sea digno de Ti?...

 —Los hombres en este mundo

Te han visto y hacia Ti van!...

Si no pierden el camino

Pronto hasta Ti llegarán.

—Te saben Padre y te aman,

Buscan tu luz y calor;

Te saben grande y excelso

Y te dan su adoración..

—Tus dones les hacen buenos,

Supo tu amor perdonar

Dolorosos extravíos

De esta pobre humanidad.

—Si en esta heredad que es tuya

Una gota nada más

Puso la savia de mi alma

Y la ayudó a fecundar.

—Que esa gota se convierta

En un anchuroso mar,

De aguas dulces y serenas

Que su sed puedan calmar!

 —Si un solo grano de arena

Mi débil mano aportó

Para el castillo encantado

De los que buscan tu amor,

Que se torne en fortaleza

Opuesta al negro turbión...

¡Señor!... Si todo lo he dado

¿Qué más puedo darte yo?...

—Si soy sólo en tus jardines

Mariposilla fugaz,

en los mares de la vida

Ola que viene y se va...

Si soy pájaro que anida

En las ramas de un pinar

su nido lo destruyen

Las furias del huracán.

Si soy una chispa errante,

Gota de agua nada más,

Flor de efímera existencia,

Mariposilla fugaz,

¡Déjame, Señor, diluirme

En tu Eterna inmensidad!...

¿No es hora de que la gota Retorne a su manantial?...

¿No es hora de que la chispa Se refunda en el volcán?. . .

¿No puede la mariposa Sus tenues alas plegar ?...

Soy viajero fatigado,

Tiemblan cansados mis pies...

¡Dime Señor que repose

De tu Reino en el dintel!...

¡Que este corazón se duerma

Que cese ya de latir!...

Amó tanto en esta vida

¿No es hora ya de dormir ?...

¡Que tu voz me llame queda,

Que tu amor oiga mi ruego!...

¡Señor! ¡Espero que llames!

¡Señor!...  ¡Señor!...  ¡Hasta luego!...

 

"El anciano por cuyo noble y hermoso semblante corrían lágrimas de emoción, tomó su lira para cantar en ella a media voz las estrofas que había escrito, pero la voz divina que había evocado tan intensamente le llamó en ese instante, y la noble cabeza coronada de cabellos blancos se inclinó pesa­damente sobre aquella lira de oro, ofrenda de sus amigos, y en la cual tanto había cantado a todo lo grande y bello que encontró en su vida.

"Así murió Bohindra, el mago del amor, de la fe, de la esperanza, siempre renovada y floreciente. Así murió ese genial organizador de nacio­nes, de razas, de pueblos, que sin echar por tierra límites ni barreras, supo encontrar el secreto de la paz y la dicha humana en el respeto mutuo de los derechos del hombre, desde el más poderoso hasta el más pequeño, desde el más fuerte hasta el más débil.

"Bien puede decirse que fue Bohindra, quien puso los cimientos del templo augusto de la fraternidad humana, delineada ya desde lejanas eda­des por el Espíritu Luz, Instructor y Guía de esta humanidad.

"Pocos momentos después corría como una ola de angustia por los vastos pabellones, pórticos y jardines del gran Santuario de la Paz, la in­fausta noticia. Y como avecillas heridas se agruparon todos en torno a la reina Ada, que apoyada en Abel, en Adamú y Evana, debía hacer frente a la penosa situación creada por la desaparición del gran hombre que había llevado hasta entonces el timón de la civilización humana en aquélla época.

"Un numeroso grupo de Kobdas jóvenes formados en la escuela de Bohindra, respaldarían a los familiares del extinto en el caso de que las circunstancias les pusieron de nuevo al frente de la Gran Alianza de las Naciones Unidas.

"Y el clamor inmenso de los pueblos, huérfanos de su gran conductor, designó como en una ovación delirante al joven Abel, hijo de Adamú y Evana, para suceder al incomparable Bohindra, que había encontrado en el amor fraterno el secreto de la dicha humana.

"El gran Thidalá desaparecido, dejaba su esposa viuda, joven todavía, Ada, mujer admirable que había hecho sentir su influencia sobre la mujer de todas las condiciones, y sobre la niñez, esperanza futura de naciones y pueblos. Y ella fue la Consejera Mayor del joven Abel, que reunió en torno suyo como cooperadores, a las más claras inteligencias de aquella hora.

"Una agrupación de mujeres valerosas y decididas habían sido el aliento de Bohindra, en sus inmensos trabajos. Las llamaban Matriarcas, y varias de ellas eran dirigentes de pueblos que por diversas causas quedaron sin sus jefes.

"Y de entre estas Matriarcas, el joven apóstol de la verdad eligió dos, que en unión con la reina Ada, fueron en adelante su apoyo y su sostén en medio de los pueblos que lo habían proclamado Jefe Supremo de la Gran Alianza. Estas mujeres fueron Walkiria de Kifauser, soberana de los países del Norte entre el Ponto Euxino y el Káucaso y Solania de Van, Matriarca de Corta-agua y de todo el norte africano, desde los países del Nilo hasta la Mauritania.

—Y ese Corta-Agua ¿qué paraje o ciudad era? —interrogó Nicodemus interrumpiendo la lectura.

—Era el Santuario, desde el cuál la Matriarca Solania sembraba el amor fraterno civilizador de pueblos, que estaba edificado sobre el inmenso peñasco en que hoy aparece Cartago, vocablo abreviado y derivado de "Corta Agua", que alude sin duda a la atrevida audacia con que el peñón penetra en el mar como un verdadero rompe-ola —contestó Jhasua, que es­taba muy familiarizado con citas de pueblos y lugares prehistóricos que aparecían en aquellos viejos relatos de un pasado remoto.

—De estas "Escrituras del Patriarca Aldis" ¿se habrán sacado copias, o estamos en poder del original? —interrogó Nicodemus.

—Eso no lo podemos saber —contestó Jhasua —pero es lógico suponer que se sacarían copias por lo menos para cada uno de los Santuarios Mayo­res que eran tres: El de Neghadá sobre el Nilo, que es donde se encontró la momia con estos rollos, el de la Paz sobre el Eufrates y el del Mar Caspio. Si lo que tenemos en el Archivo de Tabor, es sólo una de estas copias, no lo podemos saber por el momento. Pero tampoco esto interesa mayormente, toda vez, que original o copia, nos relata la verdadera histo­ria de los orígenes de la actual civilización.

—Estos papiros — observó Nicolás— deben tener su historia, y sería interesante conocerla para tener un argumento más a favor de su veracidad.

—Ciertamente —contestó Jhasua— y mis maestros Esenios que en cuestión de investigaciones no son cortos, ya hicieron las que creyeron oportunas al donante de este tesoro, el sacerdote de Hornero, Menandro, que aunque griego de origen, pasó casi toda su vida en la isla de Creta donde formó su hogar. Su afición a coleccionar escrituras y grabados antiguos lo hizo un personaje muy conocido, pues los unos por ofrecerle antigüedades para su Archivo-Museo, los otros por obtener datos de sucesos determina­dos acudían a él. Como es apasionado de Hornero su ilustre antecesor, fue en la búsqueda de datos para reconstruir la vida del gran poeta griego, que Menandro se entregó con toda su alma a la adquisición de cuanta escritura o grabado antiguo se le ofrecía. Tenía agentes para este fin en distintas ciudades, y él cuenta que un buen día se le presentó una joven llena de angustia porque atravesaba por una terrible situación.

"Acababa de morir su padre, dejándola sola en el mundo sin más com­pañía, ni más fortuna, que una gran caja de encina llena de documentos y grabados en papiros, en carpetas de tela encerada y hasta en tabletas de madera. Alguien le indicó que eso podía representar un valor para los coleccionistas de antigüedades y le aconsejaron acudir a nuestro Menandro en busca de ayuda.

"Tanto se interesó por la caja de encina, que no sólo compró sino que tomó a esa joven por esposa y fue la madre de los dos únicos hijos que tiene. La joven recordaba haber visto esa caja en poder de su padre desde que ella fue capaz de conocimiento, y decía que le oyó muchas veces decir que un sacerdote Kopto se la dejó en depósito hasta el regreso de un viaje que iba hacer, dejándole a más unas monedas de oro acuñadas en Alejan­dría y con la efigie de Ptolomeo II, en pago de las molestias que aquella caja le ocasionara.

