¿QUIÉN ERES?
Había estado trabajando muy duro conmigo mismo. Guiado por mi
terapeuta y alentado por mi deseo de descubrir todo sobre mi
persona, me pasaba gran parte de mi tiempo libre meditando sobre los
hechos de mi vida, mis sentimientos actuales o antiguos, mis
recuerdos y como había aprendido de Jorge en ese “darse cuenta” que
cada vez me sorprendía más.
Pero no todo eran rosas. Algunas ideas que habitaban mi mente y
sobre todo, algunas emociones que me desbordaban me dejaban triste y
derrumbado.
Así fui al consultorio el día que Jorge me leyó su versión del
cuento de Giovanni Papini: ¿Quién eres?
Por aquel entonces yo me quejaba de la gente. No sabía qué pasaba,
pero me parecía que los demás no eran confiables; yo no sabía si era
yo el que hacía siempre malas elecciones de las compañías, o la
gente era diferente de lo que yo esperaba...
El caso es que siempre me sorprendía esperando a alguien que nunca
llegaba, o cancelando programas a último momento porque alguien no
había previsto no sé qué, o las más de las veces esperando
eternamente en lugares de cita a amigos que por ninguna razón
estaban dispuestos a llegar a la hora pactada...
Y este es el cuento que mi terapeuta me leyó:
Aquel día Sinclair se levantó como siempre a las 7 de la mañana.
Como todos los días, arrastró sus pantuflas hasta el baño y después
de ducharse se afeitó y se perfumó. Se vistió con ropa bastante a la
moda, como era su costumbre y bajó a la entrada a buscar su
correspondencia. Allí se encontró con la primera sorpresa del día:
¡No había cartas!
Durante los últimos años su correspondencia había ido en aumento y
era una parte importante de su contacto con el mundo. Un poco
malhumorado por la noticia de la ausencia de noticias, apuró su
habitual desayuno de leche y cereal (como recomendaban los médicos),
y salió a la calle.
Todo estaba como siempre: los mismos vehículos de siempre
transitaban las mismas calles y producían los mismos sonidos en la
ciudad, que se quejaba igual que todos los días. Al cruzar la plaza
casi tropezó con el profesor Exer, un viejo conocido con quien solía
charlar largas horas sobre inútiles planteos metafísicos. Lo saludó
con un gesto, pero el profesor pareció no reconocerlo; lo llamó por
su nombre pero ya se había alejado y Sinclair pensó que no había
alcanzado a escucharlo.
El día había empezado mal y parecía que empeoraba con las
posibilidades de aburrimiento que flotaban en su ánimo.
Decidió volver a casa, a la lectura y la investigación, para esperar
las cartas que con seguridad llegarían aumentadas para compensar las
no recibidas antes.
Esa noche, el hombre no durmió bien y se despertó muy temprano. Bajó
y mientras desayunaba comenzó a espiar por la ventana para esperar
la llegada del cartero. Por fin lo vio doblar la esquina, su corazón
dio un salto. Sin embargo el cartero pasó frente a su casa sin
detenerse. Sinclair salió y llamó al cartero para confirmar que no
había cartas para él. El empleado le aseguró que nada había en su
bolso para ese domicilio y le confirmó que no había ninguna huelga
de correos, ni problemas en la distribución de cartas de la ciudad.
Lejos de tranquilizarlo, esto lo preocupó más todavía.
Algo estaba pasando y él debía averiguarlo. Buscó una chaqueta y se
dirigió a casa de su amigo Mario.
Apenas llegó, se hizo anunciar por el mayordomo y esperó en la sala
de estar a su amigo, que no tardó en aparecer. El hombre avanzó al
encuentro del dueño de casa con los brazos extendidos, pero este se
limitó a preguntar:
—Perdón señor, ¿nos conocemos?
El hombre creyó que era una broma y rió forzadamente presionando al
otro a servirle una copa. El resultado fue terrible: el dueño de
casa llamó al mayordomo y le ordenó echar a la calle al extraño, que
ante tal situación se descontroló y comenzó a gritar y a insultar,
como avalando la violencia del fornido empleado que lo empujó a la
calle....Camino a su casa, se cruzó con otros vecinos que lo
ignoraron o actuaron con él como si fuera un extraño.
Una idea se había apoderado del hombre: había una confabulación en
su contra, y él había cometido una extraña falta hacia aquella
sociedad, dado que ahora lo rechazaba tanto como algunas horas antes
lo valoraba. No obstante, por más que pensaba, no podía recordar
ningún hecho que pudiera haber sido tomado como ofensa y menos aun,
alguno que involucrara a toda una ciudad.
Durante dos días más, se quedó en su casa esperando correspondencia
que no llegó o la visita de alguno de sus amigos que, extrañado por
su ausencia, tocara su puerta para saber de él; pero no hubo caso,
nadie se acercó a su casa. La señora de la limpieza faltó sin aviso
y el teléfono dejó de funcionar.
