Hay acuerdo en reconocer que la música en general lleva consigo un poder y que
ciertas obras musicales producen un efecto indiscutible sobre el cuerpo y el
espíritu. Resulta interesante abordar esta dimensión esotérica del mundo
musical.
Para empezar, es necesario
recordar que estas prácticas musicales son motivadas, no por
una búsqueda estética, sino por la búsqueda de los poderes
que ellas procuran. La potencialidad estética está incluida
en el conjunto de esos poderes. Este poder se constata por
sus efectos. En ciertas músicas orientales, menos en las
artísticas que en las populares, se busca un efecto y se
mide la cualidad de la música por los efectos que ella
produce. Yo he estudiado la música mística sufí y las formas
populares que de allí se derivan y que han conservado su
carácter, y he sido llevado a plantearme la famosa
pregunta., ¿en qué residen los poderes de la música?
Existe seguramente una infinidad de respuestas. Una de ellas, muy dogmática, y
que he sido motivado a relativizar, considera que los intervalos o los tonos
previstos producen efectos también previstos. Existe a ese respecto toda una
especulación que se apoya sobre Pitágoras y la escolástica griega y que ha
influenciado al Islam. Pero la experiencia muestra que el poder no reside en la
elección de tal escala o de tales tonalidades, porque, cuando se ejecuta, no se
aplican estas leyes matemáticas de manera muy precisa. El poder no se deja
traducir en ecuaciones.
Existen respuestas relativistas evocando un fenómeno de condicionamiento: se
está habituado a entrar en un cierto estado al escuchar cierta música. Al
escuchar tal música se pasa inmediatamente al estado de trance, por ejemplo. No
se podría negar este fenómeno; pero todas estas respuestas no son más que
parciales. En el hecho hay un conjunto de factores en juego. El timbre del
instrumento debe ser tomado en consideración, los intervalos tienen un cierto
efecto, el condicionamiento, la respuesta refleja, el fenómeno cultural, y sobre
todo la naturaleza del auditor y del intérprete, todo esto juega un cierto rol.
Una respuesta que pudiera ser más satisfactoria se perfila al abordar el tema
del poder interior del ejecutante.
Para transmitir un influjo, el ejecutante debe tener él mismo un cierto poder
que viene de la calidad de su concentración, de su meditación. Algunos dicen que
este poder está ligado a su grado de pureza interior, otros que esto se
manifiesta porque el ejecutante está ligado a una línea iniciática que le da una
especie de baraka permitiéndole transmitirla a través de su música. Yo he
visto casos extremos donde la forma musical no tiene nada que ver; músicos
animados de una fuerte espiritualidad provocan efectos increibles ejecutando
motivos muy simples. Esto me parece que es uno de los ejes fundamentales. Se ve
raramente un músico que llegue a fascinar a la gente sin tener en sí mismo esta
especie de fuerza interior. Por lo demás, esto es lo que constituye el beneficio
de una tradición: se es iniciado a una cierta forma de espiritualidad a través
de la música. Todo marcha junto.
Por otra parte, la forma de la música misma hace que ella sea capaz de
transmitir un poder o no. Si alguien trabaja sobre bases musicales que no
corresponden de ninguna manera a las leyes de la naturaleza, como se observa a
menudo en occidente hoy día, su espiritualidad no se puede expresar tan bien
como la de un Bach por ejemplo. Es necesario distinguir, por un lado, algo que
podría llamarse la intención o la motivación y, por otro, los medios utilizados.
Me digo a veces que si Beethoven hubiera sido un músico indio, persa o turco, su
música hubiese sido tal vez aún más emocionante, porque las leyes que él hubiera
aplicado son más fundamentales que las de la armonía.
Es imposible concebir los poderes de la música separados de una referencia al
sistema tonal o modal. El sonido de un instrumento encierra en sí mismo las
leyes de la organización de la tonalidad. La nota fundamental y sus armónicos se
organizan naturalmente de una manera precisa. Son cosas con las cuales no se
puede hacer trampas. Desde este punto de vista, conviene no separar el Oriente
del Occidente. Toda Europa obedece a casi las mismas leyes melódicas que la
China, la India, Persia y los países Arabes. La música europea clásica tardía
constituye un caso aparte; pero, en todo lugar un canto sigue siendo un canto.