"Tal es la historia de los rollos de papiro, con las "Escrituras del Patriarca Aldis" y otros muchos documentos referentes al antiguo Egipto, como ser actas de la construcción de templos, palacios y acueductos. Y aunque éstos no nos interesan para nuestro fin, sirven de refuerzo a la ve­racidad del origen de estas Escrituras. Hay por ejemplo trozos de planos v croquis del famoso Laberinto, templo y panteón funerario mandado construir por el Faraón Amenemhat III en las orillas del Lago Meris. Y en esos planos están indicados los sitios precisos donde se guardan urnas con momias de los Faraones, y cofres con escrituras de una antigüedad remo­tísima. Y mi maestro Esenio que estuvo catorce años haciendo investiga­ciones en Alejandría con nuestro hermano Filón, asegura que esto es verdad, y no sólo tiene croquis iguales sacados por ellos, sino que hasta tiene en el Tabor Escrituras referentes a la fundación de un antiguo reino por Menes, con un gran Santuario al que dio el nombre de Neghadá, lo cual nos hace pensar que el tal Menes mucho anterior a los Faraones, debió ser un hilo perdido de los antiguos Kobdas de Neghadá en los valles del Nilo.

"Y el nombre mismo del Lago Meris aparece en esa vieja Escritura de Menes y le llama hijo de la Matriarca Merik que gobernaba esa región.

En verdad Jhasua —observó José de Arimathea— lo que nos estás diciendo es de una importancia capital para todos los que anhelamos re­construir sobre bases sólidas, el templo augusto de la verdad histórica de nuestra civilización.

—Tengo más todavía —dijo Jhasua entusiasmado de verse compren­dido y apoyado por sus antiguos amigos de Jerusalén—. Es lo siguiente: En la caja de encina y junto con los papiros del Patriarca Aldis, se encuentran otros rollos escritos por Diza-Abad, los cuales fueron encontrados en el Monte Sinaí por los guerreros del Faraón Pepi I, que conquistaron esa importantes península de la Arabia Pétrea, hace 3500 a 4000 años. El ha­llazgo fue hecho en una gruta sepulcral perdida entre las ruinas de una ciudadela o fortaleza, de una antigüedad que no se puede precisar con fijeza.

"Lo que parece claro, es que Diza-Abad, estuvo vinculado a los sabios de Neghadá, y que el Monte Sinaí que Moisés hizo célebre después, en aquella remota época se llamó Peñón de Sindi, y era un terrible presidio para criminales incorregibles.

"Y al narrar Diza-Abad parte de su vida en aquel presidio, hace re­ferencias de paso al Pangrave Aldis que acompañando a su nieto Abel, estuvo en aquel paraje. Menciona asimismo los nombres de Bohindra, de Adamú y Evana y de otros personajes, a los cuales debió él la reconstruc­ción de su propia vida.

"Esta Escritura, aunque para nosotros no tiene la gran importancia de la otra, la refuerza y confirma admirablemente dándole vida real, lógica, continuada.

—Verdaderamente Jhasua, nos traes un descubrimiento formidable —dijo Nicolás— y tan entusiasmado estoy, que hasta se me ocurre que debíamos abrir una aula para explicar la historia de nuestra civilización.

— ¡Pero no en Jerusalén, por favor! —Objetó entre serio y risueño Gamaliel—. A Jerusalén le tengo pánico en esta clase de asuntos. Jerusa­lén sólo es bueno para asesinar Profetas y sabios, y para degollar por miles los toros en el Templo y negociar luego con sus carnes.

-— ¡En Jerusalén no, pero podría ser en Damasco mi tierra natal —ob­servó Nicolás—. Damasco no está bajo el yugo del clero de Jerusalén, sino bajo el Legado Imperial de Siria que para nada se mezcla en asuntos ideo­lógicos, con tal que se acepte sumisamente la autoridad del César.

—O también en Tarso —dijo de nuevo Gamaliel— donde hay grandes escuelas de sabiduría, y una fiebre de conocimientos, que acaso no la hay en ninguna otra parte por el momento. Hay quien asegura que Alejandría no le lleva mucha ventaja a Tarso en lo que a estudios superiores se refiere.

—Con el Mediterráneo de por medio, las dos ciudades se miran frente a frente como dos buenas amigas que se hablan d« balcón a balcón —dijo Nicodemus complacido en extremo del punto a que había llegado la con­versación—. Y pensar Jhasua —añadió— que tú, un jovenzuelo de sólo 18 años, habías de ser el conductor de este hilo de oro, que nos pone en con­tacto con una verdad que muchos hombres han muerto buscándola, sin poder encontrarla entre los escombros formados por la ignorancia y el fa­natismo de las masas embrutecidas. Prefieren comer y dormir tranquilos, antes que molestarse removiendo ruinas para encontrar la verdad.

—Bendigamos al Altísimo que nos ha permitido este supremo goce espiritual —dijo el joven Maestro, conmovido a la vez ante el recuerdo de tantos mártires de la verdad como habían sido sacrificados en los últimos tiempos, por haber comenzado a remover los escombros encubri­dores de una verdad que dejaba en crítica situación los viejos textos hebreos, venerados como libros sagrados, de origen divino.

Aquí había llegado la conversación, cuando Joseph se presentó en el cenáculo anunciando que era la hora de la cena. Y Ana ayudada por Jhosuelín y Jhasua, comenzaron los preparativos sobre la gran mesa central, donde hasta hacía un momento estuvieron diseminadas las copias con que Jhasua obsequiaba a sus amigos.

—Alimentar primeramente el espíritu, y en segundo término la ma­teria, es la perfección de la vida humana — decía José de Arimathea ocu­pando el lugar que le fue designado.

Durante la comida nada absolutamente se habló de aquello que ocu­paba el pensamiento de los cuatro viajeros; pero cuando ella terminó y los familiares de Jhasua se hubieron retirado, el modesto cenáculo Nazareno, volvió a ser el aula, donde un puñado de hombres maduros en torno a un jovencito de 18 años, buscaban afanosamente una verdad que como perla de gran valor se había perdido hacía muchos siglos, y lucha­ban para desenterrar de los escombros amontonados por las hecatombes que habían azotado a la humanidad y por su inconciencia misma, que la hacía incapaz en su gran mayoría, de levantar en alto la antorcha de su inteligencia para encontrar de nuevo el camino olvidado.

Jhasua, en medio de ese silencio solemne que precede a la aparición de una verdad largo tiempo deseada, inició de nuevo la interrumpida lec­tura de las "Escrituras del Patriarca Aldis".

"Los países de los tres Continentes que formaban la Gran Alianza de Naciones Unidas, se vieron conminados desde el Eufrates, por sus representantes ante la Sede Central del Consejo Supremo, establecido hacia 25 años en el Gran Santuario de "La Paz", en la llanura hermosa y fértil entre el Eufrates y el Hildekel, poco antes de reunirse ambos ríos en el vigoroso delta que desemboca en el Golfo Pérsico. Se les pedía su concurso para establecer el nuevo Consejo Supremo que continuara la obra civilizadora de paz y de concordia iniciada por Bonhindra, la cual había anulado la prepotencia, los despotismos, las esclavitudes, en una palabra, la injusticia ejercida por los poderosos en perjuicio de las masas embrutecidas por la ignorancia y la miseria. Y desde los países del Ponto Euxino y del Mar Caspio, desde el Irán hasta las tierras del Danubio, por el norte, y desde el Nilo hasta la Mauritania sobre las Columnas de Hércules por el sur, se vieron reunirse en el Mediterráneo caravanas de barcos que anclaban en Dhapes, importante puerto del País de Ethea, donde terminaba el recorrido de las caravanas mensuales que cruzaban toda la inmensa pradera del Eufrates, y las cuales conducían a los viajeros hasta los pórticos de La Paz.

"Se repetía la escena, grandemente aumentada de 25 años atrás, cuando los caudillos, príncipes o jefes de tribus se reunían en torno al blanco Santuario, abriendo sus tiendas bajo los platanares que lo ro­deaban, para depositar su confianza y su fe en un hombre que había encontrado el secreto de la paz y la abundancia para los pueblos. Aquel hombre era Bonhindra. El no estaba ya más sobre la tierra, pero que­daba un vástago suyo, un bisnieto: Abel, que aunque sólo contaba 28 años, era conocido de todos los pueblos de la Alianza a donde fuera en­viado desde sus 20 años, en calidad de mensajero y visitante de pueblos, como un portador de los afectos y solicitudes del Kobda-Rey, para todos los países de la Alianza.