Entonado por una copita de más, la quinta noche Sinclair se decidió
a ir al bar donde se reunía siempre con sus amigos, para comentar
las pavadas cotidianas. Apenas entró, los vio como siempre en la
mesa del rincón que solían elegir. El gordo Hans contaba el mismo
viejo chiste de siempre y todos lo festejaban como era costumbre. El
hombre acercó una silla y se sentó. De inmediato se hizo un
lapidario silencio, que marcaba la indeseabilidad del recién
llegado. Sinclair no aguantó más:
—¿Se puede saber qué les pasa a todos conmigo? Si hice algo que les
molestó, díganmelo y se terminó, pero no me hagan esto que me vuelve
loco...
Los otros se miraron entre sí entre divertidos y fastidiados. Uno de
ellos hizo girar su índice sobre su sien, diagnosticando al recién
llegado. El hombre volvió a pedir una explicación, luego rogó por
ella y por último, cayó al suelo implorando que le explicaran por
qué le hacían eso a él.
Sólo uno de ellos quiso dirigirle la palabra:
—Señor: ninguno de nosotros lo conoce, así que nada nos hizo. De
hecho, ni siquiera sabemos quién es usted...
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y salió del local,
arrastrando su humanidad hasta su casa. Parecía que cada uno de sus
pies pesaba una tonelada.
Ya en su cuarto, se tiró en la cama. Sin saber cómo ni por qué,
había pasado a ser un desconocido, un ausente. Ya no existía en las
agendas de sus corresponsales ni en el recuerdo de sus conocidos y
menos aún en el afecto de sus amigos. Como un martilleo aparecía un
pensamiento en su mente, la pregunta que otros le hacían y que él
mismo se empezaba a hacer: ¿Quién eres?
¿Sabía él realmente contestar esta pregunta? Él sabía su nombre, su
domicilio, el talle de su camisa, su número de documento y algunos
otros datos que lo definían para los demás; pero fuera de eso:
¿Quién era, verdadera, interna y profundamente? Aquellos gustos y
actitudes, aquellas inclinaciones e ideas, ¿eran suyos
verdaderamente? ¿o eran como tantas otras cosas: un intento de no
defraudar a otros que esperaban que él fuera el que había sido? Algo
empezaba a estar claro: el ser un desconocido lo liberaba de tener
que ser de una manera determinada. Fuera él como fuera, nada
cambiaría en la respuesta de los demás. Por primera vez en muchos
días, encontró algo que lo tranquilizó: esto lo colocaba en una
situación tal, que podía actuar como se le ocurriera sin buscar ya
la aprobación del mundo.
Respiró hondo y sintió el aire como si fuera nuevo, entrando en los
pulmones. Se dio cuenta de la sangre que fluía por su cuerpo,
percibió el latido de su corazón y se sorprendió de que por primera
vez NO TEMBLABA.
Ahora que por fin sabía que estaba solo, que siempre lo había
estado, ahora que sabía que sólo se tenía a sí mismo, ahora... podía
reír o llorar... pero por él y no por otros.
Ahora, por fin, lo sabía: SU PROPIA EXISTENCIA NO DEPENDÍA DE OTROS
Había descubierto que le fue necesario estar solo para poder
encontrarse consigo mismo...
Se durmió tranquila y profundamente y tuvo hermosos
sueños....Despertó a las diez de la mañana, descubriendo que un rayo
de sol entraba a esa hora por la ventana e iluminaba su cuarto en
forma maravillosa.
Sin bañarse, bajó las escaleras tarareando una canción que nunca
había escuchado y encontró debajo de su puerta una enorme cantidad
de cartas dirigidas a él.
La señora de la limpieza estaba en la cocina y lo saludó como si
nada hubiera sucedido.
Y por la noche en el bar, parecía que nadie había registrado aquella
terrible noche de locura. Por lo menos, nadie se dignó a hacer algún
comentario al respecto.
Todo había vuelto a la normalidad...
Salvo él, por suerte, él, que nunca más tendría que rogarle a otro
que lo mirara para poder saberse... él, que nunca más tendría que
pedirle al afuera que lo definiera... él, que nunca más sentiría
miedo al rechazo...
Todo era igual, salvo que ese hombre nunca más se olvidaría de quién
era.
—Y este es tu cuento, Demián –siguió el gordo—. Cuando no tienes
registro de tu dependencia frente a la mirada de los otros, vives
temblando frente al posible abandono de los demás que, como todos,
aprendiste a temer.
Y el precio para no temer es acatar, es ser lo que los demás, “que
tanto nos quieren”, nos presionan a ser, nos presionan a hacer y nos
presionan a pensar.
Si tienes “la suerte” del personaje de Papini y el mundo, en algún
momento, te da la espalda, no tendrás más remedio que darte cuenta
de lo estéril de tu lucha.
Pero si no sucede así, si tienes la “desdicha” de ser aceptado y
halagado, entonces...
estás abandonado a tu propia conciencia de libertad, estás forzado a
decidir: acatamiento o soledad; estás atrapado entre ser lo que
debes ser o no ser nada para nadie..Y de allí en más...podrás
ser, pero sólo, sólo y sólo para ti.