¿Y cómo se podría cantar en doce semitonos?
Hablando de instrumentos, hay algunos que se prestan particularmente a la
transmisión de influencias y poderes. Gente profundamente arraigada en la
tradición, como los sufíes por ejemplo, nos responderán que, sin ninguna duda,
ciertos instrumentos transmiten mejor que otros. En Turquía y en todo el mundo
árabe, la flauta de caña (ney) es un instrumento cargado de efectos
espirituales. Y esta flauta se la encuentra en el Japón como flauta de bambú en
la música Zen (el sakuhachi) donde es tocada de una manera muy semejante
al ney turco. Se puede difícilmente evocar una influencia cultural en el
uno o el otro sentido, y sin embargo la similaridad está presente.
Ciertos instrumentos de cuerda frotada están igualmente cargados de poder, tal
como las diferentes violas. En la cultura occidental, es el violín el
instrumento más cargado de poder. Pensemos en Paganini y su violín del diablo,
en la Sonata a Kreutzer, en la sonata El Trino del Diablo de Tartini, etc. Todo
esto evoca un universo fantasmagórico.
Se encuentra también el tambor sobre bastidor circular, repartido por todo el
Oriente y Africa del Norte. Es el instrumento chamánico por excelencia de los
siberianos, los lapones, los indios americanos, de todas las confraternidades
derviches que practican la letanía en voz alta (zikr).
Cada cultura posee sus instrumentos privilegiados. Pero un músico animado de un
poder espiritual, un maestro espiritual, podrá obtener un efecto con
prácticamente cualquier instrumento. De todas maneras, los instrumentos
privilegiados por ciertas culturas no lo son por azar.
He trabajado mucho con la música persa, clásica y popular. En esa música la
clave del efecto reside en la ornamentación. Los maestros de música más
perfectos y más iluminados lo dicen así. La estructura melódica constituye la
base, pero es preciso trabajar esa base para que se produzca el efecto en la
música. Los ornamentos son una manera de aproximarse a una dimensión más
esotérica. Lo que todo el mundo capta inmediatamente es la estructura, la
tonalidad, el ritmo, la melodía simplificada, pero el oído ejercitado apreciará
las finezas en la manera de ejecutar. Es análogo a lo que nos sucede a nosotros.
Se puede tocar un preludio de Bach de una manera determinada. Todos dirán: «es
correcta»; pero el aficionado entendido captará otra cosa: todo el arte de la
ornamentación desplegado por el ejecutante. En la música persa, si se quita eso,
no queda nada.
Se considera que la ornamentación es algo que se «agrega» a la música... Pero es
necesario recordar que, generalmente hablando, esta música es más libre; no se
ejecutan «partituras», sino un tema más bien fijo que se ornamenta al gusto. Por
ejemplo, yo he recolectado una docena de versiones de un trozo para viola, el
tema del pájaro fénix - el Simorgh - que es una música chamánica, Cada
versión es diferente, ornamentada de manera completamente diferente, el músico
ha impreso su sello, pero es siempre el Simorgh. En ese trozo, todo está
en la ornamentación: es necesario evocar el rumor del ala del pájaro, su
arrullo, tantos otros detalles que demandan una gran fineza. Y cuando se trabaja
con músicos jóvenes, uno se da cuenta que algunos no traspasarán jamás un cierto
nivel de comprensión del instrumento. Sus adornos restarán siempre simples; no
llegarán a dar ese impacto al sonido. El adorno es una manera de hacer que el
auditor sea consciente del sonido. El sonido plano, desnudo, no puede entrar
verdaderamente en el oído del espíritu, se le oirá sólo como se escucha un
concepto.