"¿En quién, pues, habían de pensar sino en Abel, en el cual veían reflejada la noble grandeza de Bonhindra y su heroico desinterés, para solucionar las más difíciles situaciones y evitar luchas fratricidas entre pueblos hermanos? Y otra vez, bajo los platanares que rodeaban como un inmenso bosque el Santuario de La Paz, se oyeron los mismos cla­mores de 25 años atrás.

"¡Paz y concordia para nuestros pueblos!... ¡Paz y abundancia para nuestros hijos!

"¡Abel, hijo de Adamú y Evana, biznieto del gran Bonhindra que llevas su sangre, y un alma copia de la suya!... ¡Abel! ¡Abel! ¡Tú serás el que llene el vacío dejado en medio de nosotros por el gran hom­bre que nos dio la dicha! Y un clamor ensordecedor formaba como una orquesta formidable a la terminación de aquellas palabras.

"La reina Ada envuelta en su manto blanco de Matriarca Kobda, apareció en el gran ventanal del Santuario con Abel a su lado.

"Le seguían Adamú y Evana que completaban la familia carnal del gran Thidalá desaparecido. Las aclamaciones eran delirantes, y los príncipes y caudillos, entraron a los Pórticos del Santuario, e invadieron sus grandes pabellones hasta encontrarse con Abel a quien venían bus­cando.

"La reina Ada les presentó sobre el gran libro de la Ley de la Alianza, la corona de lotos hecha de nácar y esmeraldas, y la estrella de turquesa que 25 años atrás habían entregado a su esposo como símbolo de la suprema autoridad que le daban.

"Y los Príncipes, puestos de acuerdo, dijeron:

"—Eres Reina y Matriarca Kobda, la fiel compañera del hombre que nos dio la paz y la dicha. Seas tú misma quien entregue a nuestro elegido esos símbolos de la Suprema Autoridad que le damos.

"Abel, mudo, sin poder articular palabra por la emoción que lo embargaba, dobló una rodilla en tierra para que la Reina Ada le colocara la diadema de lotos sobre la frente, y le prendiera en el pecho la estrella de cinco puntas que según la tradición lo asemejaba a Dios que todo lo ve y todo lo sabe.

"—La paz ha sido otra vez asegurada. La dicha de nuestros pueblos ha sido de nuevo conquistada! —exclamaban en todos los tonos los prín­cipes de la Alianza.

"Así llegó Abel al supremo poder; el hijo de Adamú y Evana, na­cido en una caverna del país de Ethea, entre una majada de renos, y lejos del resto de la humanidad que por mucho tiempo ignoró su naci­miento.

"Era el Hombre-Luz enviado por la Eterna Ley, para guiar a los hombres por los caminos del bien, del amor y de la justicia.

"Su primer pensamiento como Jefe Supremo de la Gran Alianza fue éste: "Antes de todo, soy un Kobda poseedor de los secretos de la Divina Sabiduría". Y este pensamiento lo envolvió todo como un nimbo do luz y de amor, que lo condujo hasta el Pabellón de la Reina Ada, a la cual encontró de pie junto al sarcófago de su rey muerto, tiernamente ocupada en ordenarle la blanca cabellera, que como una madeja de nieve coronaba su noble cabeza. Habían pasado los 70 días del embalsama­miento acostumbrado.

"-¡Mi Rey! —le decía a media voz, mientras sus lágrimas caían suavemente como gotas de rocío sobre un manojo de rosas blancas—. ¡Mi Rey!... No pensaste sin duda en mí, que quedaba sola en medio de pueblos y muchedumbres que me amaban por ti.

"—Me acogiste bajo tu amparo a mis 14 años, y en vez de la escla­va que pensaba ser, me colocaste en un altar como a una imagen da ternura, a la cual diste el culto reverente de un amor que no tiene igual en la tierra!... ¿Y ahora, mi rey... y ahora?...

"—Ahora estoy yo, mi Reina, a tu lado, como el hijo de tu rey, que te conservará para toda su vida, en el mismo altar en que él te dejó —dijo Abel, desde la puerta de la cámara mortuoria—. ¿Me permites pasar?

"—Entra, Abel, hijo mío, entra, que contigo no rezan las etique­tas —le contestó Ada sin volver la cabeza para ocultar su llanto.

"El joven Kobda entró y arrodillándose a sus pies le habló así:

"—Los madres tengo en esta vida mía: tú y Evana. Y así como mi primer pensamiento ha sido para ti, que el tuyo sea para mí, y que tu primer acto de reina viuda, sea para adoptarme en este momento y ante el cadáver de nuestro Rey, como a un verdadero hijo, al cual pro­tegerás con tu amor durante toda tu vida.

"El llanto contenido de Ada se desató en una explosión de sollozo sobre la cabeza de Abel, que recibió aquel bautismo de lágrimas con el profundo sentimiento de amor reverente y piadoso, con que recibiera años atrás a sus 12 años, la túnica azulada que lo iniciaba en los cami­nos de Dios.

"—Hijo mío, Abel —le dijo la reina—; tenías que ser tú quien recibiera primero todo el dolor que ahogaba mi corazón.

"Y extendiendo ambas manos sobre aquella rubia cabeza inclinada ante ella le dijo:

"—Desde este momento quedas en mi corazón como el hijo de Bonhindra mi rey, y nunca más te apartaré de mi lado.

"Entre ambos dispusieron enseguida, que en la gran Mansión de la sombra del Santuario se reuniera a todos les Kobdas, hombres y muje­res para hacer una concentración conjunta, con el fin de ayudar al es­píritu del Kobda Rey a encontrar en plena lucidez su nuevo camino en el mundo espiritual.

"Cuando resonó el toque de llamada, todos estaban esperando ya vestidos con las túnicas blancas de los grandes acontecimientos, y la gran sala de oración se vio invadida de inmediato por aquella concu­rrencia blanca, que entraba en filas de diez y diez, según la costumbre.

"Al final entró la Reina Ada envuelta en su blanco manto de Matriarca Kobda, y detrás de ella, Evana, Adamú y Abel.

"El que esto escribe, ocupaba por entonces un lugar en el alto Consejo de Gobierno que había formado a su alrededor Bonhindra, y por ser el más anciano, de orden me correspondía ocupar el lugar del Patriarca desaparecido. Mas, un íntimo sentimiento de respeto hacia el dolor de la Matriarca Ada, me impidió hacerlo, y el lugar de Bonhin­dra quedó vacío a su lado. Sobre uno de los brazos del sillón estaba apo­yada su lira, la que él usaba siempre para las melodías de la evocación.

"Cual no sería el asombro y emoción de todos, cuando a poco de hacerse la penumbra, se sintió la suavidad inimitable de la lira de Bon­hindra que preludiaba su melodía favorita: "Ven Señor que te espero".

"Y en el mayor silencio, apenas moviéndose imperceptiblemente unos en pos de otros, comprobamos la sutil materialización del espíritu del Kobda-Rey, que ocupaba su sitial al lado de su fiel compañera, y ejecutaba su más sublime evocación a la Divinidad.

"Pocos momentos de emoción como aquel he presenciado en mi vida. Juntos habíamos padecido luchas espantosas, juntos habíamos sido felices; Bonhindra era, pues, para mí, un hermano en todo el alcance de esa palabra.

"La reina Ada y todos los sensitivos habían caído en hipnosis, y ayudaban sin duda a aquella materialización tan perfecta como no re­cordamos haber visto otra en mucho tiempo.

"El llanto silencioso de todos, hacía más intensa las ondas sutiles de aquel ambiente de cielo en la tierra, laborado con el amor de todos hacía el Kobda Rey que poseyó en grado sumo, el poder y la fuerza de hacerse amar de todos cuantos le conocimos.

"Abel se acercó el último a la hermosa aparición, que por su ex­trema blancura parecía formar luz en la penumbra violeta del San­tuario. Y cuando terminó la melodía, la lira quedó sobre el asiento del sillón y la visión ya casi convertida sólo en un halo de claridad, envolvió a la Reina Ada y a Abel que se había arrodillado a sus pies, y luego se evaporó en la penumbra de la gran sala de oración, donde todos pensá­bamos lo mismo:

"¡Qué grande fue el amor de Bonhindra que le hizo dueño de los poderes de Dios!".

"Tal fue la saturación de amor de aquella inolvidable tenida espi­ritual, que todos salimos de ella sintiéndonos capaces de ser redentores de hombres por el sacrificio y el amor.

"Desde ese momento comenzaron las grandes actividades de Abel, que con el apoyo y concurso de todos, supo cumplir los programas de Bonhindra, en bien de los pueblos de la Alianza.

"La Fraternidad Kobda, reforzada por la unión de los últimos Dacthylos del Ática, lo fue aún más, en cuanto al elemento femenino traído al Santuario de la Paz por la Matriarca Walkiria, cuya grandeza atrajo a muchas mujeres de los países del hielo, a vestir la túnica azulada de las obres del pensamiento.

“Reunido el alto Consejo del Santuario, escuchó la palabra de Abel que decía:

“Los jefes y Príncipes de los pueblos me han designado sucesor del Kobda-Rey, porque el hecho de llevar en mis venas su sangre, re­presenta para ellos como un derecho de parte mía y una garantía para ellos, de que yo seré justo como él fue. A las multitudes que no tienen nuestra educación espiritual, no podemos cambiarles de raíz su criterio referente a este punto, pero nosotros que estamos convencidos de que lo bueno como lo malo tiene su origen en el alma, principio inteligente del hombre, debemos obrar de acuerdo a nuestra convicción.

. "Esto quiere decir que yo necesito que seáis vosotros, mis herma­nos de ideales y de convicciones, Quiénes digáis y resolváis si debo o no ocupar el lugar del Kobda Rey en esta hora solemne de la actual civilización.

"Hilcar de Talpaken, el sabio Dacthylos que desde su llegada del Ática ocupaba el puesto de Consultor del Alto Consejo, aconsejó la con­veniencia de no contrariar la voluntad de los Príncipes de la Alianza en cuanto a la designación de Abel. Y para aquietar los temores del joven Kobda, propuso que se hiciera tal como 25 años atrás, o sea que el Alto Consejo de Ancianos fuera quien respaldara al joven en todo cuanto se relacionara con el mundo exterior. De esta manera se eliminaban las inquietudes de Abel, que descargaba parte del gran peso del gobierno, en los diez Ancianos llenos de sabiduría y de prudencia, que serían los asesores en quienes confiaba plenamente.

"Esta solución propuesta por Hilcar, fue aceptada por todos, aun cuando era indispensable que ante la Gran Alianza, sólo apareciera Abel como lazo de unión entre los pueblos de tres continentes que lo habían proclamado Jefe Supremo en reemplazo de Bonhindra".

Aquí terminaba uno de los papiros del Patriarca Aldis y Jhasua lo enrolló, dejando a sus amigos profundamente pensativos ante la verdadera historia que hasta entonces habían desconocido por completo.

Aquellos cuatro doctores de Israel, que habían desmenuzado sus escrituras sagradas punto por punto, procurando deslindar lo verda­dero de lo ficticio, se encontraban de pronto con un monumento histó­rico que abría horizontes inmensos, a sus anhelos largamente acallados por la incógnita de la Esfinge que nada respondía a sus interrogantes.

Y ante el joven Maestro silencioso, los cuatro amigos traían al es­pejo iluminado de los recuerdos, ciertos datos verbales que la tradición oral había conservado vagamente y cortes de escrituras armenias, de grabados en arcilla encontrados entre las ruinas de la antigua Kalac, de Nínive, de las antiquísimas Sirtella y Urcaldia en Asiría y Caldea, de Menfis y Rafia en el Bajo Egipto. Templos como fortalezas, cuyas ruinas tenían una elocuencia muda; piedras que hablaban muy alto con sus jeroglíficos apenas descifrables, pero lo bastante para que espíritus analíticos y razonadores, comprendieran que la especie humana sobre la tierra venía no tan sólo de los cinco mil años que pregonaban los libros hebreos, sino de inmensas edades que no podían precisarse con cifras.

Los sepulcros de las cavernas con sus momias acompañadas de instrumentos músicos, de herramientas, de joyas, hablaban también de viejas civilizaciones desaparecidas, cuyos rastros habían quedado sepul­tados a medias en las movedizas arenas de los desiertos, entre las grutas de las montañas y hasta en el fondo de los grandes lagos mediterráneos que al secarse, dejaron al descubierto vestigios inconfundibles de obras humanas por encima de las cuales habían pasado millares de siglos.

La imaginación del lector, ve de seguro en este instante, erguirse majestuosa ante los cuatro doctores de Israel, la figura augusta de la Historia señalando con su dedo de diamante la vieja ruta de la humanidad sobre el planeta Tierra. Y como el lector lo ve, la vieron ellos, y su entusiasmo subió de tono hasta el punto de hacer allí mismo un pacto solemne, de buscar el encadenamiento lógico y razonado de cuanto dato o indicio encontrasen para reconstruir sobre bases sólidas, la verdadera historia de la humanidad en la Tierra.

_ Nuestro hermano Filón trabaja activamente en este sentido —ob­servó Jhasua—. Tiene una veintena de compañeros que recorren el norte de África en busca de esos rastros que vosotros deseáis también encontrar. Mi maestro Nasan, el que estuvo 14 años en Alejandría, tiene que ir nuevamente de aquí a tres años en cumplimiento de un convenio con Filón, como el que vosotros hacéis en este instante.

— ¿Y ese convenio consistía? —interrogó Nicodemus—, y sin de­jarle terminar respondió Jhasua:

—En que Filón en el Egipto repleto de recuerdos y de vestigios, y Nasan en Palestina y Mesopotámia, buscarían los rastros verdaderos de ese remoto pasado que acicatean la curiosidad de todos los buscadores de la Verdad.

—En tres años tenemos el tiempo suficiente para estudiar el Ar­chivo venido de Ribla, lo cual nos habrá dado la luz que podremos lle­var como aporte a la gran reunión de Alejandría —observó Nicolás de Damasco.

—Convenido. Tenemos una cita en la ciudad de Alejandro Magno para dentro de tres años —dijo José de Arimathea muy entusiasmado.

—Cuando yo tendré los veintiuno de mi edad —añadió Jhasua— por lo cual creo que valdré algo más que ahora, porque sabré más.

—Y yo —dijo el tío Jaime que hasta entonces se había limitado a ser sólo un escucha—, ¿no podría ser de la partida?

—Si le interesa este trabajo, por nosotros, no rechazamos a nadie —contestó José.

—Si no me interesasen, no estaría aquí. Mi propósito era facilitar el camino de Jhasua que acompañado por mí no encontraría de seguro dificultades de parte de sus familiares.

—Tú también vendrás, Jhosuelín —dijo Jhasua a su hermano allí presente, como una figura silenciosa que no perdía palabra de cuanto se hablaba.

—Es mucho tiempo tres años para saber de seguro si iré o no —con­testó sonriente Jhosuelín, cuyos grandes ojos obscuros llenos de luz lo asemejaban a un soñador que está siempre mirando muy a lo lejos—. Si puedo iré —añadió luego.

A los siete meses el joven cayó vencido por la enfermedad al pecho, ocasionada por aquel golpe de un pedrusco arrojado contra Jhasua y que Jhosuelín recibió en pleno tórax.

—Bien —dijo José—, no perdamos, pues, de vista este convenio. Los que estemos en condiciones físicas, acudiremos a la cita de Alejan­dría de aquí a tres años, o sea 36 lunas.

Como la hora ya era avanzada, pocos momentos después todos des­cansaban en la tranquila casita de Joseph, el artesano de Nazareth.

Y tres días después, los cuatro viajeros regresaban a Jerusalén, satisfechos del gran descubrimiento, y llevándose las copias que Jhasua les había regalado.

Llevaban, además, la promesa de Myriam y de Joseph, de que pa­sados tres meses dejarían al joven regresar al Tabor a donde habían convenido acompañarle Nicolás de Damasco y Nicodemus con fines de estudio del Archivo, si los Ancianos del Santuario lo permitían.

 

NAZARETH

 

Los tres meses de estadía en su pueblo natal fueron para Jhasua de un activo apostolado de misericordia. Se diría, que inconscientemente, preparaba él mismo las muchedumbres que le escucharían doce años después.