A mi modo de ver, en Oriente como en Occidente, la música clásica ha trabajado
de manera de vaciar al sonido de ese poder que barrena el oído y que nos penetra
física, emocional e intelectualmente. El éxtasis musical llega cuando todos esos
elementos son reunidos. Si no, no son más que imágenes del éxtasis. El «poema
del Extasis» de Scriabin, por ejemplo, no es una representación del éxtasis sino
un ensueño de como éste podría ser. Igualmente, los derviches «giradores» turcos
actuales que presentan espectáculos endulzados para turistas, actúan el éxtasis
pero no están en absoluto dentro de él, sus posturas corporales siguen
estéticamente el simbolismo de una danza reglamentada. Pero el éxtasis que viven
los derviches kurdos, no está programado ni es mecánico. Los derviches son
penetrados completamente al nivel físico,
al nivel emocional - lloran a menudo - y al nivel imaginativo: están
verdaderamente en otro mundo. la música los hace pasar a otro universo. Tal es
su finalidad.
Cuando los sufíes han pasado a ese otro universo, ellos pueden tener visiones,
revelaciones de conocimientos, del espacio, del sonido, todos los niveles del
ser son evocados al instante; es por eso que se llega más fácilmente a una
experiencia de totalidad...
La tesis que sostiene la música espiritual en todo el Islam, desde los primeros
textos sufíes hasta los últimos maestros contemporáneos - y hay unanimidad en
este punto - es que existen sentidos espirituales. Hay así una vista del alma,
un oído del alma, un gusto, un olfato, un tacto del alma misma, por eso es que
ciertos milagros dejan trazas concretas. Y así como existe un intelecto que nos
permite conceptualizar, existe un intelecto del alma que domina todo esto. Si
estos sentidos espirituales existen, existe también un mundo espiritual que se
puede ver, escuchar, respirar, tocar. Esta tesis es uno de los pilares de la
cultura iraní. El Paraíso era el jardín de los reyes. En toda la cosmología
persa se encuentra este intermundo de formas y hechos sensibles, pero
inmateriales. Los neoplatónicos del renacimiento conocían esto muy bien. Como
Marcelo Ficino, un esoterista neoplatónico veneciano, que había establecido una
especie de teurgia: tocando el violín, quemando perfumes, concentrándose en las
vibraciones de ciertos planetas, él llegaba a fundirse con la entidad metafísica
del planeta. ¡ Todo esto en pleno Renacimiento !
Más adelante fueron rechazadas cosas como ésta. Con Descartes, la imaginación
pasó a ser la locura de la lógica y el concepto reinó como el maestro. En la
música se suprimió todo lo que podía producir una apertura espiritual demasiado
sensible. Según mi opinión, el Occidente ha caído en el materialismo, y, como
compensación, se ha creado una imagen demasiado abstracta de la espiritualidad,
separando radicalmente el espíritu del cuerpo. Y la música, en mayor grado que
las otras artes, se sitúa justamente entre esos dos dominios, en las regiones
del alma, de los sentidos interiores, de lo imaginario... Desde hace largo
tiempo la música llamada clásica no se contacta sino con el intelecto; y esto
también ocurre a menudo en Oriente.
Esta supresión se efectuó en varias fases; pero en el siglo XIX todo quedó
consumado. La música popular comienza su agonía; cae en el olvido toda la música
del siglo XVIII y la anterior; los secretos de interpretación se pierden. Y para
compensar esta declinación, se resucita una tradición muerta, el canto
gregoriano, pero completamente despojado, endulzado, etéreo, para no dar por
ningún motivo la impresión de una influencia sobre el cuerpo y sobre la emoción.
Podría ser la música de las esferas ¡ pero cuán fría !
Hablando de la inspiración, ésta es siempre importante en Occidente. Se espera
de un intérprete que esté inspirado. Este problema no se plantea evidentemente
con la música electrónica o los «objetos musicales», a propósito de los cuales
se puede hablar en rigor de inspiración en la concepción. Por otra parte, la
inspiración ha cedido el paso a la técnica, al espectáculo. Los artistas
orientales, como los griegos consideran que ellos están sumergidos en una
atmósfera donde flotan sonidos musicales - ese mundo imaginario del que
hablábamos - y que basta con captarlos. Pero entonces la inspiración
significaría estar en otro estado, trascenderlo todo...