Acompañando a los Terapeutas peregrinos ejerció con éxito tus fuerzas benéficas en innumerables casos, que pasaron sin publicidad, atribuidos a las medicinas con que los Terapeutas curaban todos los males. Aun cuando los benéficos resultados fueran ocasionados por fuer­za magnética o espiritual, convenía por el momento no despertar la alarma que naturalmente se sigue de hechos que para el común de las gentes, son milagrosos.

Visitó los pueblecitos de aquella comarca, en todos los cuales tenía amistades y familiares que le amaban tiernamente. Simón, que cerca al Lago Tiberíades tenía su casa, le hospedó muchas veces y probó al jo­ven Maestro que aquella lección que le diera años atrás bajo los árboles de la entrada al Tabor, había sido muy eficaz.

—Nunca más dije una mentira, Jhasua —decía Simón, el futuro apóstol Pedro.

—Buena memoria tienes, Simón. Ya no recordaba yo aquel pasaje que tanta impresión te hizo.

Y Jhasua al decir esto irradiaba sobre aquel hombre sencillo y bueno, una tan grande ternura, que sintiéndolo él hondamente, decía conmovido:

—Eres, en verdad, un Profeta, Jhasua. Apenas estoy cerca de tí siento que se avivan en mí los remordimientos por mis descuidos en las cosas del alma, y me invaden grandes deseos de abandonarlo todo para seguirte al Santuario.

—Cada abejita en su colmena, Simón; que no es el Santuario el que hace justos a los hombres, sino que los justos hacen el Santuario.

Si cumples con tus deberes para con Dios y con los hombres, tu casa misma puede ser un santuario. Tu barca que es tu elemento de trabajo, puede ser un santuario.

Este lago mismo del cual sacas el alimento para ti y los tuyos, es otro templo donde el Altísimo te hace sentir su presencia a cada instante.

La grandeza y bondad de Dios la llevamos en nosotros mismos, y ellas se exteriorizan a medida de nuestro amor hacia El.

—De aquí a tres días será el matrimonio de mi hermano Andrés, y él quiere que tú vengas con nosotros ese día. ¿Vendrás Jhasua?

—Vendré, Simón, y con mucho gusto.

—La novia es una linda jovencita que tú conoces, aunque no sé si la recordarás, Jhasua.

_ A ver, dímelo, que yo tengo buena memoria.

_ ¿Recuerdas aquella pobre familia que vivía del trabajo del padre en el molino, y que fue preso por un saquillo de harina que llevó para sus hijos?

_ Sí, sí, que la esposa estaba enferma y los niños eran cinco.

El menor era Santiaguillo, que corría siempre detrás de mí. Lo recuerdo todo, Simón.

_ Pues bien, la niña mayor es la que se casa con mi hermano Andrés. Ese día estarán todos ellos aquí, y tendrán un día de felicidad completa si tú estás con nosotros.

_ Vendre, Simón, vendre. Es voluntad del Padre Celestial que todos nos amemos unos a otros, y que no mezquinemos nunca la dicha grande o pequeña que podamos proporcionar a nuestros semejantes.

—La madre sanó de su mal y debido a los Terapeutas se reparó el daño hecho al padre que ahora tiene un buen jornal en el molino —si­guió diciendo Simón, que veía la satisfacción con que Jhasua escuchaba las noticias de sus antiguas amistades.

Al visitar la casa de Zebedeo y Salomé, encontró al pequeño Juan con un pie dislocado por un golpe. El chiquillo que ya tenía 7 años se puso a llorar amargamente cuando vio a Jhasua que se le acercaba.

—Porque tú no estabas Jhasua se me rompió el pie —le decía entre sus lloros.

—Esto no es nada, Juanillo, y es vergüenza que llore un hombre como tú. Y así diciendo Jhasua se sentó al borde del lecho donde tenían al niño con el pie vendado y puesto en tablillas. Le desató las vendas y apareció hinchado y rojo por la presión.

Salomé estaba allí y Zebedeo acudió después.

Jhasua tomó con ambas manos el pie enfermo durante unos instantes.

—Si el Padre Celestial te cura, ¿qué harás en primer lugar? —pre­guntó al niño que sonreía porque el dolor había desaparecido.

—Correré detrás de ti y no te dejaré nunca más —le contestó el niño con gran vehemencia.

—Bien, ya estás curado; pero no para correr tras de mí por el momento; sino para ayudar a tu madre en todo cuanto ella necesite de ti.

Juanillo se miraba el pie que aún tenía las señales de las vendas pero que ya no le dolía; miraba luego a Jhasua y a su madre como du­dando de lo que veía.

—Vamos, bájate de la cama —díjole Jhasua— y tráeme cerezas de tu huerto que las veo ya bien maduras.

Juanillo se puso de pie y se abrazó a Jhasua llorando.

— ¡Estoy curado, estoy curado, y pasé tantos días padeciendo aquí porque tú no estabas, Jhasua, porque tú no estabas!

La madre, enternecida, susurraba la oración de gratitud al Señor por la curación de su hijo, el pequeño, el mimoso, el que había de amar tan tiernamente al Hombre-Luz, que éste llegara a decir que "Juan era la estrella de su reposo".

—Jhasua es un profeta de Dios —decía Zebedeo a Salomé, su mu­jer—, porque el aliento divino le sigue a todas partes. Los pescadores del lago creen que es Elíseo porque lo descubre todo. Nada se le oculta. Otros dicen que es Moisés, porque manda sobre las aguas.

— ¿Cómo es eso? —Inquirió Salomé—. ¡Tú nada me habías dicho!

—Porque los Terapeutas nos mandan callar.  Hace tres días hizo subir el agua hasta el banco grande donde habían encallado dos barcas y sus dueños desesperados lloraban porque era esa toda su fortuna, su medio de ganar el pan. Las tormentas le obedecen y el viento de ayer, que hacía zozobrar las barcas, se calmó de pronto, no bien él llegó a la orilla.

—La voz va corriendo de que el hijo de Joseph es un profeta.

Este breve diálogo tenía lugar en la casita de Zebedeo, junto al lago de Tiberíades, mientras Jhasua bajo los cerezos del huerto recibía en una cesta de juncos, la fruta que Jhoanín le dejaba caer a puñados desde lo alto de los árboles.

Fue en esta breve estadía de Jhasua en su pueblo natal, que se des­pertó en Galilea un pensamiento que estaba dormido desde los días de su nacimiento en que hubo sucesos extraños en la casita de Joseph. Pero de eso habían pasado 18 años, y las gentes olvidan pronto lo que no afectan al orden material de su propia vida.

También estos sucesos se adormecieron semi-olvidados en el silencio esenio, reservado y cauteloso en aquella hora de inseguridad en que se vivía, bajo el yugo extranjero por una parte, y bajo el látigo de acero del clero de Jerusalén, que castigaba con severísimas penas a todo el que, fuera de los círculos del Templo se permitiera manifestaciones de po­deres divinos.

Las autoridades romanas habían dejado a los Pontífices de Israel toda autoridad para juzgar a su pueblo. Sólo se les había retirado el po­der de aplicar la pena de muerte. Pero la confiscación de bienes, las prisiones, las torturas, los azotes, eran ejercidos con una facilidad y fre­cuencia que tenían espantados a los hebreos de las tres regiones habitadas por ellos: Judea, Galilea y Samaría.

Esto explicará al lector, el silencio que los Terapeutas mandaban guardar referente a los poderes superiores que empezaban a manifes­tarse en Jhasua.

La ciudad de Tiberias construida sobre la margen occidental del lago, y recientemente concluida en toda la magnificencia de su fastuosa ornamentación, era el punto mágico que tenía el poder de atraer por la curiosidad, a los sencillos galileos que no habían visto nunca cosa se­mejante.

Y aunque los anatemas del clero contra "La obra pagana inspiración de Satanás, según decía, retraía un tanto a los más tímidos, este temor fue desapareciendo poco a poco, hasta el punto de que eran muy pocos los que no hubiesen llegado a conocer la dorada ciudad, orgullo de los Herodes.:

En determinadas épocas del año, sobre todo en primavera y estío, era el punto de reunión de cortesanos y cortesanas de Antipas o Antípatro, como más familiarmente se le llamaba al hijo de Herodes el Grande, que aparecía como Rey de aquella provincia, aunque su autoridad estaba limitada por otras dos más fuertes que la suya: la del Gobernador Ro­mano, representante del César, y la del clero de Jerusalén, que para los hebreos representaba la temida Ley de Moisés.

En tales épocas, el lago de Tiberíades dejaba de ser el tranquilo escenario de los pescadores, para convertirse en un espejo encantado, donde se reflejaban las fastuosas embarcaciones encortinadas de púrpura y turquí de los cortesanos del rey.

Los festines y las orgías empezadas en los palacios, en las termas, o bajo las columnatas de mármol con techumbre de cuarzo que brillaban bajo el sol del estío, continuaban sobre el lago, que iluminado con antorchas, tomaban un aspecto fantástico y encantador.

Emisarios reales acudían solícitamente a limpiar el lago de las sucias barcazas de los pescadores, cuando iba a realizarse un festín sobre las aguas.

Un día ocurrió que Jhasua con su tío Jaime y Jhosuelín, fueron a visitar las familias amigas de las orillas del lago en las cuales había algunos enfermos. Los terapeutas, que cuidaban aquella región, estaban de viaje por otros pueblos, y Jhasua se creyó obligado a remediar la necesidad de sus hermanos.

Enseguida le informaron los pescadores que por el fuerte viento de los días pasados no habían podido salir a extender sus redes. Y que ese día que apareció hermoso y sereno, ya vino la orden de Tiberias que ningún pescador de las cercanías de la gran ciudad, saliera al lago, ni dejara redes tendidas.

Para nosotros es la vida, es el pan, es la lumbre de nuestro hogar decían quejándose amargamente. Tienen sus palacios, sus parques, sus plazas y paseos. Nosotros sólo tenemos el Lago que nos da el sustento de cada día, y aun esto nos quita los grandes magnates que están hincha­dos de todo.

El corazón de Jhasua sentía este clamor y se rebelaba ante la in­justicia de los poderosos, que no podían ser felices sino causando dolor a los humildes.

¿A qué hora —preguntó— son los festines de la corte?

—Comienzan al atardecer y se prolongan durante toda la noche. Ya andan poniendo los postes para las antorchas.

—Vuestra necesidad está primero que los festines de los cortesanos del rey —dijo—. Dios manda por encima de todos los reyes de la tierra, y Dios dá sus poderes divinos a todo el que sabe emplearlos en cumplimiento de su voluntad.

—Tened fe en Dios, que El es vuestro Padre y mira vuestra necesi­dad más que el capricho voluptuoso de gentes que sólo viven para su placer.

La forma en que habló Jhasua asustó a todos, pues pensaron que iba a entrevistarse con los empleados reales que colocaban antorchas y gallar­detes desde la ciudad hasta larga distancia.

— ¿Qué vas hacer —le preguntó su tío Jaime.

—Tú y Jhosuelín venid conmigo. Vosotros todos entraos a vuestra casa y orad a Jehová para que haga justicia en este caso —dijo resuel­tamente.

Y poseído de una fuerza y energía que era visible para todos, subió a una barquilla amarrada a la costa, seguido del tío Jaime y Jhosuelín.

Extendieron el rústico toldo de lona para preservarse del sol, y Jha­sua se sentó cómodamente y cerró sus ojos.

Una vibración tan poderosa emanaba de él, que el tío Jaime y Jhosuelín cayeron bajo su acción y se quedaron profundamente dormidos.

Cuando se despertaron, el cielo estaba color ceniza y amenazaba lluvia. Sólo habían pasado dos horas.

—Vamos —les dijo Jhasua—. La voluntad de Dios puede más que la de los hombres.

—Parece que tendremos lluvia —dijo el tío Jaime, comprendiendo lo que había pasado, o sea que su gran sobrino había puesto en juego los poderes superiores que había desarrollado en grado sumo, y que cuando es justicia, se manifiestan en bien de quienes lo necesitan y lo merecen.

Jhasua guardó silencio y cuando llegaron a la casa de los pescadores, les encontraron contentos preparando sus redes para salir al lago.

— ¿Salís ahora a tender las redes? —le preguntó Jhosuelín.

—Claro está que salimos. ¿No ves que los hombres de la ciudad levantan sus aparejos del festín porque temen la lluvia?

En efecto, recogían gallardetes y colgaduras; y las balsas convertidas en plataformas con mesas y divanes, con doceles de púrpura y guirnaldas de flores, desaparecieron rápidamente. El cielo estaba amenazante y por momentos se esperaba una descarga torrencial, pues el aire se había enrarecido hasta ponerse sofocante.

—Una caravana de pescadores salieron a tender sus redes.

—Nosotros no tememos la lluvia, sino el hambre —decían mientras cantando tomaban posesión de su lago, el querido lago que siempre les dio el sustento y al cual, la audacia de un Reyezuelo soberbio había cambiado su viejo nombre de Genezareth por el de Tiberíades para honrar la ciudad de Tiberias edificada sobre la orilla occidental.

Unas horas después la tormenta se desvanecía como una bruma de ceniza, y de nuevo la claridad hermosa de un cielo de turquesa compartía la alegría de los humildes pescadores galileos que decían a coro, aunque muy bajito:

—El hijo de Joseph es un profeta de Dios al cual obedecen los elemen­tos.

Pocos días después Jhasua tuvo conocimiento de que en la suntuosa ciudad de Tiberias ocurría un hecho que para él era insoportable y era el siguiente:

Los pobres, los hambrientos, los desheredados, viven naturalmente buscando ío que desperdician de sus harturas los ricos, los felices de la vida. Y sucedía que grupos de estos desventurados acudían a la enterada a las termas donde se levantaban tiendas movibles con toda clase de frutas y delicados manjares, para incitar el apetito de las gentes de posición que acudían a los baños. Y allí, los rostros escuálidos y hambrientos de los menesterosos a veces movían a compasión a algunas elegantes mujeres, que les pagaban en las tiendas algún puñado de frutas.

Pero este espectáculo triste, de rostros macilentos y haraposas ves­tiduras, no podía agradar a la corte de Antípatro cuando acudía con toda fastuosidad en lujosa litera llevada por ocho esclavos etíopes, y seguido de sus cortesanos a bañarse a las termas.

Y el mayordomo de palacio acudía siempre una hora antes de la lle­gada del rey a espantar todo aquel enjambre de chicuelos hambrientos, de viejos decrépitos, de paralíticos, que se arrastraban sobre una piel de oveja, etc., etc.

Aquella visión no era digna de los ojos reales ni de las sensibles cortesanas, que podían sufrir crisis de nervios ante un espectáculo seme­jante.

Jhasua, que se interesaba por todo dolor que azotara a los humildes, invitó un día a su tío Jaime y Jhosuelín, compañeros de todas sus andan­zas de misericordia, y llegó hasta la dorada ciudad de los jardines encantados, donde había tantas plantas finas y exóticas como estatuas de mármol traídas por Herodes el Grande del otro lado del mar, y prove­nientes de las grandes ruinas de ciudades de Grecia y de Italia. Con tales tesoros artísticos había contribuido Tiberio César a pagar la adulación de Herodes creando una ciudad que inmortalizara su nombre: Tiberias.

Jhasua no se escandalizó como los puritanos fariseos, ni de los templos paganos, ni de la belleza desnuda de mármoles que eran en verdad obras magníficas de los más famosos escultores griegos de aquellos tiem­pos. De una sola cosa se escandalizó, y, fue del dolor y la miseria que sufrían seres humanos en medio de la hartura y alegría insultante y desvergonzada, de los privilegiados de la fortuna.

Se sintió como si fuera el brazo de la Justicia Divina, y se colocó como un paseante cualquiera en la gran plaza de las Termas, que empe­zaba a llenarse de gentes para ver a la corte que debía acudir esa tarde.

Pronto llegó el mayordomo de palacio, en litera y escoltado por guar­dias armados de látigos.

El bajó y penetró a los pórticos donde un ejército de criados tendían tapices, alfombras de Persia en la entrada principal, y colocaba a loa músicos y danzarinas en los sitios que les eran habituales. Y los guardias látigo en mano, se disponían a ejercer sus funciones contra los escuálidos cuerpos de chicuelos famélicos, que espiaban la caída de una fruta o de una golosina en mal estado, o registraban las grandes cestas depósito, donde los vendedores arrojaban los desperdicios.

El tío Jaime y Jhosuelín temblaban, por lo que adivinaban que Jhasua iba hacer.