Yo he abandonado la guitarra clásica cuando me preparaba para hacer de ello una
carrera, a fin de consagrarme a la música oriental. Ha sido entonces cuando
verdaderamente he aprendido música. Antes
de eso, no hacía más que tocar notas y ensayar comprender, pero sin haber tenido
jamás experiencias convincentes. Debo precisar que hablo desde el rol de
intérprete, no del público; en Occidente el auditor es mimado; el intérprete
está a su servicio, en tanto que en Irán, se hace música para sí, o para Dios,
sin tomar en cuenta al oyente. Para mí la emoción que se puede sentir ejecutando
esa música tradicional es
sin comparación con la de la música occidental, pues aquella es hecha para eso.
Más aún, es música en la cual la creatividad es exigida, se tiene libertad para
hacerlo, y se debe expresar, no sólo la sensibilidad del compositor o del
creador anónimo de la obra, sino también lo mejor de sí mismo. Cuando se llega a
ese estado de inspiración, se entra de golpe en la significación de una pequeña
frase melódica. Ella habla y se siente que está viva de una manera diferente a
la habitual. Entonces uno entra en sí mismo y esa frase nos lleva hacia otra y
se siente la posibilidad de desarrollar algo nuevo. Llega un momento, con
ciertos instrumentos en particular, en que el ejecutante siente que no es él
quien está produciendo la música, ella actúa por sí sola. Muy a menudo es la
mano la que piensa, ella lo hace.
Cuando el músico constata esto, se vivencia a sí mismo como si fuera un lugar de
tránsito de energía. Es una sensación indescriptible y que llena de dicha. Se
pueden producir cosas increíbles. La sonoridad de los instrumentos se hace
sublime, todas las coacciones desaparecen... Puede suceder, por ejemplo, que un
cantante, súbitamente, empieza a cantar con la voz de otro, la voz de su
maestro. Existen numerosas maneras de estar inspirado, pero la condición es una
sola: eclipsarse.
Lo que es catastrófico es cuando un músico tradicional toca desde su ego. Para
el músico occidental el problema es diferente; desde el Romanticismo, se tiene
el hábito de hacerlo así, aún se le pide que lo haga. Es otro género de técnica.
Pero si un músico tradicional hace alarde de su ego, sus problemas, sus
complejos, el resultado es terrible. Escuché, por ejemplo, un concierto de
música china sobre la cítara de siete cuerdas, un instrumento con tantas
posibilidades como un clavicordio moderno. El intérprete parecía caricaturizar
lo que podría imaginarse como un concierto de Liszt. Se me explicó, después, que
él había aprendido de su padre todas las finezas de la tradición, pero que se
había desconectado completamente de ese espíritu, siguiendo la escuela
contemporánea de tipo «materialista dialéctica». Esta tiende a desarrollar la
exposición de un ego monumental, atormentado, apasionado. En tanto que, en su
origen, esta cítara, que era el instrumento, por así decir, «dialéctico
espiritualista» de Confucio, exigía una interiorización del gesto semejante al
que se encuentra en el tai-chi, un desarrollo considerable de la sensibilidad
táctil y de la elegancia del gesto destinado a crear ese estado interior, esa
emoción que da al sonido su fuerza espiritual y su impacto, trabajo sin el cual
no sucede nada.
En Irán, sobre todo en las zonas rurales, se escucha a los campesinos que cantan
o tocan sus instrumentos, animados de una fuerza increíble que jamás poseerá un
músico clásico de una sociedad urbana moderna. Y aún si su música sólo esté
basada sobre 4 o 5 notas que se repiten, esta fuerza es suficiente para
emocionarnos hasta lo más profundo. ¿De dónde viene esta fuerza? Viene de la
tierra y del cielo. Un cantor flamenco era entrevistado en una discusión de
musicólogos sobre el origen de esta tradición: «Yo trabajo mi campo - dijo él -
la tierra se abre y su canto se eleva. Eso es el flamenco». La verdadera música
es una ofrenda de la tierra que se eleva hacia el cielo. Entonces sucede que el
Cielo responde...
Jean During
Traducido y extractado por Farid Azael de
Question de, Nº 54
Editions Retz
París