Lo veían con el semblante enrojecido y todo él vibrando como una cuerda de acero que amenazaba estallar.

Un guardia pasó cerca con su látigo en lo alto hacia un grupo de chi­cuelos y dos mujeres indigentes con niños enfermos en brazos, que ya se disponían a huir. El guardia se quedó de pronto paralizado y con todo su cuerpo que temblaba como atacado repentinamente de un extraño mal. El tío Jaime que adivinaba a Jhasua, se acercó a una de las tiendas y compró una cesta de pastelillos y otra de uvas, y repartió tranquilamente al azorado grupo sobre quienes; iba a caer el látigo del guardia.

—Idos lejos de aquí y esperadme en el camino a Nazareth —les dijo a media voz.

Jhasua se acercó al guardia que luchaba por reponerse y le dijo:

—No uséis vuestra fuerza contra seres indefensos, que hacen lo que vos haríais si tuvierais hambre.

—Yo soy mandado y cumplo con mi deber —contestó cuando pudo hablar, pues que hasta la lengua tenía entorpecida.

—El primer deber del hombre es amar a los demás hombres, y no olvidéis nunca que por encima de los reyes de la tierra, hay un Dios justi­ciero que defiende a los humildes.

— ¿Quién eres tú que me hablas así? —preguntó el guardia azorado.

—Soy un hombre que ama a todos los hombres. Y en este momento, soy también la voz de Dios que te dice: No te prestes nunca como instru­mento de la injusticia de los poderosos, y El te colmará de bienes y de salud.

El guardia se quedó lleno de estupor que él mismo no se explicaba. Aquel jovencito le causaba espanto. A los otros guardias de los látigos les ocurrió igual caso que el que acabamos de relatar.

Jhasua había puesto en acción lo que se llama en Ciencia Oculta, el poder de ubicuidad, que le permitió presentarse al mismo tiempo a ¡os cuatro guardias en«el momento en que iban a emprenderla a latigazos con los pobres y chicuelos desarrapados que había en la plaza; y decirles las mismas palabras que entre ellos comentaron poco después.

Y entre ellos corrió la voz de que era un mago de gran poder; y tan insistente fue el cuchicheo entre los guardias del palacio de Antípatro que el caso llegó a oídos del rey, el cual, hastiado siempre de su vida de orgías, andaba a la pesca de novedades que le divirtieran.

Y llamando a los cuatro guardias, a cada uno por separado se hizo explicar el caso del hermoso mago, que siendo tan jovenzuelo, sabía tanto.

Y mandó que le buscaran por toda la ciudad y lo trajeran a su presencia, para dar un espectáculo nuevo a sus cortesanos con los prodigios que aquél haría.

Mas Jhasua ya estaba en su casita de Nazareth, perdida entre las Montañas a 30 estadios de la fastuosa ciudad, y, lógicamente, los guardias no lo encontraron.

Pero Antípatro, aunque voluble, era tenaz cuando se veía defraudado en sus caprichos, y empezó a cavilar en el asunto del mago.

—Si habla de Dios —pensó— y del amor a los mendigos hambrientos, no es un mago de la escuela de los caldeos y de los persas, sino un profeta hebreo como los que- abundaron en esta tierra desde siglos atrás. Mariana, su madrastra, contaba divertidas historias de esos profetas.

Y llamando a su mayordomo, le dijo:

—Anuncia que de aquí a tres días iré con la corte a las Termas, donde haré un gran festín. Los pordioseros acudirán en abundancia, y Muestro mago irá también a defenderles del látigo de mis guardias.

—Quiero que le traigas a mi presencia así que le veas. No quiero que le hagas daño alguno ni uses violencia con él.

Pero Jhasua, no apareció más en Tiberias, ni los pordioseros tampoco, porque el joven maestro, ayudado por el tío y Jhosuelín, fue averiguando la causa de su extremada miseria cuando les encontró aquel día en su Regreso de Nazareth. Les colocaron muy discretamente entre las familias esenias, casi todos artesanos y labradores. Y los que se hallaban inutili­zados para todo trabajo a causa de sus dolencias físicas, fueron llevados a los ocultos refugios-hospicios que tenían los Terapeutas, donde se les ponía en tratamiento y muchos de ellos se aliviaban de su mal, o curaban completamente.

Nuestro Jhasua estaba muy preocupado por la enfermedad que adver­tía en el más querido de sus hermanos: Jhosuelín.

Y   un día, en íntima conversación con su madre y el tío Jaime, insinuó la conveniencia de llevarlo consigo al Santuario del Tabor, a fin de ponerlo en tratamiento por los métodos curativos que allí se usaban.

—Jhosuelín, no quiere vivir —dijo tristemente Myriam.

— ¿Por qué? ¿Hay acaso algún secreto odioso que le obligue a renegar de la vida? —preguntó Jhasua.

—No lo sé hijo mío. Jhosuelín es muy reservado en sus cosas íntimas y nada dice, ni aún a su hermana Ana a la cual tanto quiere.

—Sólo tiene 21 años y nuestro padre le quiere tanto... —añadió Jha­sua—. Habrá que convencerlo que debe vivir aunque sea por la vida de nuestro padre, que se verá seriamente amenazada con un disgusto tan grave.

— Háblale tú y acaso contigo sea más comunicativo —observó el tío Jaime.

— ¿Donde está él ahora?

—Con su padre pagando los salarios a los operarios. Mañana es sábado. Vete tú allá, y di a tu padre que venga a descansar, y tú ayu­darás a Jhosuelin. Retirados los jornaleros te quedas solo con él.

—Voy madre, voy. Y Jhasua cruzó rápidamente el huerto y se perdió detrás de las pilas de maderas que se levantaban como barricadas bajo cobertizos de cañas y juncos.

La Luz Eterna, maga de los cielos que copia en su inmensa retina cuanto alienta en los mundos, descorre a momentos sus velos de misterio, y deja ver a quienes con justicia y amor la imploran en busca de ja Verdad.

La maga divina copió los pasos, los pensamientos, los anhelos del Hombre-Dios en la tierra, y nosotros humildes abejitas terrestres po­demos alimentarnos de esa miel suavísima y plena de belleza, de la vida íntima del Cristo en su doble aspecto de divina y humana, tan honda­mente sentida.

Tal como Myriam aconsejó a su hijo, lo hizo y sucedió. Jhasua quedó con los operarios en el taller y Joseph fue a ocupar su sitio habitual junto al hogar donde la dulce esposa condimentaba la cena, y Jaime su hermano le adelantaba en el telar, el tejido de una alfombra desti­nada a Jhasua para su alcoba en el Santuario de Tabor.

Jhasua quiere hablar a Jhosuelin sobre su curación —dijo Myriam a su esposo.

En verdad que su mal me trae inquieto —contestó Joseph.

Jhasua quiere llevarle con él al Santuario para que los Ancia­nos le curen como es debido, porque aquí ya lo ves, no es posible. Cuando se vayan los jornaleros le hablará.

Lo que no consiga él —dijo Joseph— de seguro no lo conseguirá nadie. Este hijo es de verdad un elegido de Jehová y nada se le resiste.

Que lo digan si no, los pescadores del lago —dijo Jaime interviniendo en la conversación. El mismo les había hecho el relato.

Y que lo digan así mismo los guardianes del rey —añadió riendo

Joseph, al recordar aquel hecho que Jaime y Jhosuelin les había referido en secreto y con todos los detalles.

—Pero a veces me espantan estas manifestaciones del poder divino en mi hijo —decía Myriam—. Yo quería un hijo bueno y gran servidor de Dios, pero no rodeado de tanta grandeza, porque si se hace visible pa­ra todos, será menos nuestro, Joseph. A más, que en estos tiempos más que en otros anteriores, es un peligro de la vida el destacarse y llamar la atención de las gentes.

—Hay mucha cautela y prudencia en todo hermana mía, ya lo ves decía Jaime tranquilizando a Myriam siempre alargada por lo que pudiera ocurrir a Jhasua.

—A más Jerusalén está lejos, y mientras él no toque los intereses de los magnates del templo, no hay temor de nada.

— ¿Sabes Myriam que hoy recibí una epístola de Andrés de Nicópolis, el hermano de Nicodemus, en la cual pide permiso para que su hijo Marcos comience relaciones con Ana?

— ¡Oh... es una gran noticia! y ¿qué dice Ana, pobrecilla tan dulce y buena?

—No lo sabe todavía. Pero ¿dónde se han visto pregunto yo?

Yo lo sé. Debíamos haberlo sospechado. Esto ha ocurrido en casa de nuestra prima Lía en Jerusalén. Y ahora recuerdo que en nuestra última estadía allá para las fiestas de la Pascua, Marcos frecuentaba mucho la casa de Lía y le vi varias veces hablar con Ana.

— ¡Mirad, mirad, qué calladito lo tenían el asunto! —decía Jaime.

—Un vínculo más con la noble y honrada familia de nuestro que­rido amigo, es una gran satisfacción para mí —añadió Joseph, mientras saboreaba el humeante tazón de leche con panecillos de miel que Myriam le había servido.

Marcos, que estudiaba los filósofos griegos y estuvo luego tres años en Alejandría al lado de Filón, sería otro testigo ocular de gran importancia, que debía referir más tarde la verdadera vida del Cristo, si no hubieran desmembrado su obra, "El Profeta Nazareno" para de­jarla reducida a la breve cadena de versículos que el mundo conoce como "Evangelio de Marcos".

Y mientras esto ocurría en la gran cocina de Myriam, en un compartimento del taller, Jhasua y Jhosuelín dialogaban íntimamente.

—Jhosuelin, ya sabes como te he querido siempre y te he obedecido como a hermano mayor, hasta el punto que bien puedo decir que fuiste quien más soportó el peso de mis impertinencias infantiles después de mi madre.

—Y yo estoy satisfecho de ello Jhasua. ¿A qué viene que me lo recuerdes?

—Es que tu enfermedad sigue su curso y tú no quieres que se te cure. Yo quiero llevarte conmigo al Tabor para que los Ancianos se en­carguen de curar tu mal.

—Si Dios quisiera prolongar mi vida, tu solo deseo de mi curación sería bastante. ¿No lo has comprendido hermano?

—He comprendido que hay una fuerza oculta que obstaculiza la acción magnética y espiritual sobre ti, y por eso he querido tener esta conversación contigo para tratar de apartar esos obstáculos —decía Jha­sua que al mismo tiempo ejercía presión mental sobre su hermano, del cual quería una confidencia íntima.

Por toda contestación Jhosuelin sacó de un bolsillo interior de su túnica un pequeño libreto manuscrito y hojeándolo dijo:

—Si quieres oír lo que aquí tengo escrito, quedarás enterado de lo que en este asunto te conviene saber.

—Lee, que escucho con gusto.

—Como buen esenio, práctico todos los ejercicios propios para mi cultivo espiritual —añadió Jhosuelin— y aquí está cuanta inspiración y manifestación interna he tenido. Oye pues:

"Apresúrate a llegar porque tus días son breves en esta tierra.

"Viniste sólo para servir de escudo al "Ungido durante los años que él no podía defenderse de las fuerzas exteriores adversas.

"El ha entrado en la gloriosa faz de su vida física en que no sólo es capaz de defensa propia, sino de defender y salvar a los demás.

"Pronto la voz divina te llamará a tu puesto en el plano espiritual.

"Los custodios del Libro Eterno de la Vida te esperamos".

Albazul.

 

— ¡Magnífico! —Exclamó Jhasua—. Ahora lo comprendo todo; Albazul es el jerarca de la legión de Arcángeles que custodian los Archivos de la Luz Eterna. Ignoraba que tú pertenecías a esa Legión. Nunca me lo dijiste.

—Soy un esenio y sin necesidad no debo hablar de mí mismo. ¿No manda así nuestra ley? Ahora te lo digo porque veo la necesidad de que no gastes fuerza espiritual en prolongar mi vida sobre la tierra.

— ¡Oh mi gran hermano!... —exclamó Jhasua enternecido hasta las lágrimas y abrazando tiernamente a Jhosuelin.

—Yo no quiero verte morir. Vive todavía por mí, por nuestro padre que irá detrás de ti si te vas. Jhosuelin, vive todavía un tiempo más y da a nuestros padres el consuelo de dejarte curar.

¿No ves que están desconsolados por tu resistencia a la vida? Pa­recería que estás cansado de ellos porque no les amas.

—También dice nuestra ley —añadió Jhosuelin— que en cuanto nos sea posible seamos complacientes con nuestros hermanos. Está bien Jhasua, accedo a ir contigo al Tabor.

     Gracias Jhosuelin, por lo menos nuestro padre tendrá el consuelo, de que se hizo por tu salud, cuanto se pudo hacer.

Y   dos semanas después llegaban de Jerusalén, los amigos que debían ir con el joven Maestro a estudiar el Archivo de Ribla. Llegaban los cuatro: Nicolás, Gamaliel, Nicodemus y José de Arimathea.

¿Cómo aquí José? —le decía Jhasua cuando entró el primero en la casa.

¿Qué quieres hijo mío? El corazón no pudo resignarse a no acompañarte, y cedí corazón. Y Gamaliel no quiso ser solo el perezoso, y aquí estamos los cuatro.

Mejor así, por aquello de que cuatro ojos ven más que dos —decía

Jhasua contento de ver que el entusiasmo de sus amigos no había dis­minuido en nada.

Y   antes de partir, Jhasua en un aparte con sus padres les explicó referente a Jhosuelin, haciéndoles comprender que en la terminación de las vidas humanas por lo que llamamos muerte, no solamente hay que buscar la causa en una deficiencia física, sino en la voluntad Divina, que ha marcado a cada ser el tiempo de su vida en el plano terrestre. Y aunque hay casos en que por motivos poderosos, ciertas inteligencias guías de la evolución humana, pueden prolongar algo más una vida, como pueden abreviarla, en el caso de Jhosuelin nada podía afirmarse.

—Tu hijo, padre, es un gran espíritu y vino unos años antes que yo para protegerme y servirme de escudo en el plano terrestre, durante la época infantil que me incapacitaba para mi propia defensa. Esa épo­ca ha pasado, y él es tan consciente y tan señor de sí mismo, que esa es la causa porque no ama la vida.

"—No obstante se hará por su salud cuanto sea posible, y vos padre, tendrás la fuerza necesaria para aceptar la voluntad Divina tal como ella se manifieste.

—Bien hijo, bien. Que sea como el Señor lo mande. ¡Pero yo que­dare tan solo sin él! —y el anciano padre ahogó un sollozo sobre el pecho de Jhasua que le abrazó en ese instante.

—Si no podemos evitar la partida de Jhosuelin, yo vendré a que­darme contigo hasta que cierres tus ojos padre mío.

Y   la pequeña caravana partió hacia el Monte Tabor, entre cuyos boscosos laberintos se ocultaba aquel Santuario de Sabiduría y de Santidad, que derramaba amor y luz en toda aquella comarca.

La distancia era muy corta y andando a pie podía hacerse en dos horas si fuese el camino recto, pero como se hacía costeando serranías y colinas, llegaron pasado el mediodía.

Los Ancianos les esperaban, y como los siete viajeros eran Esenios de los grados tercero y cuarto, tenían libre entrada en todas las depen­dencias de aquel original Santuario labrado por la Naturaleza, y donde bien poco había hecho la mano del hombre.

Los siete viajeros fueron instalados en la alcoba de Jhasua que era, como se recordará, un compartimento del recinto de estudio, dividido por cortinas de junco que se trasladaban a voluntad, así para disminuir co­mo para agrandar un local.

El tío Jaime manifestó a su llegada, que él se encargaba de atender a que nada faltase a los huéspedes y a ser el mensajero para el mundo exterior. El viejo portero Simón padre de Pedro, estaba muy agotado por los años y pocos servicios podían prestar al Santuario.

Jhosuelin se sometió dócilmente al tratamiento curativo que los Ancianos le impusieron y que le fue tan eficaz, que veinte días después regresaba al hogar con nuevas energías y con nueva vida.

Era una concesión de la Ley Eterna al justo Joseph que pedía la prolongación de la vida de su hijo.

Viéndole tan lúcido y consciente, los Ancianos dijeron a Jhosuelín.

—La Ley te concede un año más en el plano físico. Vívelo para tu padre, que por él se te da.

Veinte días permanecieron también los cuatro doctores de Israel estudiando el Archivo, del cual participará el lector si desea conocer la verdadera historia de nuestra civilización.

 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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